Una resolución legal para combatir el maltrato al público en un país en que la ley está hecha para reprimir y castigar todo reclamo de los derechos de la ciudadanía... Parece humor negro y de hecho lo es, de aquel que aflora naturalmente de las situaciones más paradójicas.
Sería ocioso insistir en la injustificada demora de esta Resolución 54/2018 del Ministerio de Comercio Interior, primer amago por legalizar los derechos de los consumidores cubanos, luego de largas décadas en las que, por causa de una malformación general que ya devino endémica, los empleados de todo tipo de servicio público actúan convencidos de que es su clientela la que debe servirlos a ellos, y no al revés.
Quizá sobrarían también las suspicacias en torno a las ocultas motivaciones (siempre las hay) que impulsaron al régimen a legislar sobre el asunto tan a destiempo. ¿Para utilizar el decreto como un instrumento más contra la pequeña empresa privada? ¿Por seguir engrosando el catálogo de leyes fantasmas cuya única función es aparentar institucionalidad y eficacia administrativa ante el turismo y los organismos internacionales?
Por delante de su irremediable tardanza, o de las dobles intenciones con que el castrismo pueda haber lanzado esta resolución, su humor negro radica en lo absurda que es.
Si las empleadas de limpieza no dejan transitar a los enfermos por el pasillo que conduce a la consulta del médico, sencillamente porque están pasando el trapeador con agua sucia en el horario de atención al público; o si los burócratas abusan a su antojo del tiempo y la paciencia de quienes les pagan por ser atendidos; o si los empleados del comercio y la gastronomía reciben a los clientes como si fueran intrusos que se cuelan en sus propiedades privadas... ello no se debe únicamente —como suele decirse— a su falta de idoneidad laboral ni a las grandes lagunas de su formación en la casa o en la escuela.
El aniquilamiento de la cultura del buen servicio es, ante todo, consecuencia y expresión del sistema de gobierno que hemos padecido los cubanos durante varias generaciones. Los representantes del régimen, todos, desde el presidente hasta el último funcionario, materializan la mayor evidencia del problema, puesto que en vez de asumir el papel que les corresponde como servidores públicos —y nada más deben hacer para honrar su cargo— invirtieron los términos desde el primer día, convirtiendo al público en su servidor.
Como en las antiguas monarquías, Cuba está demarcada por pequeños feudos. Este engendro de rancio feudalismo llega a un colmo en que deja de ser funcional hasta para los propios intereses del rey, y pasa a ser apenas una contraproducente pesadilla surrealista.
En la cima, aparecen los caciques del régimen como soberanos absolutos. Luego está el poder subalterno, que ha distribuido sus parcelas de acuerdo con la influencia de cada grupo o individuo, según sean más y menos cercanos al rey. En esa dirección va descendiendo la pirámide invertida hasta los más ridículos extremos. De modo que todo aquel que tiene en sus manos algo que necesitan los que están por debajo en la escala, hace un feudo de esa limitada porción de dominio. Y al final solo quedan los siervos de la gleba, entre los que también se crean feudos ínfimos, como el de los empleados de servicios públicos.
En tales circunstancias, un decreto para proteger los derechos del consumidor está destinado a funcionar como un colador sin huequitos. En fin, otro espectro del sistema legal castrista.