Hace al menos un par de años que sostengo intercambios informales con algunos amigos y amigas de mis tiempos universitarios, sin contenido político, sobre dos temas, entre psicológicos y culturales, que tienen que ver con los fundamentos de nuestra posible convivencia cívica, y con la proyección de nuestros comportamientos hacia los demás. Cada 15 días viene siendo la cosa. Y yo acudo sin falta o mejor dicho, siempre que puedo.
De esos intercambios surgió un proyecto informal, entre té y vino, cuyo nombre una amiga psicóloga nos impuso: Conversación Autorreflexiva Elegante (CAE). Autorreflexiva significa vernos por dentro, en un formato de diálogo abierto, sin intentos compensatorios de exportar nuestros rasgos poco elevados. A la argentina, por ejemplo. Elegante implica que cuando uno de los interlocutores nos señala lo que cree un defecto nuestro, tenemos que mantener la cara de póker, esbozar luego una sonrisa madura, controlar los gestos del cuerpo, y sin justificarnos. En este tipo de conversación debemos conservar la calma cuando se nos dice, como fue justo mi caso: Manuel, eres un arrogante con maneras afables. Probablemente otras cosas también.
Nuestras preocupaciones iniciales para fundamentar el proyecto provenían de la observación cada vez más recurrente de cómo vienen prevaleciendo entre cubanos —bajo la mirada indiferente de dios, en todas las versiones posibles, y con la mano solícita del diablo, en sus diferentes aproximaciones— aquellas actitudes que exactamente destruyen la base de cualquier coexistencia civilizada, elegante y decente.
La envidia; la mentira como construcción de la personalidad; la violencia; la intolerancia; la falta de correspondencia entre los valores cantados y los comportamientos cotidianos; el cinismo alegre; la ira; la transferencia permanente de la culpa; el desdén por los argumentos y el pensamiento complejo; la arrogancia autopropulsada; la falta de reconocimiento público de los propios errores, ligada a la dureza y a la alta vara moral con la que tratamos los errores ajenos; lo débil de nuestro sentido del humor, que siendo algo más que la capacidad para hacer reír, resalta sobre todo la capacidad para reírse de uno mismo; la irresponsabilidad por los actos fallidos; la inseguridad manifestada como fuerza; la indiferencia ante el dolor de los demás; la intransigencia ante el miedo y las debilidades ajenas que solo expresan lo humano; la creencia de que todo gira siempre y con puntualidad alemana alrededor de Cuba; la percepción de que, excepto nosotros, el resto del mundo está equivocado y —el inventario podría ser tan largo como sutil nuestra capacidad intuitiva de percibir defectos— la alegría que nos produce el daño sufrido por, o la desaparición de, nuestros competidores o enemigos: reales o inventados.
Uno de los participantes en la Conversación, con un raro y profundo conocimiento de la historia de las mentalidades, trae a todos los encuentros un punto singular, ilustrado siempre con una anécdota: nuestra capacidad para entrar, dar vida y propagar historias de enredo (el consabido chisme). Y curioso: su observación es que los hombres cubanos le ganamos a nuestras coterráneas a la hora de armar enredos sin base en hechos probados, comprobados y contrastados.
Nadie se asuste. Ninguno de los que dedicamos nuestro tiempo a esta Conversación, que algunos podrán considerar extravagante, cree que se trata de defectos cubanos. De ninguna manera. Todas las culturas, todos los países y todas las épocas están poblados por seres humanamente defectuosos. Así que nada de exclusividad. Una amiga colombiana nos refirió un dicho muy popular en su país que reza así: los colombianos mueren más de envidia que de cáncer. Y poniendo a prueba nuestra capacidad para recibir críticas, agregó: hasta que aparecen los cubanos.
Lo propio nuestro, lo que nos distingue en la combinación de defectos, es que los normalizamos, los sublimamos y los vivimos con orgullo acrítico. Casi son virtudes: o de la supervivencia o del ser nacional. El resultado de ello es triple: borrar los valores como base de referencia para la convivencia, infantilizarnos frente a las consecuencias de nuestras actitudes y la tendencia a la destrucción cívica mutuamente asegurada. Y peor: nos cuesta trabajo reconocer que tenemos defectos. Recordemos un dicho nacional: primero muerto que desprestigiados. Y para nosotros el prestigio pasa por ocultar lo feo.
En la política
Mis amigos, que detestan la política, sin detestarme a mí, eso dicen, me propusieron hace un tiempo llevar la experiencia a mi mundo. Su criterio es: si una elite visible no comienza a conducirse y a relacionarse como es debido, no hay opciones de recuperación. Y lo dudé hasta que hace unos días tuve una charla con una Dama de Blanco, humilde, valiente como no lo soy yo, y con el suficiente sentido común para darse cuenta que quienes quieren la democracia para su país deben comportarse mejor entre sí.
Por eso me animé a redactar este texto, a compartirlo con quienes quieran leerlo y criticarlo, y a proponer CAE, al menos, a quienes trabajamos en la Plataforma Ciudadana #Otro18 y en la Mesa de Unidad de Acción Democrática (Muad).
Tal y como van las cosas al interior de la sociedad civil será la implosión cainita, más que la explosión represiva de la policía política, la que liquidará el largo esfuerzo cívico que se remonta cuando menos a los años 70 del siglo pasado. Como dice Héctor Schamis, un amigo argentino, profesor y periodista, no hay sociedad civil posible sin civilidad. Sin buenas maneras. Una de las primeras cosas que necesitamos hacer es, por tanto, como también dicen los colombianos, desarmar las palabras.
Llevar CAE al mundo cívico nace de tres preocupaciones. Primera: la política y lo político, que solo tienen un desarrollo pleno en democracia, dependen de los modos de convivencia es decir, de la cultura hacia el diferente. Segunda: sin una reflexión honesta y abierta sobre nuestros defectos será muy trabajoso sentar las bases de una democracia sin toxinas. Y tercera: la manera en la que nos conducimos con los demás no nace de la empatía —que no necesariamente tiene que ser simpatía—, esa que, colocándonos en los zapatos del resto de nuestros conciudadanos, nos impide cuando menos matarnos entre nosotros. Entiéndase: muerte cívica y moral.
La cosa pasa por vernos, para empezar, a través de Indagación del choteo, un buen libro escrito por Jorge Mañach, y El profeta habla de los cubanos, un pequeño texto inestimable, atribuido a Luis Aguilar León, un periodista cubano muerto en el exilio, al que acudo con frecuencia cada vez que se me asoma la más mínima posibilidad de pensar bien sobre mí sin contrastes.
El desafío personal para quienes trabajamos el mundo cívico y político es el de convertir una meta en conducta: la democracia en un demócrata, la tolerancia en un tolerante, la honestidad en un honesto, y así hasta el infinito de los propósitos de la sociedad buena.
Ese desafío lo estamos desafiando. La Dama de Blanco con la que conversaba me comentó, horrorizada, las perlas envenenadas que lee en Facebook, que tiene la tendencia a convertirse en un solar cibernético, o en los correos que llegan a su buzón, lanzadas por unos contra otros o por muchos contra muchos. Sin mencionar nombres, como corresponde a la conversación ética de altura, describía cierta degradación del lenguaje y de la lengua públicos que le (nos) preocupa porque están articulados por quienes se supone debemos levantar el edificio cívico de la democracia.
¿Por qué asumir cierto reguetón filológico?
A decir verdad, todos los países, culturas y épocas tienen los cultores del llamado lenguaje bajo, duro y directo. Quien se atreva a leer Mímesis, un magnífico libro de Erich Auerbach, encontrará ejemplos de lenguaje rudo y grosero para todos los gustos. Algún reguetón por ahí lo actualiza. Lo que parece inconcebible en cualquier país, cultura o época es que quienes asumen la responsabilidad de reconstruir el ambiente social descuiden la principal herramienta para semejante propósito: la palabra. En la ciudad, donde nace lo cívico, y en la polis, el lugar de la política, la palabra es lo principal para ordenar la vida en diferencia. Mejor dicho y con brevedad: sin el lenguaje del respeto no se pueden levantar ni la ciudad ni la política, los espacios de la diferencia y por ende de la democracia.
Es interesante porque sabemos captar la decadencia del régimen cubano por el uso denigrado que hace de la palabra, por su a veces ingeniosa capacidad, hay que reconocerlo, para montar bretes de Estado y por el uso desmedido del adjetivo en sus relatos y narrativas contra sus adversarios; todo lo cual revela incapacidad para la conversación argumental. Pero, ¿cómo entender la esquizofrenia que se produce en nosotros cuando el ascenso repentino de los instintos básicos nos conduce por los mismos vericuetos psicológicos sin salida del Gobierno cubano y sus narradores ideológicos? ¿Por qué asumir cierto reguetón filológico en lo cívico y político?
Eso es autodestructivo. Y fatal para la civilidad de la sociedad civil. El concepto inglés de la posverdad revela ese instante, que ya se va haciendo eterno, en el que convertimos nuestras creencias y prejuicios en hechos. Todos tenemos nuestras creencias y nuestros prejuicios. El punto importante aquí es que las sociedades maduras hacen constantemente el ejercicio de poner distancia entre lo que creen y los hechos que son. En una sabrosa conversación periodística que leí, un político le respondía a otro que defendía su opinión como un derecho para construir los hechos convenientes: tienes derecho a la opinión, no a los hechos.
El uso empobrecido del lenguaje es el camino para sustituir los hechos y los argumentos por el intento de destrucción moral y psicológica del adversario. Las creencias y los prejuicios, hoy, lo son más sobre los otros, los diferentes, que sobre la posición de la tierra. En esta pelea primaria rara vez se logra aniquilar el blanco escogido, aunque solo sea por el hecho del envejecimiento prematuro de la noticia en un mundo saturado de otros hechos, otras noticias y otras creencias. Sí se alcanza, voy a decir que involuntariamente, un par de blancos: la propia salud mental y física y las bases de la convivencia (coexistencia) pública.
El neolenguaje ("libreta de abastecimiento" es una buena muestra de nuevo idioma), la boca soez y la profusión de adjetivos en los discursos son partes de la estructura lingüística de las sociedades inciviles propias de los totalitarismos. Imitar la construcción totalitaria del Gobierno cubano y de sus compañeros de ruta es un mal punto de partida para la cultura cívica que precede y acompaña a las sociedades democráticas.
Al final del día, no hay que amarse a través de la lengua. Solo que el respeto hacia los que creemos no lo merecen, es el comienzo del autorespeto que hace posible la sociedad civil: la meta hecha conducta. En un mundo como un pañuelo, donde se extrañan adultos en la sala.
Ya un grupo de amigos y amigas de #Otro18 y de la Muad comenzaremos la Conversación Autorreflexiva Elegante. Crecimiento humano a través de la exposición abierta de ciertas fealdades. ¿Se acuerdan de aquello de la destrucción creativa, que dijo un famoso economista? Por ahí vamos.