Una vez escribí algo sobre una verja, una bestia tenía fijado un collar de tres palos que formaban un triángulo, amarrados los vértices, algo que me inquietó desde niña y que según mi abuelo me explicaría años más tarde, era para que el animal no se saliera del cercado. Ya dominaba la geometría y recordaba ese teorema: tres puntos no alienados no pasan por la recta.
Rejas, encierro, hierro… el hierro vulnerable como la carne, el hierro que se corroe por el salitre del mar invasor.
Cuba es un lugar lleno de rejas, simbólicas y físicas. La Habana, a sus casi 500 años, se empala no sobre concreto, sino sobre toneladas de hierro. Esas casas republicanas de puntal alto, con cinco habitaciones, tres baños, cuartos de empleados, portal y patio no dejan de impresionarme, al menos lo que deja ver el enrejado del frente.
Una va de paseo, si acaso por las barriadas de Santos Suárez, la Víbora, el Vedado, y no mira al suelo, no, mira a sus lados. Va deslumbrándose con esas casonas, envidiando a sus huéspedes. Porque para el que no es de La Habana, eso de tener una casa propia es un lujo, mucho más si se trata de estas magnas viviendas de los años 20 o 30.
Se ve ese deterioro, se anhela ese deterioro, quizás para una posible restauración, para la reconstrucción, porque estos diseños republicanos son únicos. Solo en los municipios donde no existieron estos edificios se construye desde la zapata. En ese remiendo entra la verja, la reja del portal, la cerca del patio, el muro que separa al jardín frontal con la acera y sobre ese muro, una vez más, rejas. El uso de la sobreprotección, la seguridad a toda costa por encima de cualquier estilo y diseño arquitectónico.
Mi experiencia con las rejas data desde la cuna. En el lugar donde yo nací se estaba desmantelando una Central Electronuclear, luego de su paralización con la caída del campo socialista de la URSS, del que dependía para su funcionamiento.
En la Ciudad Nuclear (CEN), se hizo una empresa que vendía a otras empresas toneladas de hierro, tuberías, aluminio, cabillas, etc. Mientras, los habitantes de la zona supieron aprovechar estos desparpajos y al margen de aquella empresa sacaron todo el hierro que estaba dentro de sus posibilidades para vender luego en la comunidad.
A aquellos extractores humanos de cabillas, se les llamó por mucho tiempo "picapiedras".
Fueron lo picapiedras los principales abastecedores de hierro y acero de la zona. Esto permitió la elaboración de corrales/jaulas para puercos y otros animales durante la crisis económica, el enrejado de los balcones y ventanas de casi todos los edificios de la ciudad, los juegos de camas de tubos de aluminio, juegos de comedor, y otros útiles domésticos. La CEN parecía una boca recién salida de una clínica de estomatología con todos los dientes empastados.
Pero la CEN no es un caso aislado.
La Habana, como el resto del país, padece del mismo mal del encerramiento. Se trata de un miedo común, el de ser robados. Nos protegemos de un supuesto ladrón, del que está afuera, siempre al acecho. Estamos en ese mismo estado de alerta de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, equipadas hasta los dientes con un ejército siempre activo y presto, con un Servicio Militar Obligatorio para cada hombre (o casi hombre) apto en cada rincón de la Isla. ¿Miedo? ¿Cautela? ¿Preparación? ¿Entrenamiento? ¿Paranoia? Cual perrito chiguagua con el repiqueteo altruista de su ladrido, acaso muestra su ¿fiereza?, o su ¿desconfianza?
Yo pienso en esas rejas como adorno, una manera de embellecer la protección, en un herrero moldeando el hierro con formas ornamentales, en lo kitsch, el mal gusto, la arquitectura de los nuevos ricos, en el receloso guardavecinos colonial. Una manera de encarcelamiento casero, una correccional abierta, o una línea divisoria, un cerco, una delimitación. Incluso puedo señalar un modernismo zambullido en las esquizoides ideas de la vanguardia racional comunista.
Pienso en la militarización de casi todo un país por lo que pueda demostrar un macho vestido de verde olivo con un par de botas encasquetadas hasta las rodillas. Pienso en ese estilo de aparente fortaleza y virilidad impuesto hace muchas décadas con el fin optimista de crear una idea de dureza inmutable. Pienso en ese chiguagua que ladra hasta el cansancio no sé para qué, detrás de una reja que no lo protege porque el canino es tan pequeño que cabe por entre las barras de hierro, y es tan suertudo que hasta carece del collar triangular.