Tan mal están las cosas en Cuba que cualquier noticia de renovación en las cúpulas del país —aunque sea una jubilación a medias como la que se anuncia para Jaime Ortega— es una buena noticia.
El cardenal Ortega fue arzobispo de La Habana desde 1981. A cambio de ganar espacios para su iglesia, se congració tanto con el castrismo que acabó siendo percibido como un miembro más del engranaje del régimen. Bajo su liderazgo la Iglesia Católica buscó y logró recuperar presencia social, lo cual no es ilícito. Sí lo es el haberlo hecho a costa de no denunciar la crisis social, política y económica inducida por la dictadura, la ausencia de libertades fundamentales, a cambio de negar la existencia de presos políticos y de haber servido de vocero del régimen en tribunas internacionales.
En estas tribunas, el cardenal puso en evidencia su desprecio clasista, su falta de piedad y misericordia, de amor pastoral y de simpatía por el prójimo, por "gente sin educación" o "delincuentes", como tildó a ciudadanos cubanos que demandaban derechos. Ortega olvidó la misericordia que Jesús mostró ante ladrones y prostitutas. Codearse con los "príncipes" castristas lo hizo arrogante y lo llevó a desviarse del camino al que jurara dedicarse.
Hizo de recadero del Ministerio del Interior cuando se trataba de enviar al exilio a los prisioneros políticos de la Primavera Negra —permitió así que el régimen no tuviera que sentarse a hablar directamente con los grupos de la sociedad civil que en ese momento ejercían gran presión—, y luego se dedicó a negar la existencia de esos mismos luchadores en Cuba. Formó parte así de las campañas de prestidigitación del régimen: desaparecer a gente y luego afirmar que esa gente no existe.
Por todo ello, aunque la causa de la democracia en Cuba no deba esperar mucho del papa Francisco y las estrategias vaticanas, el hecho de que Jaime Ortega haya salido de escena (al menos en parte) es ya un avance.