El conocido Malecón habanero fue construido durante los años de la intervención norteamericana, con el objetivo de eliminar la insalubridad y mejorar el ornato público en el tramo comprendido entre el Castillo de la Punta y la Calzada de Belascoaín. En un principio, se le denominó oficialmente Avenida del Golfo, pero los ciudadanos comenzaron a llamarla simplemente Malecón.
En 1921 se prolongó hasta la entrada de El Vedado, donde se levantó el monumento a las víctimas del Maine en 1925 y, en 1930, se extendió hasta la Avenida de los Presidentes. Ya en 1950 llegó a su término natural en las inmediaciones del Castillo de la Chorrera y, posteriormente, se conectó al túnel que se construyó bajo el río Almendares.
Igual que avanzó hacia el oeste, lo hizo hacia el este a partir de 1927 con el nombre de Avenida del Puerto, incluyendo el parque y monumento a José de la Luz Caballero, erigido en 1913 con arbolado y estatuas, y el Anfiteatro Municipal al aire libre de estilo griego, llegando hasta el comienzo de los muelles.
Más tarde se decidió darle nuevos nombres: así, desde la vieja Capitanía del Puerto hasta el Castillo de la Punta se denominó Avenida Carlos Manuel de Céspedes; desde ahí hasta la Calzada de Belascoaín, Avenida Maceo, porque terminaba en el parque Maceo, donde se encuentra el monumento al héroe de la gesta independentista inaugurado en 1916; al tramo siguiente, hasta el monumento a las víctimas del Maine, Avenida Washington; desde allí hasta la Avenida de los Presidentes, Avenida de Pi y Margall y, al último tramo, que terminaba en el río, Avenida Aguilera.
Sin embargo, ninguno de estos nombres prevaleció, y hoy se denomina Malecón desde el Castillo de la Punta hasta el túnel, y Avenida del Puerto desde el Castillo de la Punta hacia los muelles y más allá, hasta la ensenada de Atarés, después de su posterior ampliación a finales de los años 40 y principios de los 50.
La Avenida del Puerto, mucho más vinculada a La Habana Vieja, ha sido objeto de atención especial con miras al turismo. Debido a ello, se ha restaurado el Castillo de La Punta, colocando en su explanada una estatua del prócer venezolano Francisco Miranda mirando hacia el mar, tal vez por alguien deseoso de congratular a los "nuevos hermanos", olvidando que este fue traicionado, arrestado y entregado a los españoles por Simón Bolívar.
También se restauró el monumento al generalísimo Máximo Gómez, levantado en 1925, el de los estudiantes de Medicina, inaugurado en 1921, el Castillo de la Real Fuerza, la alameda e iglesia de Paula, los parques y otros monumentos, como la estatua de Neptuno, al fin reubicada en su sitio original, y el dedicado a Pepe Antonio, quien simboliza la resistencia cubana cuando la toma de La Habana por los ingleses.
Se restauraron parte de los muelles, dedicándolos a otros fines —venta de artesanías y cervecería—, y se han abierto cafeterías al aire libre, bares y restaurantes como El Templete, uno de los más caros de la ciudad, así como una iglesia griega con cementerio adosado detrás del Convento de San Francisco, y hasta una catedral rusa frente al viejo Muelle de Luz, restallantes al sol tropical sus cúpulas doradas en forma de cebolla, junto al histórico bar Dos Hermanos. Ambas, consideradas por la mayoría de los habaneros edificaciones anacrónicas al entorno, forman parte de los "excesos de la escenografía socialista".
El Malecón, menos beneficiado
El Malecón, como tal, ha sido menos beneficiado, aunque se han reparado secciones del muro y ha sido dotado de nuevo alumbrado público imitando al antiguo. Sin embargo, el estado de deterioro de muchas de sus edificaciones, principalmente las que se encuentran entre el Paseo del Prado y la Calzada de Belascoaín, convertidas en verdaderas ciudadelas, deja mucho que desear.
Quienes sobreviven en ellas, hacinados en sótanos y pisos superiores desvencijados, se ven obligados a buscar aire fresco en las noches calurosas, ocupando el muro que separa la avenida del mar, y a abandonarlas en época de inundaciones.
El terreno donde el Malecón comienza, se mantiene subutilizado, convertido en un precario parque temporal. El valioso triángulo de terreno que a principios del siglo XX ocupó el Hotel Miramar, visitado por Rubén Darío en 1910, está a la espera de algún valiente inversionista extranjero que asuma la ejecución de un interesante proyecto de hotel existente.
Más adelante se encuentra la conocida Casa de las Cariátides, que fuera Centro Cultural Español con libre acceso a libros, películas, documentales, conexiones de red, exposiciones y conciertos no controlados por el Gobierno, clausurada e intervenida en un momento de tensión política con el Gobierno español, cuando hasta se ordenó levantar un monumento —bastante tardío, por cierto— a las víctimas de la reconcentración dictada por Valeriano Weyler —por suerte nunca ejecutado, al asumir el gobierno el PSOE.
Hoy la Casa de las Cariátides languidece, convertida en una institución estatal denominada Centro Hispanoamericano de Cultura. Viene después el restaurante Castropol, perteneciente a la Federación de Sociedades Asturianas; un extraño edificio, que llama la atención por sus balcones en forma de sarcófagos; el gran parque Maceo, ahora con cerca perimetral; el torreón de San Lázaro; la cascada, casi siempre seca, del Hotel Nacional; el monumento a las víctimas del Maine, despojado del águila imperial en espera de la paloma de Picasso que nunca llegó, ahora en restauración y, más allá, la obra cumbre del "kitsch monumental socialista": la Tribuna Antiimperialista José Martí, adefesio arquitectónico de hormigón y arcos de acero, conocida popularmente como "El Tontódromo", donde se ofrecen actos y conciertos de corte político, con una ridícula estatua de Martí cargando en brazos un niño y señalando hacia el edificio de la Embajada de los Estados Unidos de América, la conocida Sección de Intereses.
Algunos irrespetuosos aseguran que Martí le esta diciendo al niño: "Ahí es dónde dan las visas". Luego, formando parte del árido entorno, aparece el denominado Monte de las Banderas, pocas veces cubanas y casi siempre negras, semejando una extraña convención de piratas del Caribe, tratando de ocultar infructuosamente el edificio de cristales de la instalación diplomática, rodeada de agentes de seguridad y siempre concurrida por su entrada de la calle Calzada, por cientos de cubanos en trámites migratorios.
Más allá, en mármol y granito negros, el monumento al lugarteniente general del Ejército Libertador Calixto García; lo que queda del otrora hermoso parque deportivo José Martí; la fuente que no echa agua; el deteriorado Hotel Habana Riviera; el Castillo de la Chorrera, convertido en mesón español; y el restaurante 1830, instalado en la casa que fuera de Carlos Miguel de Céspedes. Aquí termina el Malecón y, después del túnel, comienza la 5ta Avenida de Miramar.
El Malecón actual no tiene nada que ver con el de la década de los años cincuenta, iluminadas sus noches por las luces de colores de los grandes anuncios lumínicos y, en época de carnaval, por los paseos y desfiles que, partiendo desde El Vedado, llegaban por el Paseo del Prado hasta el Capitolio, dando la vuelta en la Fuente de la India, regresando por el mismo itinerario hasta su punto de partida, repartiendo música, bailes, serpentinas y confetis a los miles de espectadores, que ocupaban asientos a su paso en portales y aceras.
Tampoco tiene nada que ver con la explosión de protesta ciudadana de los años noventa, conocida como "el maleconazo". Hoy, de día, es transitado mayoritariamente por vehículos y turistas en busca de la brisa marina y del sol tropical que les tueste la piel, del cual se protegen los cubanos, más dados a "cazar olas" cuando rompen contra el muro en temporada de huracanes o en nuestro corto invierno.
En las noches se puebla de jóvenes y adultos en busca de aire fresco y del olor a salitre y, principalmente en el tramo comprendido entre la Calle 23 y el monumento a las víctimas del Maine, cobra vida con la presencia bulliciosa de gays, lesbianas, trasvestis y otros ciudadanos hasta hace poco considerados oficialmente antisociales, objetos de represión y persecución, ahora tolerados por las autoridades, bajo el influjo del respeto a la diversidad sexual tan de moda, algo muy justo, pero que debiera extenderse también a otras diversidades.
Pero sea cual sea su destino actual, el Malecón continúa siendo la gran avenida de los habaneros, que bordea la ciudad en sus límites con el mar y contribuye a darle a esta su carácter marinero.