Lilo Vilaplana no quiere que la dictadura lo perdone. Ni quiere perdonar a nadie. El artista hace su trabajo. Es un escritor y director de televisión que salió de Cuba hace 18 años y se instaló en Colombia. Allí cuenta, en una prosa clara y desnuda, igual que en sus historias para la pequeña pantalla y el cine, lo que pasa en su país de adopción y en el que nació y tuvo que abandonar porque se sentía censurado y perseguido.
En Bogotá y en toda América Latina se le conoce, entre otras series, por El Capo y otras piezas antológicas. En La Habana todavía hay que ver su trabajo en unas sesiones clandestinas que se anuncian con descaro en los barrios y las cantinas de los solares, en las tertulias contestarias y en las oficiales.
Allá, lo que se quiere ver ahora de Lilo Vilaplana y se proyecta en las salas precarias y espléndidas que el Gobierno condena es La muerte del gato. Se trata de un corto intenso, impecable y conmovedor que narra, con maestría y sin aspavientos, la frustración de una generación de cubanos a través de un instante en la vida de unos amigos que acreditan este enunciado del cuentista cubano Onelio Jorge Cardoso: "El hombre siempre tiene dos hambres".
El guión parte de un relato de Vilaplana y está escrito con la colaboración del actor Alberto Pujol, que trabaja en un elenco en el que aparecen también Jorge Perugorría, Bárbaro Marín y Coralia Veloz. Desde luego que no voy a contar la trama, pero puedo adelantar que el corto es un plano general de la amargura de la realidad cubana retratada con serenidad, talento y con la mirada poética de un creador legítimo.
La muerte del gato inflama la sensibilidad de los censores porque no es una aproximación deslumbrada por el folklore que padecen y disfrutan algunos realizadores extranjeros. Ni es tampoco una visión plañidera o justificativa de un director criollo. Este corto es un despiadado relumbrón de la existencia en Cuba. Un destello que fotografía 56 años de desastres y pobreza.
La escenografía merece una línea aparte. Como les estaba prohibido filmar en La Habana, Vilaplana y sus amigos reprodujeron en la capital colombiana un solar habanero tan auténtico como cualquiera de los que hoy abren un espacio para que se vea en silencio La muerte del gato, mientras crepitan una velas encendidas a un santo y alguien, al final del pasillo, le sirve a unos compadres un vaso de azuquín, alcolifán, chispa de tren o espérame en el suelo, esos rones peligrosos hechos en el fogón de las casas con azúcar sublevada por vapores que los cubanos se beben después de brindar con esta prevención: "Que daño me hagas como miedo te tengo".
La muerte del gato, vedado en Cuba, ganó este mes el premio al mejor filme de América Latina en el Festival Iberoamericano de Cortometrajes que se celebra en Madrid.
Vilaplana envió al festival un mensaje en el que dedicaba el corto "al intelectual cubano Ángel Santiesteban, preso por la dictadura de los Castro por pensar distinto. A nombre de los que no vamos a callar, a nombre de los que no dejaremos de soñar, a nombre de los que también somos Cuba, su cultura, su cine, su bandera, muchas gracias".
Convido a ver La muerte del gato porque es una obra de arte. Y me permito soñar que un día, en un cine de La Habana, lo verán juntos Lilo Vilaplana y Ángel Santiesteban, entre otros amigos.