Ningún fenómeno social surge de manera súbita o por generación espontánea, sino que es resultado de un proceso a lo largo del cual se acumulan sus componentes esenciales. El auge de la prostitución en la "Cuba socialista" no es una excepción. De hecho, la prostitución no se eliminó con las medidas dictadas desde el Gobierno, que favorecían la incorporación masiva de las mujeres a la vida laboral, ni con los amplios beneficios sociales que indiscutiblemente gozaron mientras duró el romance subsidiado por el socialismo de Europa del Este, como quedó demostrado cuando se impusieron las calamidades del llamado "período especial" y el Gobierno optó por el turismo internacional como la vía más expedita para el ingreso de divisas.
Con la revolución desaparecieron los burdeles, pero la prostitución no hizo más que cambiar sus atavíos para enmascararse y sobrevivir bajo otras formas, quizás más sutiles, que se fueron entronizando y diversificando a medida que se consolidaba el sistema y se instauraba la "meritocracia", una casta eminentemente masculina formada por "cuadros dirigentes" de mediano y alto nivel del Gobierno, del Partido Comunista, oficiales de alta graduación del ejército o del Ministerio del Interior, así como directores y administradores de numerosas empresas e instituciones estatales. Entre ellos el éxito se relacionaba directamente con los vínculos que tuviesen con el poder y se traducía proporcionalmente en prebendas y en un nivel de vida muy superior al de la media de la población.
Los privilegios de los que podía gozar la nueva casta de dirigentes, según los niveles, incluían desde viajes al extranjero, vacaciones gratuitas o de muy bajo costo en los mejores hoteles del país, atención médica especial y clubes privados, hasta la asignación de viviendas o automóviles, junto a una generosa cuota fija de combustible, entre muchos otros.
A su vez, la meritocracia trajo consigo el auge de una casta subordinada, la vaginocracia, formada por mujeres atraídas por el poder y los beneficios de los nuevos ungidos a los cuales se vinculaban sexualmente para disfrutar de un modo de vida al que, de otra forma, no tendrían acceso. No siempre eran las esposas. Era un secreto a voces que casi todo dirigente destacado solía acumular entre sus trofeos alguna amante joven y hermosa que mantenía extramatrimonialmente en base a regalos, prebendas y bienes materiales. Las más exitosas de estas cazadoras lograban el matrimonio con su protector o llegaban a adquirir una buena vivienda o un puesto de trabajo bien remunerado, entre otros posibles beneficios.
No fueron excepcionales los casos en los que los jerarcas militares viajaron con sus amantes incluso a sus "misiones internacionalistas", como ocurrió en Angola, en las cuales ellas aparecían emplantilladas como personal de apoyo. Y seguramente lo eran.
Así, con el advenimiento del marxismo en Cuba y de la nueva clase en el poder, se había reinstaurado la prostitución del trueque, cambiándose sexo por beneficios materiales más que monetarios, y por la posibilidad de ascenso en la escala social. El nuevo modelo renovaba los viejos principios, tolerando los "vicios del pasado burgués" y maquillándolos con los colores del proletariado. Las nuevas prostitutas no tenían reparo en marchar en la Plaza Cívica en las fechas rituales, en vestir de milicianas en los Días de la Defensa o en cotizar puntualmente para el CDR o la FMC. Habían surgido las prostitutas revolucionarias, aunque ni ellas ni la sociedad asumirían conscientemente tal definición.
Por su parte, la sociedad acataba las nuevas normas. A fin de cuentas ofrecer favores sexuales a un cuadro de la revolución a cambio de ciertos beneficios tampoco era tan reprobable. Ellos eran compañeros sacrificados que pasaban mucho tiempo lejos de la familia y debían tener algún esparcimiento; ellas, es cierto, comerciaban con el sexo, pero al menos compartían la cama con un pilar de la patria, lo que de alguna manera las convertía en patriotas. Si alguien tenía algo que criticar al respecto, mejor que lo hiciera en casa y en susurros. Eran los tiempos de apogeo de la intransigencia revolucionaria.
La doble moral se fue imponiendo casi inadvertidamente como cultura nacional y como parte de los mecanismos de sobrevivencia en un país en el que las estrecheces materiales empujaron a la sociedad hasta las fronteras de la miseria moral. Casi toda la espiritualidad nacional quedó constreñida dentro del corsé ideológico, lo que, sumado a la irresponsabilidad civil crónica, contribuía al agravamiento del "daño antropológico" que magistralmente define el laico Dagoberto Valdés.
Simultáneamente la estructura de la familia tradicional se fracturaba y se trastocaban sus valores. Los padres perdían autoridad frente a la patria potestad del Estado-Gobierno-Partido que se apropiaba de los hijos y los adoctrinaba en la nueva ideología de comuna. Los hijos eran becados desde la adolescencia y crecían en promiscuidad lejos del control familiar. Se habían sentado las bases para el descalabro social que sobrevendría al iniciarse la última década del siglo XX y los cubanos estábamos por descubrir que la prostitución rebasaba los acotados límites del comercio del sexo y se había adentrado en las raíces de toda la sociedad. Pronto, la vaginocracia cedería ante la pujanza y diversidad del "jineterismo".