En Cuba, los que nos dedicamos a la enseñanza, en cualquiera de los niveles de instrucción, no lo hacemos por dinero. Por lo menos, no en primera instancia.
Descontando algunas docenas de profesionales selectos del gremio profesoral que viajan constantemente al extranjero como parte de las misiones del Ministerio de Educación y el Ministerio de Educación Superior, la mayoría de los miles de trabajadores del sector pedagógico sobreviven con ingresos que, aunque están por encima del salario mínimo interprofesional, no alcanzan siquiera para cubrir los gastos de la canasta básica de alimentos.
Esta verdad demoledora, que podría ser a no dudarlo una de las causas de los retrocesos que perciben muchos cubanos en el campo de la educación pública, universal, gratuita y laica, se ha intentado revertir con experimentos pedagógicos cosméticos que apenas han surtido efecto.
La irrupción de las clases televisadas, la entronización de la figura deficiente del profesor general integral en la enseñanza media y el traslado a La Habana de cientos o miles de profesionales del sector provenientes de otras provincias, sin olvidar la reincorporación de los maestros y profesores jubilados para cubrir el déficit de pedagogos en ciertos territorios, hablan a las claras de un fallo sistémico.
Los resultados negativos de los exámenes de ingreso a la educación superior, de los cuales participé ya fuese calificándolos o cuidándolos, y los escándalos recurrentes en la compraventa de los mismos, supone a su vez otro botón de muestra de cierto resquebrajamiento moral con una motivación económica y financiera en su base.
Aun cuando desde los ministerios comprometidos se insiste en minimizar el impacto de la crisis docente, algo se mueve en otra dirección. Hacer acto de negación de la situación educativa existente supone incurrir en un error de apreciación con graves repercusiones a corto plazo.
Mientras tanto, otras iniciativas y prácticas, no tan perceptibles a simple vista, amenazan la integridad estructural y ética del modelo e ideario sicopedagógico vigente, partidario de la gratuidad y la inclusión. La privatización paulatina y velada de la enseñanza es una situación a la que pocos hacen referencia, sobre todo de la educación para los adultos jóvenes.
No demerito los servicios de la enseñanza de idiomas que suministra la Alianza Francesa, con su sede principal en La Habana y otra filial en Santiago de Cuba, ni siquiera de las emergentes escuelas de idiomas para niños que comienzan a florecer en el Vedado y en Playa, que a su modo cumplimentan el objetivo primordial de dotar a los estudiantes cubanos de una cultura general, integral y orgánica, carísima aspiración del modelo educativo insular.
Tampoco hago ascos a los casi invisibles colegios de elite situados en Miramar, uno en plena Quinta Avenida, a los que asisten los hijos de los diplomáticos y empresarios extranjeros, así como otros niños afortunados no tan del montón; esos planteles en los cuales los profesores obtienen salarios que superan los cientos de pesos convertibles.
No es algo que sea preciso crucificar o exorcizar por el mero hecho de que existan. Son la expresión de una sociedad cubana actual abocada a un cambio clasista profundo, radical, quizás irreversible, para la desgracia de las mayorías populares desposeídas.
Ahí están los jardines de infancia que prestan sus servicios para aquellos padres que no pueden conseguir una plaza en un círculo infantil, o que simplemente deciden que lo mejor para sus hijos es un cuidado diferente, menos colectivo y más personalizado, a salvo de cualquier contingencia como la falta de agua o la calidad de los alimentos.
Este es un momento en que incluso la Iglesia Católica recupera en el país competencias y espacios que le pertenecieron hace mucho, y genera alternativas para el adoctrinamiento y la enseñanza, lo cual al menos para mí, refuerza la creencia en que el modelo educativo cubano cede terreno, pierde fuerza.
Algo parecido ocurre con la práctica ya entronizada a nivel nacional de ofrendar dádivas y regalos a los educadores, no a manera de soborno consensuado, sino como estímulo extrasalarial para los maestros y profesores. Duele, pero existe, que ciertos educadores caigan en la tentación de dispensar un trato más personal a ciertos educandos específicos, los de aquellos padres que se toman la molestia de mejorar las opciones de que sus hijos reciban una formación, cuando menos, adecuada e indulgente.
El problema tiene que ver con la política educacional actual y sus presupuestos monetarios, por supuesto, pero también con el diseño académico-curricular y los incentivos laborales a los profesionales del medio pedagógico agotados por el duro bregar.
A pesar de todo, queda una ética pedagógica tradicional, de raíces históricas, martianas, que aún sostienen con su sacrificio personal los miles de maestros y profesores que cada día asisten a clases a educar e instruir, y que lo hacen con todo el amor y la dedicación del mundo, porque disfrutan su trabajo y enfrentan el desafío educativo con orgullo.
Es necesario dignificar la profesión pedagógica, no desde la repetición cansina, aburrida, de su ejemplaridad ética, formadora de hombres y mujeres buenos, sino también recompensando con justicia y generosidad material el esfuerzo diario, la entrega sin límites de horas, el tesón suicida de entrar a las aulas para no recibir más recompensa que una sonrisa a ratos olvidadiza de parte de muchos niños, adolescentes y adultos engreídos.
Para transformar la educación cubana no basta con entregar a los profesores un módulo de ropa al año. Que no lo reciben nunca. Ni una bolsa con aseo personal. Que tampoco reciben. Ni un diploma de papel mojado. Es preciso pagarles mejor, para que la educación y la instrucción sigan siendo, más que una profesión básica, una pasión de infinito amor. Porque no hay contradicción.