Los gobernantes cubanos, aferrados al poder e incapaces de avanzar en sus reformas económicas, parecen decididos a poner retrancas a toda iniciativa autónoma de la sociedad. A las limitaciones al emergente sector privado se suman orwellianas razias contra artistas, comunicadores y activistas ajenos a la oficialidad.
Las universidades expulsan a profesores, los policías asedian a las escasas ONG toleradas, la censura alcanza a iconos de la música pop. Actitudes típicas de una elite política envejecida, temerosa y mediocre, enfocada —en términos foucaultianos— en vigilar y castigar.
Frente a ese panorama, el segmento cívicamente activo de la sociedad cubana está reaccionando de diferente forma. Allende el activismo opositor, aparecen grupos relacionados con temas identitarios —étnicos, ambientales, sexuales, etc— que sostienen posicionamientos creativos. Surgen plataformas que proponen reformas bien fundamentadas al orden vigente; buena parte de ellas desde tradiciones socialistas y democráticas. Sin embargo, todavía persisten usos del lenguaje académico que, junto a algunas verdades bien dichas, abonan más a la confusión de las audiencias y la legitimación del status quo que al pensamiento crítico. Usos que no permiten, cabalmente, vivir en la verdad.
Hoy, a diferencia de hace apenas una década, los intelectuales cubanos disponemos de mayor libertad de movimiento, amplios intercambios con nuestros pares foráneos, evidencias del conservadurismo oficial y mejor acceso —internet mediante— a información y bibliografía ajenas al control del Gran Hermano. No hay, por tanto, justificación intelectual para distorsionar la realidad. Conceptos como democracia, sociedad civil y deliberación pueden ser pensados más o menos progresistamente, existir en grados diversos. Pero suponen un estatus básico desde donde se desarrollan o, simplemente, sobreviven. Cuba es hoy una autocracia donde imperan la civilidad precaria y la participación heterónoma. Entonces, ¿no sería mejor analizarla, al margen de nuestros nobles deseos, invocando a Carl Schmitt en lugar de a Jürgen Habermas?
Tampoco hay demasiado rédito político al confundir necesidad y virtud. En Cuba la esfera pública es, como el Estado que la rige, un fenómeno autoritario. En su seno, los espacios negociados —que subsisten entre la acomodación leal y la presión gremial— reproducen la lógica del poder. En ellos se practica la personalización del mando, la fragmentación de los públicos, la exclusión selectiva de temas y participantes. En Último Jueves, el espacio de la revista Temas, por ejemplo, ¿no han sido caprichosamente excluidos ponentes invitados y públicos asistentes? ¿El organizador no ha devenido censor, seguramente por presiones ajenas a su voluntad? ¿El pluralismo de ideas aceptables no se detiene ante las personas y agendas de la oposición política? ¿Cuál es, en consecuencia, la frontera entre ponderar su existencia —como espacio de lo posible— y celebrar —acríticamente— sus limitaciones?
Que bajo una dictadura existan sitios donde la gente se sienta algo más libre es preferible al imperio total del silencio. Cuba es un poquito mejor porque subsisten estos foros de debate autorizado, donde la gente —en especial los jóvenes intelectuales y estudiantes— pueden intercambiar sus ideas y criterios, de un modo levemente parecido al de la normalidad democrática. Pero no podemos celebrarlos sin considerar también los tiempos —y los costos— de no poder trascenderlos, sin reparar en la repetición circular de rostros y temas, sin interpelarnos por su coexistencia con la degradación, el empobrecimiento y la autocratización de la sociedad, la academia y la política insulares. No se trata del dilema del vaso medio lleno o vacío, sino de que se está evaporando el líquido vital de la nación. Y algunos, inmersos en sus circunstancias, elecciones y nichos, no parecen querer verlo.
Este artículo apareció originalmente en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor.