Está la luz genésica del Miami que sostuvimos con entusiasmo comunitario y caprichosa alegría. Pero confieso que mi Miami actual es más existencialista, es el sinlugar: atardecer en el agua turquesa de South Beach, el sitio extraviado en el día a día, el encuentro ritual con los amigos en la mesa…
Cierto que hay muchos Miami, físicos y virtuales. Y una quiere saber a qué sabe una ciudad.
La noción de ciudad va unida a sensaciones que fijaron esa memoria: el abominable discurso por altoparlante, el cine de barrio, el velocípedo en el patio, café recién colado, salidero de gas, los altos puntales, un beso fugaz al tomar el autobús, gardenia y viento de mar que entraba —ciudad de mar ubicuo, vacío de aire entre los edificios modernos. El tiempo no existía aún ni habíamos intuido el odio. La ciudad inmisericorde del ahora, me devuelve la sensación insuperable del pasado. La memoria no necesita de orden o belleza; pulsa seca y repentina. Pálpito de aves, la memoria.
Miami surge de una escisión —muchos hemos venido de algún otro lado— destinada a suplirnos la carencia. Los exilios se acumulan como conejos en el sombrero. Cuando llegué en 1985, Miami era bastante desolada y chata; comenzaban a expandirse repartos monótonos de cartón piedra hacia el sur (extendiéndose hasta hoy en día) y edificios bajos y feos.
La avenida Brickell no era aún opulenta y próspera. La Playa aún no estaba de moda. Los edificios de South Beach estaban devaluados y podía comprarse uno de cinco pisos por $50.000. Hedy Lamarr vivía en el vecindario y los judíos venían a retirarse al gran asilo playero.
La bella villa Versace de hoy era un edificio viejo frente al mar, bonito pero ruinoso. El alquiler de un apartamento amplio allí costaba $ 350 mensuales, y cuando fui con intención de alquilar uno supe que la villa había sido la casa de un descendiente de Cristóbal Colón.
Era un Miami de marimberos —zares de las drogas colombianos y cubanos— portando promesas a los santos y desafíos en medallones de San Lázaro o Santa Bárbara, altares a la Virgen Milagrosa alumbrando las entradas de sus casas regadas por el southwest (así de fácil era detectarlos). Acarreaban secretos a gritos, exhibicionismo de nouveau riche —a lo Scarface.
Manejaban Mercedes, Corvettes, Mustangs y Camaros de colores brillantes y motores turbo. Aquel dinero fácil salía expeditamente de los bolsillos; cuajado de culpas, corría como agua. De propina lo mismo te daban una cotorra exótica que un cadenón de oro con San Lázaro bendito.
Cocunut Grove conservaba aún aquel aire bohemio y profundo que hoy solo tienen algunas de sus calles. No habían desgraciado al bello edificio de Mayfair (Premio Nacional de Arquitectura) con anuncios lumínicos ni rancia comercialidad en cadena.
La ilegalidad era el pan nuestro de cada día. Miami Vice tentaba y esparcía su exceso en los clubes Rusty Pelican, Crossways. Como música de fondo, Hansel y Raúl, Madonna, Miami Sound Machine. Los más pepillos nos refugiábamos en el Club Billy Jean de Coconut Grove a sudar la noche con U2.
Desde aquel Miami en que aterricé al de hoy en día, ha llovido, tres o cuatro ciclones arrasaron su fachada, despeinaron sus arboledas urbanas, sacudiendo el manto acuífero, su sedimento étnico.
Tan cerca de Cuba
Tan cerca de Cuba, Miami. La Florida es un gran falo que se inclina a la isla, y exuberante, la recuece. Fornesianamente hablando, la relación entre La Habana y Miami es Yin/Yang.
"Una ciudad tiene lo que le falta a la otra"—dice Rafael Fornés, arquitecto y profesor de arquitectura de la Universidad de Miami. Mientras Miami necesita malecón, portales e integración peatonal, La Habana puede integrar aspectos de Miami, como los cruceros, la post-modernidad arquitectónica y la libertad.
Fornés me mostró una vez el mapa antiguo: la propuesta original concibió a Miami como una Venecia americana. Sus fundadores tuvieron la visión de recrear una ciudad donde el río, la costa, pantanos e islotes, interactuaran con una fachada hermosa que participaba, convidando a la vida acuática. De hecho, Venetian Pooly las construcciones de Coral Gables hacen referencia directa a la ciudad italiana.
Esa perspectiva se adquiere desde un paseo en bote por el río, bordeando la ciudad. Surgen preguntas: ¿Cuándo y por qué se dejaron de construir edificios bajos y gentiles en la ribera? ¿Por qué no hay un paseo marítimo? ¿Dónde ha quedado un proyecto como Miami 21 y las gestiones de la decana de arquitectura de la Universidad de Miami, Elizabeth Plater-Zyberk?
¿A qué se debe la falta de visión de políticos y urbanizadores? ¿Por qué el desarrollo urbanístico se erige como laceración del paisaje y su hábitat, negando sus costas, construyendo torres de concreto cual muralla contra el agua?
Durante la burbuja inmobiliaria de finales de los 90, se multiplicaron los rascacielos y condominios de lujo en Brickell.
Esclavos del auto, las carreteras son atajos vertiginosos: lo mismo conducen a tu destino, que te eructan atónito en Orlando, Hialeah, o áreas temibles del ghetto, donde se escurren vendedores de crack, afroamericanos pobres, latinos indocumentados, haitianos desahuciados, allí donde se cuecen los sueños truncados —los barrios marginales camuflan sus penurias, su violencia, su furia.
Y estamos los cubanos des-madrados. Todo exiliado sufre multiplicada orfandad, expulsado de la "madre" procedencia. En el exilio toma conciencia de sí, enfrentándose a su radical soledad. De acuerdo al estudio freudiano sobre el mito de Narciso, los huérfanos de madre tienden a ser narcisistas.
Esto explica los rasgos púberes, la arrogancia vociferante y la actitud retrógrada del cubano exiliado. Pervive des-padrado de sus próceres y abortado en el exilio. No se mezcla fuera del ghetto. Puber aetemus, cual Adán llevado por la mala —busca el regreso al paraíso, la recuperación del vergel perdido.
Tan cerca de Cuba, los dólares se van derechitos por la misma ruta balsera de llegada: "Trabajan para miamizar La Habana",—nos cuenta una poeta de visita. "Sintonizamos la televisión local de Miami, dependiendo de ella hasta para el parte meteorológico" —dice. He ahí una distrofia perceptiva, que tiene por modelo un producto mal enlatado —me río agriamente por dentro.
Una ciudad todavía joven
Una ciudad surge a partir de las demandas de consumo, casi por generación espontánea. Pero hay un Miami plausible que se constata en el arte público haciendo de las suyas. Bajo este precepto César Trasobares, quien fuera director ejecutivo de Art in Public Places de 1985-91, llevó a cabo la escultura lumínica que hoy alumbra nuestro metro aéreo —escaso de vías— y la iluminación del Centrust del downtown. Craig Robins comisionó los murales de José Bedia en el Distrito de Diseño, y Living Room de Roberto Behar y Rosario Marquardt —hoy abandonado.
Aún no hay que perderle la fe a una ciudad con 100 años —tan joven todavía.
Miami es la ciudad de los relámpagos y la luz que encandila, las palomas rabiche alineadas en los cables eléctricos bajo el calor implacable de las 2pm, justo antes de que rompa el torrencial aguacero (nubes oscuras exprimen su sofoque sobre la ardiente ciudad, los techos encendidos, sobre las desoladoras paradas de autobuses donde se achicharran los más humildes, los viejos, los cojos, las seudo personas, los trogloditas, la centroamericana con cinco hijos, los recién llegados. La gente se alivia y espanta cuando llueve), las cotorras alborotadas al atardecer, los papagayos cruzando a vuelo la US1, la grulla con tumbado exploratorio al borde de la carretera, el río pardo y ralo de los manatíes oriundos de aquí, mangos, aguacates, piñas y papayas contundentes del Palacio de los Jugos —si puede usted tolerar la vulgaridad rampante y antitética de algunos comensales, Hoy como ayer (otrora Café Nostalgia), yogurt de guayaba, cortadito de leche evaporada del Versailles panorámico (mosaico de la primera generación de exiliados cubanos y estómagos preeminentes), deli judío, campos de golf, compulsiones materialistas, políticos corruptos, clínicas que estafan al Medicare, caminata Wynwood Art Walk (segundo sábado del mes), sueños cumplidos (más el precio del exilio salado), Calle 8, trilingüismo y transculturación, racimo de europeos y suramericanos, litosfera leve, ceibas regadas por ahí, lucecitas titilantes de los rascacielos, la puesta indecible sobre un sur que se pierde en la ciénaga —sofocada por lagos artificiales— o en Los Cayos: pirotecnia de 180 grados, aparatosa y morada, paleta de ocres y azules untados en plata y oro sobre las urbanizaciones cookiecutters de Westchester: condominios monocordes, palmas impuestas y famélicos árboles maltratados por el verano. La ciudad incongruente se adosa a la belleza.
Es el lugar donde morirá mi madre, y los que ya se fueron tienen su hueco en la tierra o sus cenizas dispersadas en el acantilado de la Ermita de La Caridad.
Tres lugares, libros, música y película
Río Miami: Paseo en bote río adentro, saliendo desde South Point Park, al atardecer. Es la arteria tupida de la ciudad, río que no es río. Bebible, la ciudad desde allá abajo, es la Miami profunda.
Coral Castle (en Homestead, el Miami que se extiende al sur): Cada ciudad tiene su lugar mágico. Éste es nuestro; dialoga con los astros y con el tiempo. Más que castillo es jardín interior. Allá a principios del siglo XX, Ed Leedskalnin, un tipo esmirriado y tísico, talló este monumento a un amor perdido. Durante 28 años, utilizando instrumentos caseros, trabajó miles de toneladas de roca coralina convirtiéndolas en salas del sol y la luna, fuente, pozo, palacio destechado bajo las estrellas. Hubo de ser una ciencia la que le asistiera al mover las pesadas piedras, montar la puerta de ocho toneladas perfectamente balanceada sobre la caja de bola de un camión. Mecánica celeste, sin duda. ¿El motivo? Lo construyó para una dama que lo desplantó en Latvia y nunca vino a conocer su obra. Recomendable, porque nos lleva a tenues reflexiones sobre el más allá del aquí abajo.
La Biblioteca de la Universidad de Miami: Privilegio que se paga. Pero es la atmósfera que recomiendo (y prefiero).
¿Un libro para tantos Miami? La ciudad múltiple es novela visual: Boarding Home, de Guillermo Rosales; 69. Memorias eróticas de una cubanoamericana,de Marcia Morgado; Confesiones del estrangulador de Flagler Street, de Néstor Díaz de Villegas.
Música: Boleros perdidos, de Alfredo Triff.
Un filme: Paraíso, de León Ichaso (en versión no pirateada).
Postdata
Evitar el ruralismo de Hialeah, Kendall y algunas áreas del SW. Guetos haitiano y cubano alto recomendables, con pinzas. La Playa preciosa y Coral Gables es la ciudad jardín –ambas caminables.