Ha muerto Carlos Ripoll, y vacilo al entrar en las calificaciones: ¿profesor, académico, investigador, escritor, historiador estudioso, apasionado? Todas y cada una de ellas, pero me quedo con las últimas dos. Mi selección no es peyorativa: todo lo contrario. Ripoll deja una larga vida marcada por los meollos y accidentes históricos que marcan a los cubanos en la segunda mitad del siglo XX. Deja, además, una intensa, extensa obra que recorre las tortuosas sendas de la historia de Cuba. Pero Ripoll era mucho más que la suma de todos los libros que escribió, los documentos y las cartas que desenterró, o los cursos que impartió durante muchos años en el Queens College de New York. Fue, y es, parte de la historia de una isla plagada de revoluciones, desarraigos y destierros. Quizás ese derrotero que entra ya en su tercer siglo encierre parte de su apasionada admiración por la figura de José Martí, a quien estudió con constancia durante varias décadas.
Conocí a Carlos Ripoll y a su esposa, Mina, cuando vivían aún en Nueva York. Guardo el recuerdo de ese primer encuentro y de la apetitosa cena con que nos recibieron. Padezco, para bien o mal, de una memoria totalmente gustativa. Entre sus platos: una deliciosa sopa de fideos y garbanzos que inició a mi pequeña hija en los placeres de la cocina tradicional de Cuba y sus engarces con la culinaria peninsular. Siguieron después muchos encuentros en su apartamento de Coral Gables. Llegar allí era entrar apaciblemente en un tiempo de reloj sin estridencias, conversaciones acompasadas, palabras como esquirlas de nuestro acontecer que hacían de los protagonistas de nuestra Isla, personajes, sobre todo, humanos. Como historiador, pero ante todo como apasionado de nuestra historia y sus claves transnacionales, Ripoll conocía al dedillo los itinerarios trashumantes de la diáspora isleña del XIX y del XX. Esa diáspora en sus labios se convertía en polvo de estrellas que dejaba una fina lluvia de actos, gustos y palabras y plasmaban una faceta del personaje: la pulcritud y el erotismo de Maceo, el apasionamiento y los deleites gastronómicos de Martí, la rectitud, rayana en cólera, de Máximo Gómez.
A través de sus libros, y sazonada por sus historias, leí mucha literatura de nuestras guerras de independencia, crónicas, diarios y biografías que me develaban una problemática continuidad de nuestra historia. Los desacuerdos, por ejemplo, entre Martí y Maceo con Máximo Gómez —recogidos en su diario de campaña y en algunas de sus últimas cartas, así como en el diario de Gómez— sobre la necesidad de desarrollar gobiernos civiles que primen por sobre el militar, se prolongan hasta nuestros días. Los exquisitos almuerzos martianos y los excelentes postres de Mina aderezaban todos esos detalles, les daban cuerpo y alma. Me atrevo, por eso, a comparar a Ripoll con Lydia Cabrera. Distintos los dos en sus incursiones en nuestra cultura, ambos se dedicaron a rescatar facetas de nuestra historia sin medir páginas, publicaciones u honores académicos. Escribieron en lo que creían. Vivieron al margen de la oleada mediática de la intrascendencia, y hasta del frenesí cotidiano del exilio más reciente. Se costearon ellos mismos muchas de sus publicaciones. Pusieron su mira en el pasado para elucidar ese presente que nos desazona, pero que es resultado de aciertos y errores de nuestro devenir.
Tanto Ripoll como Cabrera estaban al tanto de la estrecha relación de Cuba con España y llevaban en su propia familia el sello de esa cercanía. Hermanos de leche, bebieron en las fuentes africanas y españolas de los inicios de la República, en las gestiones de los generales y las palabras de los doctores. En el caso de Ripoll, su conciencia histórica se reforzó con un largo exilio en el que, a partir de 1960 rehizo vida y profesión (en Cuba había sido ingeniero) y aguzó su pasión por la Historia. Tanto sus propias anécdotas sobre Emilio Castelar y Ripoll (sic), último presidente de la primera República española como las de Mina sobre su relación con los perros de raza, a los que en Cuba llevaba a competencias internacionales y a los que terminó bañando y pelando en sus primeros años en Nueva York, proporcionan pautas sobre los itinerarios de ese insomnio que se llama Cuba y el despertar en el exilio nuestro de cada día.
Si tuviese que escoger dos adjetivos que pintaran a cabalidad tanto a Carlos Ripoll como a su esposa y compañera Mina, diría: señorío y sencillez. Combinados en la jovialidad de Mina y la concisión de Carlos, quien nunca se anduvo por las ramas al expresar su parecer, destilaban los dos un aire añejo decantado por los vaivenes de su historia. Acumularon una excelente biblioteca de asuntos cubanos y entre los dos construyeron un mundo hecho de litorales, oleadas y arribazones: su propio puente de espumas.