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Centenario de Lezama Lima

Lezama entre dos revoluciones

Un Lezama que se aparta del camino real del origenismo para discurrir por trillos que no conducen a 'las cúpulas de los nuevos actos nacientes'. Lezama, imán / Rafael Castillo Zapata También sobre Lezama: Armand, Sánchez, Sánchez Mejías, Morán, Serna Arnaiz, González Echevarría, Moreno Sanz, Molina, De Villena, Guerrero, Trujillo, Arcos, Mónica, Santí, Estévez, Aguilera, Lauro, Díaz de Villegas, Ripoll, Rojas, Prats Sariol, De Cuba Soria, Kozer, Saunders, Calderón Campos.

Princeton

Muchos años después, el hijo del coronel Lezama Rodda recordaría aquella mañana del 30 de septiembre de 1930 en que siendo muy joven participó en una manifestación de  estudiantes contra la dictadura del general Machado. En aquel ciclo de conferencias organizado por la FEU en 1959, Lezama Lima sostuvo, además, que Martí había sido "el preludio de la era poética entre nosotros, que ahora nuestro pueblo comienza a vivir, era inmensamente afirmativa, cenital, creadora".

Algunos años después, no frente al pelotón de fusilamiento pero sí en vistas del inquietante recrudecimiento de ese orden de funcionarios y policías que nunca habían oído hablar de Dánae y poco del Nilo, Lezama precisaría: "Yo soy un escritor revolucionario porque mis valores son revolucionarios". Para fines de la década del 60, el escritor insistía en comprender la revolución de 1959 como una especie de cumplimiento de un destino nacional que él había oscuramente convocado en su obra; si aquel episodio de rebeldía universitaria había marcado "el comienzo de la infinita posibilidad histórica de lo cubano", haber participado en el mismo podía entenderse como otra evidencia del encuentro de lo histórico y lo poético, la historia y la leyenda. A la sombra de los héroes románticos de la revolución del 33, Lezama sería aquel que recoge silenciosamente el legado de los fundadores, un vínculo secreto entre las dos revoluciones que jalonan la historia de Cuba en el siglo XX.

Mientras Lezama reivindicaba así su condición de vate nacional y "escritor revolucionario", en los años sesenta, tan distintos a aquellos "años de Orígenes" que siguieron al desenlace de la revolución antimachadista, la cuestión de la "literatura revolucionaria" adquiría básicamente dos interpretaciones contradictorias: una, formalista, asociada al vanguardismo, otra cercana al realismo socialista. Para la primera, la revolución constituía una performance, algo que se produce en la escritura; para la segunda, algo que existe fuera del texto y que el escritor debía representar con un método que no puede ser otro que el realismo.

No deja de ser significativo que justamente un autotitulado discípulo de Lezama, Severo Sarduy, haya sido anatematizado en varios de los escritos que en los setenta oficializaron esta idea de la "literatura revolucionaria". Lezama, con su estilo idiosincrásico y su oscuridad metafórica, desde luego quedará fuera de la polis socialista —de hecho, su respuesta a la encuesta de Casa de las Américas en 1969, uno de sus últimos escritos publicados en Cuba, representa un postrer esfuerzo por integrarse en una Revolución en la que ya el discurso de las eras imaginarias era tan disonante como el pistoletazo en el concierto de la conocida imagen de Stendhal.

Sin embargo, no debe pasarse por alto que en su centro la escritura de Lezama es extraña al tipo de revolución literaria contra la cual la crítica cubana de los setenta (Retamar, Leante, Marinello) prescribió su ortodoxia realista-socialista. A pesar de la interpretación del propio Sarduy, el barroco de Lezama es esencialmente diverso al "Barroco de la Revolución", ese neobarroco subversivo que opone una ilimitada proliferación verbal a los lenguajes funcionales y encráticos. El de Lezama es más bien un barroco "clásico", esencialmente contrarreformista. Más que de la revolución antiburguesa al modo barthesiano, su reivindicación del barroco hispánico —ese arte desmesurado que marcó la resistencia de la Monarquía Católica a la racionalidad protoilustrada— porta el signo de la reacción "antimoderna", en tanto busca resistir el nuevo protestantismo que, como el neotomista Jacques Maritain, el escritor habanero descubre en gran parte de un arte contemporáneo marcado por el afán de dividir y carente de la alegría matinal de la catolicidad.

En su ensayo sobre Chesterton (1946), incluido en Analecta del reloj, después de burlarse de la imagen del hombre divulgada por el evolucionismo —"El hombre que en la catedral medioeval cantaba el pan de los ángeles se ha vuelto vianda del viajero, fue en un tiempo un animal arbóreo que los diestros profesores Huxley hacían subir o bajar de la capa de los árboles para darle más riqueza en los centros superiores del cerebro"—, Lezama toma partido por el humanismo "que reconoce que Dios es el centro del hombre, implica la concepción cristiana del hombre pecador y redimido, así como la concepción cristiana de la gracia y la libertad" en contra del humanismo que "cree que el hombre mismo es el centro del hombre y, por ello, de todas las cosas. Implica una concepción naturalista del hombre y de la libertad."[i]

Sería difícil encontrar una perspectiva desde la que ver en este discurso "valores revolucionarios", como lo es encontrarlos en la imagen de La Habana como ciudad que "conserva aun la medida del hombre" ofrecida por Lezama en sus artículos del Diario de la Marina.  Cerca de Pound y de Claudel, escritores que combinaron un ideario conservador con una práctica literaria renovadora, Lezama se nos aparece como un "modernista reaccionario", ejemplar de una especie que, como el ornitorrinco en las taxonomías de los naturalistas europeos de la Ilustración, no tenía cabida en la clasificación binaria dominante en los años sesenta. Acaso, la originalidad de Lezama, o al menos buena parte de ella, radique justamente en esa exterioridad suya en relación a la dicotomía entre el realismo de inspiración socialista y el formalismo de estirpe vanguardista.

En una nota del citado ensayo sobre Chesterton, Lezama distingue entre "la sustancia de la unanimidad del católico" y la "simpatía universal de los estoicos", para tomar partido por la primera sobre la segunda, que ciertamente alcanza una nueva formulación, trocado el pesimismo del mundo antiguo por el optimismo del mundo del progreso, en la Ilustración, esto es, el reconocimiento de la universalidad de lo propiamente humano, reconocimiento de una libertad que se realiza, en última instancia, no en Dios, sino en el hombre mismo. Si el reverso de ese proceso subyace al arte crepuscular del siglo XX, siendo las paradojas de la libertad el gran tema de la literatura moderna, de Kafka a Camus, Lezama prefiere desarrollar esas otras paradojas de la tradición cristiana, encarnadas en aquella frase de Tertuliano que le sirve para definir a la poesía, y a la vez, significativamente, a la Revolución.

En la encuesta de Casa de las Américas por el décimo aniversario del 1 de enero, Lezama afirmaba: "En vísperas de la Revolución yo escribía incesantemente sobre las infinitas posibilidades de la imagen en la historia. Entre las sorpresas que ofrece la poesía está la aterradora verificación del antiguo es cierto porque es imposible. Comprobaba por el mundo hipertélico —lo que va más allá de su finalidad— de la poesía, que la médula rige al cuerpo, como la intensidad se opone en lo histórico a lo extenso. En una palabra, cómo los países pequeños pueden tener historia, cómo la actuación de la imagen no depende de ninguna extensión. Inauditas sorpresas, rupturas de la casualidad, extraños recomienzos, ofrecía la imagen actuando en lo histórico. Y de pronto, se verifica el hecho de la Revolución. Nuestra historia se vuelve un sí, una inmensa afirmación, el potens nuestro comienza a actuar en la infinitud." [ El énfasis es mío. D.D.]

A la luz de estas ideas sobre la encarnación histórica de la poesía, de ese "medievalismo" que en uno de sus últimos escritos Lezama reivindicaba como la raíz de Latinoamérica[ii], podemos comprender mejor aquella reveladora frase suya, en la entrevista concedida a Reynaldo González, según la cual "El cubano es un pueblo que tiene sus catedrales construidas en el futuro". El desarraigo de la "factoría", la falta de una rica cultura virreinal, la pobreza de nuestro barroco de Indias: conocemos los esfuerzos de Lezama por llenar ese vacío original, sus extravagantes lecturas del Espejo de Paciencia, su Antología de la poesía cubana, la extraordinaria labor documental que realizó en el Instituto de Literatura y Lingüística —allí donde, cien años antes, había tenido su sede la Sociedad Económica de Amigos del País. Una sólida tradición letrada la había, sí, en el siglo XIX cubano, pero catedrales no. Paradiso sería esa catedral que los cubanos no habíamos tenido, supliendo la proliferación de palabras a la faltante piedra fundacional. La otra sería la Revolución.

Fue justamente ese peculiar nacionalismo poético, forjado en el yermo del retraimiento de la marea revolucionaria de los años treinta, lo que llevó a Lezama a convertirse en un fellow-traveler de la Revolución de 1959.[iii] Un nacionalismo que, a diferencia del nacionalismo de la revista de avance, esencialmente modernizador —en sus dos vertientes, la comunista (Villena, Marinello) y democrático-liberal (Mañach)—, estaba animado por la nostalgia de un Estado concebido como forma y límite, algo que coincidiría al cabo con la encarnación histórica de una imagen. "Cuando el pueblo está habitado por una imagen viviente, el estado alcanza su figura, pues la plenitud del estado es la coincidencia de imagen y figura", dirá Lezama en "Triunfo de la Revolución Cubana".

La idea de la poesía como potens y la de de Cuba como "posibilidad infinita" vienen a coincidir, en tanto la Revolución será leída sub specie poiesis, y a la vez como cumplimiento de la nación, de un destino poético inscrito en el origen. El tema maestro del origenismo —la identidad última de lo cubano y la poesía— parecía alcanzar una confirmación histórica, mientras se consumaba aquello que había sido "figurado" —y habría que otorgarle a la palabra su sentido medieval— el 30 de septiembre de 1930, pero también en la muerte de Martí, y más allá, en el título del Espejo de Paciencia y hasta en el Diario de Colón.

Surgido del vacío posrevolucionario de "los años de Orígenes", de ese ensimismamiento emprendido por un grupo de jóvenes poetas lectores de Eduardo Mallea y de Leon Bloy, para rescatar las extraviadas esencias cubanas de lo que entendían como desintegración republicana, el nacionalismo poético lezamiano pudo encontrar confirmación en la Revolución Cubana. Sí, los países pequeños podían tener historia, lo importante no era la extensión sino la intensidad, pero he aquí que, por extraña peripecia, la isla convertida súbitamente en centro del mundo, integrada en esa nueva catolicidad que en el siglo XX ha sido la Revolución, se volvía más insular que nunca, pesadillesca como "La isla en peso" o los cayos infernales de ciertos cuentos de Lino Novás Calvo, justo aquella intemperie a la que Lezama y sus cofrades de Orígenes habían opuesto tradicionalmente el interior de la quinta criolla y la amabilidad de los vitrales que tamizaban los rayos del sol tropical.

Así lo reconocía, en privado, el propio Lezama, como evidencia una anécdota relatada por Jorge Edwards en su libro Persona non grata:

"Y usted", dijo, "¿se ha dado cuenta de lo que pasa aquí?"

"Sí, Lezama", le contesté.

"¿Pero se ha dado cuenta", insistió, "de que nos morimos de hambre?"

"¡Sí, Lezama! ¡Me he dado cuenta!". Como sucedía siempre en esas reuniones, la comida, la bebida, los tabacos, habían sido conseguidos gracias a mis prerrogativas diplomáticas, detalle que el poder calificaría como una provocación intolerable.

"Es de esperar que ustedes, en Chile, sean más prudentes", dijo el poeta.

"Es de esperar", dije.

Este diálogo se producía a comienzos de 1971, una década después de la declaración del carácter socialista de la Revolución. Esta prudencia, contemporánea de la nostalgia por los tiempos republicanos que encontramos en algunos pasajes de la correspondencia de Lezama[iv], viene siendo una revancha del majá sobre la sierpe, de la prosa sobre la poesía, de la realidad sobre la imaginación visionaria, y anuncia ya esa quiebra del sistema poético lezamiano que sentimos en algunos de los poemas de Fragmentos a su imán; ese "barroco carcelario", como le ha llamado Pedro Marqués, donde la pobreza no resulta ya más irradiante.

Es esta escritura en crisis, una escritura crítica donde el discurso de la resurrección poética parece tambalearse, la que podría reivindicarse en momentos en que el legado del autor de Paradiso se encuentra en disputa. Para la oficialidad queda el nacionalismo poético, la casa-museo y la cena lezamiana al alcance exclusivo de una emergente plutocracia. (En el programa televisivo "Con dos que se quieran", muy revelador de esta última etapa de nuestro "deshielo" poscomunista, el presentador recuerda que se filma en los "legendarios estudios del ICAIC, cerca de Prado y Trocadero, el barrio de Lezama", y al final pide invariablemente a los invitados que hablen de "Cuba".) Para la literatura viva, un Lezama que se aparta del camino real del origenismo para discurrir por trillos manigüeros que no conducen en modo alguno a "las cúpulas de los nuevos actos nacientes". Si Lezama afirmaba no tener biografía, ese Lezama del futuro no tiene tampoco rostro propio ni residencia fija. 

 

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* Presentado originalmente en el coloquio El legado de Lezama / The Legacy of Lezama Lima, el 3 de diciembre de 2010 en Fordhan University, New York. El autor agradece al profesor Arnaldo Cruz Malavé la invitación a participar en el evento.

 


 [i] "Ese hombre del pre-historicismo tiene estrechas relaciones con el hombre libre a la prusiana. Porque la libertad sólo tiene sentido en Dios, para Dios, en acto para el acto y en cuanto el hombre quiere actuar sin ser regido por el sentido en el tiempo, se desconoce el tejido sutil de la historia secreta, lo que podemos llamar el silencio que se realiza."  

[ii] En su contribución al mismo volumen donde aparece originalmente el ensayo de Sarduy sobre el neobarroco, Lezama recuerda, refiriéndose a la conquista y la colonización, que "algunos medievalistas afirman que fue una edad media tardía lo que pasó por América", para enseguida añadir que "con la incorporación de una técnica y con el espíritu fragmentario de una civilización que a medias hemos incorporado, ese medievalismo ha seguido siendo la raíz de América Latina."

[iii]  Después de la Revolución de Octubre, el término "fellow traveler" (poputchik; en ruso) se usó para denominar a los escritores que simpatizaban con la revolución, pero no tomaba  parte activa en ella, o no estaban totalmente comprometidos con la ideología bolchevique. En Literatura y revolución, Trotsky dedicó un capítulo a "The Literary 'Fellow-Travelers' of the Revolution". "They do not grasp the revolution as a whole and the communist ideal is foreign to them", apuntó, sosteniendo que estos escritores eran nacionalistas, burgueses, idealistas o conservadores, apelativos que habrían de convertirse en verdaderos anatemas en el período estalinista. De hecho, luego de que el realismo socialista se convirtiera en doctrina oficial en 1934, no hubo ya más "fellow travelers" soviéticos.

[iv] Carta a María Zambrano, 23 de mayo de 1976: "Qué linda su evocación del nacimiento del alba en La Habana, cuando la luz comienza a separarse de la noche con una gran semejanza con el color de los moluscos. Sus evocaciones de La Habana, tan viva en Ud. me llevan como a un tiempo sin tiempo, que fue tal vez el mejor de todos nosotros, en alegría, en virtudes nacientes y en el llamado que nos llevaba a cumplimentar casi, como sin sentirlo, como una misión que se cumple de la manera más sumergida y misteriosa, pero la reminiscencia vuelve con sus laberintos indescifrables al principio y que después se nos regala como una fruta que en la noche impenetrable cae en nuestras manos."

 

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Duanel Díaz nació en San Germán, Holguín, en 1978. Realiza su doctorado en la Universidad de Princeton y, entre otros libros, ha publicado uno dedicado a este tema: Límites del origenismo (Colibrí, Madrid, 2005).

 

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