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Opinión

Revolución y suicidio

El anuncio del suicidio de Fidel Castro Díaz-Balart pudo no ser una muestra de debilidad, sino de fortaleza.

Miami

El suicidio siempre será un golpe al corazón y el alma de los seres humanos. Una pregunta sin respuesta. Una incógnita cuyas causas son tan individuales como insondables. Solo la persona humana tiene absoluta conciencia de vida. Ponerle fin voluntariamente no solo pudiera ser el mayor de los absurdos, sino se prestaría también a una infinidad de elucubraciones y teorías conspirativas.

De algún modo, las revoluciones también suelen ser suicidios sociales. La teoría de los cambios cualitativos, las condiciones objetivas y las subjetivas, no explican en su totalidad por qué una sociedad se autodestruye; todas sus instituciones y su pasado —lavado con sangre— son echadas en una hoguera, para empezar una supuesta nueva y mejor vida de la cual, con frecuencia, no se tiene ni idea de cómo podría ser.

Gracias a nuestra tradición y cultura judeocristiana, el suicidio suele verse en nuestras sociedades conservadoras como una muestra de debilidad, de renuncia. Tal interpretación tiene fundamento teológico en que dar la vida y la muerte no corresponde al individuo, sino a un ser superior. En otras culturas como la asiática, en específico la japonesa, el harakiri es una muerte honorable; en otras, internarse en la estepa o en la selva son muestras de suicidio altruista cuando se ha llegado a cierta edad.

En el caso que nos ocupa, el Occidente comunista —paradójicamente de raíces idealistas, judaica y cristiana—, la muerte por mano propia es vista como una traición. Según el canon marxista, ningún revolucionario, cuyo deber sagrado es "morir combatiendo", puede acabar con su vida si no es en condiciones de heroicidad, cuyo paradigma histórico insular es la frustrante inmolación de Calixto García. Tema delicado pues, el estudio del suicidio en Cuba hasta hace pocos años debía estar autorizado por el Ministerio de Salud Pública al máximo nivel; los datos guardados con celo por la policía política y los ideólogos del Partido Comunista.

Es por esa misma razón que el anuncio temprano del suicidio de Fidel Castro Diaz-Balart se ha prestado a un sinnúmero de interpretaciones más allá del curso, a veces inevitable, de las depresiones profundas y las psicosis graves. ¿Por qué habría el régimen de publicarlo con todas sus letras tan rápido? ¿Por qué en otras épocas "embarajar" la muerte de Haydée Santamaría, y de Osvaldo Dorticós, dos pesos pesados de la historia reciente cubana? ¿Estamos más que ante una conspiración de urdimbre mafiosa ante un cambio de paradigma en el cual los revolucionarios pueden ser débiles, homosexuales, suicidas e incluso corruptos al más alto nivel y todo debe saberlo el cubano de a pie antes que se lo digan "desde afuera"?

Puede no haber nada extraordinario en la muerte de "Fidelito". Debía haber tenido una vigilancia estricta, sin acceso a ningún arma potencialmente letal. Y debía haber recibido la mejor atención psiquiátrica en la Isla, incluyendo antidepresivos modernos, eficaces. Pero quienes saben de estas cosas dicen que el suicidio no siempre es evitable; que el dolor que produce una depresión o la mortificación de un cáncer terminal hacen que la persona humana solo encuentre alivio quitándose la vida.

Como siempre, han comenzado especulaciones en torno a este evento, desagradable y ciertamente indescifrable. De ningún modo pudiera verse la muerte del primogénito como una señal de pugna intrafamiliar, a secas. No tiene mucho sentido: la sucesión dinástica va sobre ruedas. Tampoco sabemos de la frustración con el curso de la revolución cubana. Es algo que solo la familia cercana pudiera atestiguar.

Lo más creíble es que debe haber sido demasiada carga tener sobre los hombros el fantasma de ser el primer hijo de Fidel Castro. Con las distancias del tiempo y las naturalezas,  fue tal vez la misma desazón que rondó a Yákov Dzhugashvili, primogénito de Stalin, y a Laura Marx, hija de Carlos y esposa del santiaguero Paul Lafargue, fallecidos ambos en un pacto suicida.    

El verdadero suicidio de toda revolución está en el no-cambio, en su conversión, tarde o temprano, en dictadura y no en democracia. La persona, el revolucionario, lleva dentro de sí, como el Doctor Jekyll y el señor Hyde, el camino de la vida y el de la autodestrucción. Depende del personaje que alimente más.

En el caso de la revolución cubana, su marcha indeteniblehacia el suicidio está en querer ocultar sus descalabros y sus suicidas; en pretender que todo está bien cuando todo el mundo sabe que está muy mal; en seguir por los senderos del triunfalismo cuando todos ellos saben, mejor que nadie, que solo un milagro puede hacer reflotar una economía ineficiente, minusválida, parásita del exterior.

Y desde esa perspectiva, y a pesar de los pesares, el anuncio del suicidio de "Fidelito" no es una muestra de debilidad, sino de fortaleza. Los tiempos de los héroes impolutos e intrascendentes parecen ir quedando para los libros de historia, con una sola excepción, por supuesto. Muy conveniente sería empezar a seguir estos nuevos tiempos ideológicos en la Isla de la futuridad perpetua. Las "debilidades" de sus hombres ya no dicen nada acerca del proceso en marcha sino todo lo contrario.

La revolución cubana —que desde hace tiempo es más una entelequia que una realidad palpable— empieza a dejar de devorar a sus propios hijos para que ellos se devoren a sí mismos en su afán de sobrevivencia egoísta.  

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