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Política

Morir sin cadenas es vivir

El fallecimiento del ex ministro de Cultura Armando Hart es otro paso hacia el fin del castrismo. Los sucesores carecen de ideas y de capital político.

La Habana

El fallecimiento reciente de Armando Hart Dávalos es un aldabonazo más en la puerta de ese Hades insular que va dando más preferencia a las cenizas de la cremación que a la inhumación de todo el cuerpo, tal vez por miedo a un futuro festín de revancha, huesos mediante. La muerte de quien durante más de medio siglo ocupara altas posiciones en el Partido y el Gobierno cubanos, podría indicarnos la proximidad física del relevo, no por voluntad política, sino porque como el agua, el deceso humano limpia, y debe purificar la vida de quienes sobreviven.

En el caso del finado Hart, a quienes le conocieron bien —y no tuvieron que adularle— les dejó una estela de malos recuerdos; quienes no lo sufrieron, varios y discordantes ensayos. De ellos no es rescatable una sola idea original, ni siquiera esa de machacar la probable relación intemporal del pensamiento martiano y el castrista. En su obra, como en la de muchos otros, hay cañonas para unir el pensamiento de los dos cubanos más universales, aquel que murió en combate en Dos Ríos, y el que falleció en Punto Cero languideciendo de oscuras patologías.

La labor del extinto ex ministro de cultura, y hasta su fallecimiento director de la Oficina del Programa Martiano —una suerte de botella para controlar lo que se puede y lo que no se puede decir sobre José Martí—, fue fiscalizar toda la producción intelectual y artística en los "peligrosos" años 80 y 90. Entonces, y como en un segundo aire, los pensadores del defenestrado Departamento de Filosofía y la revista Pensamiento Crítico comenzaban a resurgir en el Centro de Estudios de América, y algunas cátedras universitarias.

Lo paradójico del hecho es que Hart, como antes otros, tuvo bajo su mando a verdaderos intelectuales. Aunque no visible, Cuba ha sido una incesante fábrica de ideas políticas, económicas, sociales y filosóficas. Pero la mayoría de estos pensadores y su producción ha sido ahogada a conveniencia del régimen. Tuvimos cientos de institutos y cátedras con miles de investigadores con acceso a información controvertida y avanzada; los profesionales de las ciencias sociales y económicas han viajado por el mundo; han pasado maestrías y doctorados en las mejores universidades; la presencia de científicos sociales cubanos en congresos internacionales es bienvenida, apreciada su participación.

Este último deceso también nos acerca, simbólicamente, al fin de lo que pudiéramos llamar "ideología revolucionaria cubana primaria"; un menjunje de ideas inconexas e impracticables que como una montaña rusa del pensamiento, de caídas libres y subidas lentas, es más una filosofía de la sobrevivencia que un aporte teórico y práctico a la llamada construcción del socialismo. El principio básico que ha regido hasta ahora, y del cual el mentado difunto era genuino representante, es que el control político está y estará siempre por encima del bienestar de la sociedad toda: el Partido, no la gente; el CDR más necesario que la bodega; el Gramma primero, la internet en el contén, si acaso.

Aún quedan en Cuba profesionales de las ciencias sociales muy capaces; y cuando la mordaza afloja, y sus pantalones aguantan, dicen lo que piensan —poco pueden escribir. La mayoría ve como la Isla-nave avanza sin rumbo, al pairo, con un nivel de improvisación que ya no es posible entrando en la tercera década del siglo XXI. Que el socialismo de corte leninista-estalinista es impracticable, es una verdad tan grande como un catedral. Pero también es cierto que por simple biología los controladores del pensamiento son cada día menos originales, tuvieron menos "cuna" y carecen de capital político-histórico.

Poco a poco esa Isla-nave comienza a hacer aguas ¿teórico-prácticas?. O acaso siempre hubo filtraciones, taponadas eficaz y rápidamente. En parte porque los controladores van desapareciendo, en parte porque es insostenible el discurso de barricada sin frijoles —¿cañones para qué?—, van aflorando proyectos, ideas, consensos en la sociedad civil y la intelectualidad cubanas que ponen contra la pared el tradicional discurso de David contra Goliat, de víctima-victimario.

Los nuevos rancheadores del pensamiento libre e independiente, para su muy mala suerte, carecen de un poder de persuasión que asusta. Asusta porque la única manera de sostener una mentira es con represión y odio inducido. Los novísimos controladores no solo carecen del juicio sencillo, sino de las evidencias: el pueblo cubano de hoy está más hambriento, más mal vestido y peor informado que nunca. Y también con mayores deseos de irse hasta Tombuctú. Pero quizás sea un pueblo cada día más libre de corazón: por cada eslabón de la cadena que se suelta, y se pierde en la eternidad, el yugo afloja; de esa manera hay nuevas motivaciones para sobrevivir (les).

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