No son mendigos ni ancianos dementes que deambulan las calles, la curva de edad es amplia y su comportamiento social se ajusta al patrón de vagabundos. Plantan su "campamento" y mantas percudidas en portales de arterias como la Avenida Carlos III, la Calzada de 10 de Octubre o la del Cerro. Allí intentan vender al transeúnte los más variopintos —y en su mayoría rotos— objetos.
Estos individuos todavía no tienen un "nombrete popular", pero algunas personas se refieren a ellos como "tarequeros". Muchos son originarios de otras provincias del país, casi todos provienen de barrios desfavorecidos, y no pocos exhiben señales evidentes de vivir bajo un alto consumo de bebidas alcohólicas.
"Lo que venden son tarecos que recogen de los basurales", dice Regina Ojeda, pero sin dejar de mirar varias esteras donde los tarequeros ofertan docenas de botones dispares, un walkman TDK, una plancha sin enchufe, grifos incompletos, una caja de puntillas oxidadas de todas las medidas, carcomidos adornos de yeso, una muñeca negra sin brazos, entre otros objetos.
"Recuerdan aquellos 'planes tareco' que organizaban los CDR y las empresas de materia prima, donde uno depositaba en un lugar indicado la trastería inservible que tuviese en su casa y luego venían camiones a llevarse todo aquello. Los tarequeros hacen lo mismo, recogen todo lo que bota la gente y lo ponen aquí, lo único que es para venderlo".
Vecinos y funcionarios de oficinas cercanas a los lugares donde los tarequeros exhiben sus "mercancías" se han quejado a las autoridades, argumentando que "son cuadrillas de vagos, afean y ocupan el entorno público y escandalizan cuando el grado de alcohol es alto".
Hortensia de la Vega, quien reside en las cercanías de la Casa de la Cultura del municipio 10 de Octubre, asegura que los trabajadores de la galería ubicada frente a esta institución "se han quejado miles de veces, porque estos sujetos ocupan todo el portal con la consecuente problemática".
"Pero lo único que sucede es que la Policía los amenaza con multarlos por escándalo público, o en ocasiones los conducen a la estación y los liberan horas después. Con toda esa tarequera inservible que venden se compran alcohol de dudosa calidad, ni siquiera alimentos. Siempre andan sucios y oliendo mal, son andrajosos y esa no es la cara que el país debe darle al mundo".
Los llamados tarequeros realmente se han vuelto virales, son casi como una tribu urbana que crece. Apenas tres años atrás eran unos pocos. Entonces eran casi siempre "los alcohólicos del barrio", hombres mayores que recogían lo que se encontraban tirado en las calles, se reunían en cualquier esquina y con la venta compraban ron de mala elaboración.
"Ahora son un tumulto que incluyen hasta mujeres y los he visto de 'veintipico' o treinta años de edad", comenta Belia Collazo, quien vive cerca de Carlos III.
"Al principio no llamaba la atención porque ver mendigos, indigentes o a los famosos buzos en las calles cubanas se ha vuelto natural. Pero ahora brotan, se multiplican, son estridentes y andrajosos. Lo que no me explico es para qué la gente compra los tarecos que venden. Por lo general son cosas inservibles, aunque es cierto que te encuentras algún objeto antiguo, como tenedores de alpaca o viejas placas de anuncios de Canada Dry o jabón Candado".
Daniel, director de arte en el teatro, dice que a él los tarequeros le "vienen como anillo al dedo".
"He realizado direcciones de arte y diseñado tramoyas y utilería con las cosas que les compro. Venden barato y te sorprendería los objetos que te puedes encontrar en sus mantas de venta. En sí mismos, ellos son una puesta en escena que relata la otra parte de una capital, de un país que se va a bolina. Además, conozco la anécdota de alguien que tiró a la basura un trasto viejo y, semanas después, le compró a los tarequeros un trasto semejante porque le hacía falta. Es que nunca sabes cuándo vas a necesitar un tareco en el país de los tarecos".
Al ser preguntado sobre por qué llevaba este tipo de vida, uno de los individuos, joven de apenas 28 años que "acampa" en el portal del antiguo cine Maravillas, en el Cerro, dejaba una respuesta sorprendente casi al mismo tiempo que le explicaba a una señora sesentona que aquel adorno que ella miraba mucho era "de biscuit".
"Trabajarle al Estado no tiene sentido, te morirías de hambre si intentas vivir con sus salarios".