Según declara la Constitución en la República de Cuba, la soberanía reside en el pueblo, del cual dimana todo el poder del Estado (artículo 3). No obstante, también establece un poco más allá que el Partido Comunista (PCC) es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista (artículo 5).
La incoherencia entre una sociedad supuestamente establecida sobre el principio de soberanía popular, y al mismo tiempo necesitada de un grupo privilegiado que sea capaz de conducirla a la realización de ciertos fines, que van más allá de las necesidades cotidianas, solo puede ser superada si se parte de suscribir un añejo complejo de creencias. Aquellas que sostienen que el pueblo por lo general no sabe lo que es mejor para él, a la vez de que por fortuna habrá siempre ciertos individuos con la suficiente penetración para saberlo, y con bastante buen corazón como para sacrificar sus vidas en la labor de guiar a ese pueblo, medio cegato, por el más corto y practicable camino hacia su bienestar.
Una rápida ojeada nos permite ver que el sistema político cubano actual no es para nada moderno, sino medieval. Al poseer fines supracotidianos: la construcción de la Nueva Jerusalén, o la sociedad comunista, la sociedad cubana solo puede adoptar una concepción medieval de la soberanía. Como hemos visto, la Constitución de la República de Cuba establece la existencia de un grupo o casta privilegiada, el PCC, cuya función es guiar al pueblo hacia lo que Fidel Castro llamaba en sus epifanías discursivas "el porvenir luminoso". De hecho la sociedad cubana tiende a organizarse de una manera harto similar a la de la sociedad medieval: el rebaño que debe ser guiado por los pastores y guardado por los perros se reproduce en la imagen cubana del pueblo que debe ser conducido por el PCC y protegido por la policía política (la ubicua y omnipotente Seguridad del Estado).
No obstante, debemos aclarar que al menos en el tema de en quién reside en última instancia la soberanía, el sistema político cubano actual tiene muy poco que ver con el pensamiento de Karl Marx. Contrario a lo que la labor de sus simplificadores posteriores nos han hecho creer, el discurso del fundador del llamado socialismo científico no partía de esos fines supracotidianos alcanzables por la voluntad, y de imposible coexistencia con el principio de soberanía popular plena. A diferencia de Lenin, Marx parte de la visión de unas fuerzas ciegas de la consensuación inconsciente (en esencia, el mercado) que poco a poco habrán de transformarse, al final de los tiempos, en fuerzas de consensuación consciente (el ágora).
El tema de la soberanía, según Marx
Marx predice la llegada de la sociedad poscapitalista pero no se atreve a imaginar su ordenamiento, ya que con ello prejuiciaría a quienes en propiedad les toca consensuar tal orden. Para él el capitalismo tomará necesariamente una evolución que conducirá a la polarización casi absoluta de la sociedad en una minoría de burgueses y una absoluta mayoría de proletarios. Esto no puede desembocar más que en una revolución política y en el establecimiento de la sociedad poscapitalista. Es aquí que comienza el gran salto que él describe como del reino de la necesidad al reino de la libertad, en que el absoluto imperio que sobre el destino de la humanidad ejercen las leyes de la economía comienza a dejar paso al que desde el interior de la sociedad humana dictan los procesos de consensuación democrática.
Para Marx la sociedad humana es guiada hasta el capitalismo por el inconsciente juego de los intereses personales, traducidos sobre todo en intereses estamentales, y por la esencial precariedad de todas las sociedades precapitalistas, que las incapacita materialmente para asegurarle condiciones de vida dignas a toda la población posible, e incluso a toda la población realmente viva en cada instante de tiempo. El capitalismo crea las condiciones para superar ese reinado de leyes económicas sobre las que el hombre no tiene real control. En primer lugar, el capitalismo trae tal aumento de la productividad que crea las condiciones para una sociedad en que todos los hombres, potenciales y reales, puedan vivir con dignidad y hasta en la abundancia. En segundo, por sus leyes intrínsecas conduce a la más arriba referida polarización extrema de la sociedad humana y al consiguiente triunfo de una sociedad nueva.
El socialismo es para Marx esa sociedad en que ya la economía no le dicta a los hombres sus leyes, sino a la inversa, mediante mecanismos de consensuación que ya están en ciernes, en potencia, en el modo de vida del proletario. Cuya principal virtud, por cierto, no es su pobreza, sino precisamente esa capacidad de consensuar el futuro humano que le deja su particular posición en el proceso productivo altamente tecnificado de la sociedad capitalista.
De hecho, para Marx la pobreza más bien impide desarrollar la base cultural imprescindible al ejercicio consensual. Sus repetidas referencias negativas a lo que él llama lumpen proletariado, y hasta a la necesidad de eliminar a naciones y grupos retrógrados dentro de la sociedad europea (croatas, vascos, bretones), nos dejan bien claro que Marx no fue nunca un reivindicador de pobres y humillados, sino más bien un reformador temeroso de las masas que caen o persisten en estados de estancamiento cultural.
Para Marx es la consensuación consciente de sus problemas cotidianos, entre la absoluta mayoría de los proletarios en un inicio, entre todos los individuos poco después, la que necesariamente conducirá a la sociedad que él llama socialista a convertirse en comunista. Un punto de llegada que él tampoco se toma el atrevimiento de definir, y que muy bien podría identificarse con ese otro ideal utópico que en general subyace en el pensamiento de liberales y anarco-individualistas: la sociedad abierta, o aquella en que la conducta del individuo solo es definida por criterios personales; por sus imperativos morales.
El tema de la soberanía, según Lenin
Lenin, por su parte, en cuya infinitamente más basta visión antropológica se fundamenta el sistema político cubano actual, no es que no solo no comparta en el fondo la confianza de Marx en la capacidad del proletariado para construir el futuro. El caso es que en la Rusia de 1917 no cabe la identificación marxista de proletariado con pueblo. En el inmenso país donde Lenin y su partido de los cuatro gatos han pretendido iniciar una revolución "socialista", tras hacerse con el poder mediante una afortunadísima jugada política, la clase obrera difícilmente alcanza a constituir el 2 o 3 % de la población total.
Para el Lenin que se enfrenta a la realidad de una sociedad que para nada se parece a la que según Marx daría paso a la socialista, se necesita obligatoriamente una vanguardia que empuje a punta de pistola los esfuerzos "comunes" en la construcción ya no del reino de la libertad, sino de la voluntad. Y es bien sabido que la voluntad, al ser sacada de su necesario contexto moderador, la libertad, tiende naturalmente a caer en un inevitable proceso de contracción. La libertad de todos no tarda en convertirse en la de una vanguardia, la de una minoría en la de unos pocos, si acaso en la de uno: la de Lenin, Stalin, Mao, Fidel Castro…
Porque el problema no radica solo en los porcientos. El necesario grado de sofisticación cultural imprescindible para establecer una sociedad consensual parece faltar no solo en el minúsculo proletariado ruso, sino en absolutamente todas las demás clases rusas, hasta las más occidentalizadas. Y por sobre todo, el primero que parece carecer de lo necesario para vivir en la sociedad poscapitalista presentida por Marx, el socialismo consensual, es nada menos que el mismísimo Vladimir Ilich.
Trabas de la megalomanía
La paradójica realidad es que los caminos autocráticos que en el siglo XX toma el mal llamado movimiento comunista, en no poca medida se explican por la imposibilidad que en la gran mayoría de las mentes, sobre todo cuando en la sociedad en cuestión todavía no se ha alcanzado el grado de sofisticación cultural necesario, encuentra el lograr aceptar que en los procesos de consensuación entre millones pueda el individuo ser efectivamente libre. O sea, que lo que llamamos comunismo en el siglo XX resulta ser como es por una traba individualista en determinadas mentes concretas, profundamente cargadas de rezagos culturales precapitalistas.
¿Cómo puede un individuo con la tendencia a la megalomanía de Lenin o Fidel Castro, con su procedencia social terrateniente o nobiliaria, entender aquella visión de Marx de que el reino de la libertad no es otra cosa que la libertad de la sociedad humana para consensuar su futuro, de manera consciente, entre todos sus individuos? ¿Podrá un individuo semejante aceptar que su voto vale exactamente lo mismo que los de los demás millones de camaradas, cuando tantas ideas bullen en su cabeza, pero que de someterlas al escrutinio de los demás encontrarían por lo menos barreras temporales a su inmediata aplicación?
La concepción leninista de la soberanía, y por lo tanto la cubana reflejada en su actual constitución, a la larga no es otra que el regreso a la concepción platónica en que los soberanos absolutos son los reyes-filósofos a cargo del Estado. Una más de las muchas reacciones retrógradas ante la Modernidad que se vivieron en el siglo XX, prima hermana de los fascismos y nazismos, pariente cercana de ciertos radicalismos islámicos que hoy se expanden a través de las redes sociales.