Si al menos hubiera imaginado diez años atrás que me vería obligado a dedicarle una columna, en tono de epitafio, a ese paseo que consentimos llamarle "parque", pues me habría dado a documentar exhaustivamente cuanto allí sucedía, a recoger testimonios que a la postre le hicieran debida justicia a lo que fue G en su día.
Ese sitio, su ambiente bohemio y descarriado, dejó de existir como tal. Se perdió junto a una generación envejecida prematuramente, tránsfuga en más de un sentido. En cualquier caso, a mí me tocó vivir la decadencia de G y, aún así lucía intenso, distinto a todo lo demás; era la alternativa a la ausencia de sueños, libertades y espíritu que hipotecaba la vida y, sobre todo, la vida nocturna, en esta ciudad.
Ahora mismo, digamos sin exagerar, no existe diferencia alguna entre G y 5ta Avenida. Si acaso puede hablarse del aura perdida, significar algunas marcas que el tiempo también ha de ir borrando.
Esta crónica, de alguna manera, comenzó a escribirse dos noches atrás, cuando fui a caer en un banco junto a un amigo, poco después de las once, a terminar de sorber un poco de ron que nos acompañaba desde la tarde. Entonces, me hallé ante una tristeza indecible, que mi socio y yo no tardamos en vomitarnos discretamente, hacerla un motivo para quedarse allí un rato más a recordar, a mirar avanzar la noche con la ingenua esperanza de quien espera algo que presiente improbable: que apareciera una manada de frikis, o simplemente un piquetón de peludos trovadorescos, a ponerle sazón a ese triste paso, donde solo se advertían, una esquina tras otra, policías y más policías.
En eso ha venido a convertirse G: en un céntrico y marchito paisaje donde los policías acuden a relajarse, escapando de esa masa verdaderamente amenazante que se da cita por todo el Malecón.
Tendría unos 17 años cuando asistí por vez primera al parque. En cierto modo, llegaba allí tardíamente, puesto que había chicos hasta tres años menor que yo. Esa noche, que me pareció bastante larga y entreverada, resultó ser una iniciación en toda ley: fumé más cigarrillos de los que normalmente fumaba para impresionar a las chicas, bebí un alcohol barato que me recordó las anécdotas de mi padre y el "azuquín" en el Periodo Especial, balbuceé junto a un guitarrista desconocido un repertorio de canciones que había escuchado, pero no me sabía.
Esa noche, también, conocí al Silvio marginal, divorciado de la retórica política que escuché sobre Drexler, Charly García y Spinetta. Habré probado también alguna alquimia rara de pastillas y alcohol, y esto fue lo último que hice. O tal vez es lo último que conservo de lo que hice. Cuando volví a la realidad estaba desnudo, en el cuarto de una amiga. No puedo decir nada al respecto.
La cosa es que G me hipnotizó, y ya no pensaba en otro sitio, no había otra opción para pasar la noche. La gente me arrastraba allí o era yo el que arrastraba a la gente. Y así me pasaron los años: peregrinando siempre que podía desde La Lisa hasta el Vedado.
No pasó mucho hasta que conocí a Fernando Bécquer, un sujeto extraordinario, pero incomprendido dentro del nicho de la actual trova cubana. Bécquer era allí un decano, el tipo al que todos saludaban, con el que todos tenían que ver. Era también el artífice de un entusiasmo muy ingenuo, pero al cabo bendito, por el espacio de la Casona de Línea.
Cada domingo se reunía allí la bohemia más extravagante y decadente de la ciudad, a celebrar acordes y letras que no trascendieron más allá de aquel patio. Bécquer, sin dudas, era el rey de la peñita del domingo vedadense. Se exhibía con cierto donaire, lleno de historias, y nombres, y canciones que nadie había escuchado, sabiendo acaso que su palabra tenía el peso de una sentencia irrefutable.
He pensado desde entonces, que quizá sea el primero y el más posmoderno de nuestros trovadores; la negación de esa "bella poesía", de un lirismo soso, que aún cultivan los trasnochados que se pajean escuchando "Ojalá" o "El breve espacio en que no estás".
Sin embargo, no era Bécquer el único ni el más atractivo de los mitos en esa ruta alternativa. Aunque no coincidí con ellos en ese espacio, la banda "Porno para Ricardo" puso al descubierto un espíritu punk, cuya radicalidad la situó entre lo más contestatario que tuvo lugar por entonces. En esa misma cuerda se movían los freestyles de Aldo, Charly "Muchas Rimas", El Temba, El Sicario y otros MC de la hora y la mirada punzante de algunos escritores que acudían a sortear el acartonamiento del pensamiento nacional. Y estaban esos guitarristas y cajoneros que iban y venían toda la noche, amalgamados a los microgrupos, impulsados a tocar por un poco de ron o simplemente por encontrar compañía, alguien que prestara oídos a su perorata. Todo eso era G: un sitio que imantaba lo maldito y acaso también lo más puro y sensible de mi generación.
Una noche cualquiera, muy parecida a esta noche reciente, hará unos cinco años, vine a enterarme que la cosa estaba cambiando, que el parque ya no era el parque de siempre, que comenzaban a cerrarse lenta pero indeteniblemente las puertas de una época. Mi primera frustración fue al notar cómo a medianoche un pelotón de policías restringía la zona de esparcimiento desde la Calle 17 hacia arriba. Además, llegados a ese punto, también quedaban vedadas las bocinas y cualquier otro intento de escandalizar en la zona. Otra cosa, acaso muy determinante, que retrataba la nueva política pública: prohibieron la venta de alcohol durante la noche, en los sitios estatales cercanos.
Creo que con esto basta para sospechar lo evidente: alguien ya no quería que los jóvenes se reunieran allí, a alguien le incomodaba, al extremo del temor, todo lo que allí sucedía, el espíritu de liberación que transpiraba esa calle.
Entonces, desde luego, la represión comenzó con un corte sutil, volviendo insoportable la estancia allí. De un momento a otro, el goce se volvió clandestino: no podías comprar ron, pero tampoco podías llevarlo de forma visible. Quedó marcada una delgada línea entre lo legal y lo que está "fuera de la ley", y precisamente desde este segundo, impreciso espacio, actuó el cuerpo represivo.
En cualquier caso, no eran esos los tiempos más radicales, y la purga sucedió relativamente fácil, sin resistencia aparente. Meses más tarde, el parque se convirtió en una zona muerta, donde azarosamente se encontraba a alguna pareja y su perro, pero nada que alterase el tedioso ritmo de la noche. Y así se ha mantenido hasta hoy, sin que nadie se lo cuestione o indague en los límites de lo permisible.
La actual portada de G es bastante oscura. Algo absurdo al pensar que es una de la arterias principales del Vedado. Ya no invita a quedarse, ni siquiera a pasar por ahí. Ha muerto a manos del sistema y su complot totalitario. Y lo peor: en su luctuosa imagen se descubre también la muerte de una generación.