Unos huyen del caos que se vive en su país o de dictaduras; otros buscan salvar a sus hijas de la prostitución o encontrar un tratamiento médico para sus hijos. En conjunto, están haciendo que la actual crisis migratoria y humanitaria que se vive en el Darién colombo-panameño supere la de 2021.
El fenómeno, del que forman parte miles de cubanos, ha ido creciendo con las migraciones desde Suramérica, sobre todo desde Venezuela. Es común encontrar también en el camino a ciudadanos de países otrora receptores de migrantes, como Colombia, Ecuador, Perú y Argentina.
Hasta el pasado 30 septiembre, un total de 151.528 emigrantes irregulares habían llegado a Panamá después de cruzar el Darién. De ellos, 120.756 eran sudamericanos, entre los que había 107.692 venezolanos, 6.698 ecuatorianos, 3.068 colombianos y 2.154 peruanos.
"Me fui para salvar mi vida"
De los venezolanos, no todos salieron de lugar de origen. Muchos emprendieron viaje desde países en los que han residido durante años, y de los que la crisis económica y la xenofobia de la postpandemia los empujó a migrar otra vez.
Como en el resto de las nacionalidades, la mayoría son jóvenes que buscan nuevas oportunidades y labrarse "un futuro bajo unas condiciones más dignas", como expresó una colombiana de 22 años.
"Yo vengo de Chile. Allí nunca pude conseguir un trabajo estable y bien pago. Sobreviví tres años como payaso, pidiendo monedas en los semáforos", dijo a DIARIO DE CUBA Gabriel Musso, venezolano de 36 años y licenciado en Derecho, sobre las razones que lo llevaron a hacer esta travesía de más de 6.000 kilómetros. "Es triste decirlo, pero con tanto limosnero junto se pierde la limosna. El mercado se saturó; a los venezolanos que vivían del rebusque se le sumaron los chilenos que perdieron su trabajo, y no había semáforos y esquinas para tanta gente".
Musso aseguró que sufrió "violencia física, psicológica e insultos" por ser venezolano. "Una noche de un sábado estaba intentando completar para la habitación, y de un Mercedes Benz se bajaron cuatro jóvenes. Me tiraron al piso, por varios minutos me dieron patadas mientras me gritaban, '¡venezolano de mierda, si volvemos a verte te vamos a matar, no los queremos en Chile!'", relató. "Me partieron dos costillas y sufrí un trauma cerebral. Estuve varios días hospitalizado y, apenas tuve fuerzas, salí para salvar mi vida".
La mayoría de los emigrantes hacen el camino pese a la certeza de que tendrán que cruzar el desierto y el río Bravo como ilegales. Hasta ahora, cubanos, venezolanos y nicaragüenses habían recibido un trato más benigno por parte de las autoridades migratorias estadounidenses.
"Estoy atento a Venezuela, Cuba y Nicaragua", dijo en septiembre pasado el presidente Joe Biden. "La posibilidad de enviarlos (a ciudadanos de esas naciones) de regreso a esos países no es racional", añadió. "Estamos trabajando con México y con otros países para ver si podemos parar el flujo (migratorio)".
La semana pasada, el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, anunció a través de un comunicado un nuevo programa para controlar la migración venezolana. Las disposiciones que contiene permitirían obtener estatus legal por dos años a quienes lleguen en avión y significarían la expulsión inmediata de la mayoría de quienes crucen la frontera por México de forma ilegal.
"Quienes intentan cruzar la frontera sur de EEUU de manera ilegal serán devueltos a México y no podrán aplicar a este programa en el futuro", dijo Mayorkas, según reportó la agencia EFE. Las medidas tienen el objetivo de "reducir el número de personas que llegan a la frontera" de manera irregular y crear un proceso migratorio "más ordenado" para los venezolanos que huyen de la "crisis humanitaria y económica de su país", añadió.
Para acogerse al programa, los venezolanos deberán demostrar que tienen un patrocinador con estatus migratorio legal en EEUU y con recursos financieros para el periodo de tiempo que los migrantes vayan a residir en el país.
Desde que el Gobierno de Nicaragua estableció el libre visado para los cubanos, estos últimos han sido sustituidos progresivamente por los venezolanos en la ruta del Darién. No obstante, los cubanos son aún el cuarto grupo más numeroso (detrás de venezolanos, haitianos y ecuatorianos).
De los 4.332 cubanos que llegaron a Panamá hasta septiembre, solo 2.321 habían salido de Colombia por la única ruta habilitada, que empieza en el poblado costero de Necoclí, según las cifras que manejan las oficinas de migración colombiana y panameña. Esto significa que más de 2.000 cubanos han ingresado a Panamá por rutas más peligrosas, manejadas por "coyotes" (traficantes de personas).
Actualmente, para la migración por el Darién, Colombia solo tiene habilitada la ruta desde Necoclí, hasta Acandí y Capurganá. El único requisito exigido para comprar un ticket y subir a una embarcación en Necoclí es que el migrante registre su salida en el Sistema de Información y Registro de Extranjeros de Colombia.
"No podemos volver"
La historia de los venezolanos María Rivero Amargura, Abraham Díaz Rico y sus dos hijos condesa los dramas que se siguen acumulando en el Darién.
A inicios de octubre, cuando los coletazos del huracán Julia aún provocaban tormentas en la selva, Rivero Amargura, caminando con la ayuda de muletas, intentaba salir del campamento para migrantes de Capurganá. Su esposo, Abraham Díaz Rico, la sostenía por un brazo, mientras estaba pendiente de que sus dos pequeños hijos (una niña y un niño) no se extraviaran entre el grupo de 200 migrantes que se preparaba para tomar el peligroso camino hacia Panamá.
"En esas condiciones usted no puede tomar la selva, de seguro quedará en el camino", dijo a Rivero Amargura un guía. "Si es del lado colombiano, la podemos rescatar, pero del lado panameño es una muerte segura", añadió y separó a la familia del grupo de migrantes.
Rivero Amargura, su esposo y sus dos hijos rompieron a llorar. "No nos regresen, a Venezuela no podemos volver", suplicó la mujer.
"Papi, no, allá te matan si no te unes a los malos", decía asustado Brayan Díaz, uno de los hijos de la pareja, abrazado a sus padres.
Abraham Díaz Rico es un joven de 28 años, fuerte, musculoso y con formación militar. Según relató, salió de Venezuela para huir de la extorsión de grupos armados que le exigían integrarse a bandas delincuenciales que controlan sectores del país.
Esos grupos "extorsionan al trabajador, te roban, te amenazan, y el Gobierno de Maduro no hace nada. Una noche llegaron a mi casa, me advirtieron que en tres días tenía que unirme a ellos; si no, me mataban. Eso lo están haciendo con los jóvenes", explicó Díaz Rico.
"Malvendimos lo poco teníamos y decidimos migrar a Estados Unidos. En Colombia no nos podemos quedar, esas bandas ya tienen presencia en Colombia", dijo.
Un miembro de la oposición venezolana consultado sobre el reclutamiento forzado explicó que "el Gobierno de Maduro tiene alianzas con bandas criminales y con el Ejército de Liberación Nacional (ELN)".
"Algunas tienen tentáculos en Colombia y son muy poderosas. Por tu seguridad, yo te recomiendo que obvies esa parte", dijo a este corresponsal de DIARIO DE CUBA el opositor venezolano, quien pidió mantenerse en el anonimato.
El guía tranquilizó a la familia de María Rivero Amargura y Abraham Díaz Rico. Dijo al matrimonio que recibirían albergue y alimentación mientras se buscaba la forma de que indígenas de Panamá los llevaran a ese país.
El 7 de octubre, el matrimonio y sus hijos partieron con los indígenas rumbo a Carreto, Panamá. La embarcación en la que viajaban fue lanzada contra las rocas por una ola y se partió en dos. La familia perdió el poco dinero que le quedaba para su travesía hasta Estados Unidos, el único teléfono que no había vendido para cruzar Colombia, las cuatro latas de atún, unas libras de arroz, seis paquetes de pastas deshidratas y las pocas pertenencias con que contaban para cruzar el Darién.
"Lo hemos perdido todo", dijo Díaz Rico en un corto mensaje el 8 de octubre. "Los indígenas nos dan cobijo, nos alimentan y nos llevarán hasta el albergue de la ONU en Bajo Chiquito, Panamá, pero nos dicen que necesitamos comida, ropa y medicinas. Por favor, ayúdenos". Al día siguiente de ese mensaje, DIARIO DE CUBA perdió el contacto con la familia.
"No nos juzgue, solo póngase en nuestros zapatos"
El drama de la familia de Díaz Rico y Rivero Amargura tiene ecos en las historias de otros migrantes que se arriesgan a hacer con sus hijos la dura ruta de la selva del Darién.
Winston, el hijo de 11 años de edad de Maite González, sufre una enfermedad degenerativa que ya le impide caminar. Ella migró hace tres años de su natal Venezuela en busca de un tratamiento para el niño. Ahora intentan llegar a Estados Unidos.
Al llegar al campamento de Capurganá, los guías impidieron a madre e hijo continuar y les prometieron buscar una vía segura de enviarlos al lado panameño.
"Estoy muy agradecida con los encargados, nos han brindado alimentación, hospedaje, medicamentos y seguridad. Estoy a la espera de que abran la ruta humanitaria para continuar", dijo González.
Al ser interrogada sobre por qué arriesga su vida y la de su hijo en una travesía tan peligrosa, respondió: "Salí de Venezuela buscando un tratamiento para mi hijo, pero no encontré colaboración. Si mi hijo no cuenta con un tratamiento, morirá en pocos años. Soy una mujer guerrera; sé que lograré llegar a Estados Unidos y que allí será tratado".
En el campamento de Capurganá también se encontraban Marilyn, su esposo, sus dos hijos (una niña y un niño) y otros cuatro adultos. En un rincón, recostada contra un muro, la mujer abrió una lata de atún, que untó en galletas de soda con una pequeña cuchara. Dio doble ración a sus hijos, un trozo de panela y un vaso de agua. Luego repartió una galleta a su esposo y los demás adultos, raspó la lata y con el poco pescado que queda untó la última galleta para ella.
La lata atún, diez galletas de soda y un pequeño trozo de panela fueron el desayuno para seis adultos y dos niños antes de tomar la selva del Darién desde Capurganá. Es "para engañar el hambre", dijo Marilyn, quien no quiso revelar sus apellidos.
"No aguantábamos más, llevábamos tres años durmiendo en las calles de Lima, vendiendo dulces en los semáforos, viviendo el día a día", añadió. El viaje "lo hacemos para brindarle un nuevo futuro a nuestros hijos. No veo futuro para ellos en Venezuela y cualquier país de Suramérica. Pronto mi hija será una señorita y no quiero que por necesidad termine vendiendo su cuerpo en cualquier esquina".
"Cruzamos muchas ciudades de Perú, Ecuador y Colombia para llegar hasta Capurganá. Son miles las niñas venezolanas a las que la adversidad las ha llevado a la prostitución. No me juzgue, solo póngase en nuestros zapatos", concluyó.
El fenómeno migratorio rompe récords en 2022
En los seis años que DIARIO DE CUBA lleva cubriendo de forma permanente el fenómeno migratorio en el Darién colombo-panameño, nunca había observado una migración tan numerosa. Según datos de la oficina de Migración de Panamá, hasta el 6 de octubre de 2022 habían llegado al país por la ruta del Darién al menos 156.288 migrantes, cifra que supera la total de 2021 (130.000 migrantes).
El fenómeno migratorio ha ido en aumento mes a mes tras la pandemia y sobre todo este año. En enero de 2022, fueron 4.415; para agosto, la cifra fue de 31.055; y entre septiembre y los seis primeros días de octubre, unos 54.288 hombres, mujeres y niños cruzaron la llamada "Ruta de la Muerte".
DIARIO DE CUBA pudo comprobar que a los poblados colombianos de Capurganá y Acandí llegan diariamente entre 56 y 60 embarcaciones con capacidad mínima de 60 pasajeros cada una.
En el campamento de Capurganá, donde estaban Marilyn, su familia y el grupo con el que viajaban, los guías no pudieron hacer recapacitar a los 200 migrantes para que aguardaran un poco más tras el paso de la tormenta.
A escasos 100 metros de abandonar el poblado y empezar la trocha, los migrantes ya sufrían lo inhóspito del Darién: el oxígeno comenzaba a faltar, los cuerpos se hundían hasta las rodillas en el lodo y tenían que subir las empinadas y lisas lomas a gatas.
En el camino iba quedando un reguero de prendas de vestir, artículos de aseo, secadores, planchas para el cabello y otros objetos prescindibles para soportar la pesada carga física y mental que impone la selva, y tratar de mantenerse con vida.