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Opinión

De guiñoles, hogueras y pájaros

'La represión contra las minorías en la Cuba revolucionaria ha durado largo tiempo. En cualquier caso, el tiempo que es capaz de soportar una vida humana.'

Barcelona

En aquel frenético y contradictorio 1968, yo cumplí catorce años. En Cuba nadie salió a la calle, nadie demandó que, en nombre del realismo, se buscara lo imposible. Algunos jóvenes se reunieron en los alrededores el hotel Capri. Otros, tocaron guitarra en los días larguísimos y maravillosos de los muelles de la Playa de Marianao. Cantábamos: If you’re going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair… Se hablaba, por lo bajo, de Joan Baez, de Bob Dylan. Muchos leían a escondidas la edición argentina de Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley. Nada más. O poco más, que yo recuerde.

Como es habitual en Cuba, los sucesos tuvieron un matiz diferente, avanzaron por otros rumbos: nada de revueltas y reivindicaciones morales. Aunque por fortuna tampoco hubo matanzas como la de Tlatelolco. El mundo por un lado; según su costumbre, la Isla por el otro. Hacía algún tiempo que la Isla había comenzado su lento, doloroso y extemporáneo proceso de inmovilidad.

Y sin embargo conservo importantes recuerdos de aquel año, al fin y al cabo yo estaba comenzando a vivir y todo lo nuevo alcanzaba condición de epifanía. Uno de esos descubrimientos tuvo que ver con una función en la pequeña sala del Guiñol Nacional. Entonces no sabía ―no podía saber―, que era el privilegiado testigo de una histórica puesta en escena; un Don Juan de Zorrilla, creación de muñecos para adultos, debido al talento de la gran titiritera cubana Carucha Camejo.

Con los años, el recuerdo de aquel Don Juan se ha ido convirtiendo en referente inevitable, en hito luminoso del teatro cubano. Ignoraba asimismo que no solo sería su impresionante calidad artística lo que terminaría convirtiendo en mito aquel Don Juan, a transformarlo en el suceso memorable que es hoy también contribuyó su involuntario carácter efímero. El que se hubiera intentado borrar para siempre de la historia de nuestro teatro.

Hasta mucho después no supe cuánto de oscuro estaba teniendo lugar en la historia secreta de Cuba. Años después supe, por ejemplo, que aquellos títeres maravillosos (no solo los del Don Juan, sino todos los que conformaban el repertorio del Guiñol) habían sido arrojados a una hoguera. Ni siquiera la palabra "hoguera", con sus connotaciones purificadoras, parece ahora la apropiada. Fue más bien una pira innoble, sin pretensiones litúrgicas, que nada conservaba de rituales inquisitoriales. Se trató de un fuego escondido, baladí, rutinario. Excelente paradigma (en dimensión pequeñísima y mezquina) de lo que Hannah Arendt llamó la "banalización del mal". Sin parafernalia, sin ostentaciones, sin ínfulas ejemplarizantes, ardieron decorados, diseños, textos, muñecos.

No obstante, era solo un elemento del problema, su lado "estético", por decirlo así. Por supuesto, la injusticia mayor tenía lugar con las personas. Había comenzado una escalada contra la homosexualidad (sobre todo contra la masculina: la homosexualidad femenina fue siempre más tolerada por los dirigentes de la revolución, como se puede comprobar –aún hoy− sin dificultad).

Una escalada en todos los terrenos; principalmente en su lado más visible y habitualmente vulnerable, el de la cultura. Quizá sería mejor decir que no había comenzado, que se iba extendiendo, se desenvolvía inexorablemente. Su origen había tenido lugar mucho antes, y poco a poco. De modo que en la Isla ―en la que nueve años antes había triunfado una revolución― se comenzaba por demostrar la falsedad de la vehemente pintada del centro Censier de París: "La emancipación del hombre será total o no será".

Innumerables actores, actrices, escritores, pintores, músicos, fueron expulsados de sus puestos de trabajo, de las escuelas donde daban clases. Se les llamó "parametrados". La fea, escalofriante, burocrática palabra, que parece salida de la imaginación de un hombre como Kafka, quería decir que "no cumplían con los parámetros sociales".

A pesar de las recientes disculpas de Fidel Castro por la persecución homosexual de aquellos años al diario mexicano La Jornada ―en las que llegó a justificarse con el argumento de que demasiados problemas de "vida o muerte" le impidieron atender esa injusticia―, lo cierto es que en un temprano y agresivo discurso de 1963, y que se puede consultar en la red sobre las "desviaciones sociales e ideológicas", el jefe de la revolución había declarado:

"Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos (Risas); algunos de ellos con una guitarrita en actitudes 'elvispreslianas', y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre. ¿Jovencitos aspirantes a eso? ¡No! 'Árbol que creció torcido...', ya el remedio no es tan fácil. No voy a decir que vayamos a aplicar medidas drásticas contra esos árboles torcidos, pero jovencitos aspirantes, ¡no! Hay unas cuantas teorías, yo no soy científico, no soy un técnico en esa materia (Risas), pero sí observé siempre una cosa: que el campo no daba ese subproducto. Siempre observé eso, y siempre lo tengo muy presente. Estoy seguro de que independientemente de cualquier teoría y de las investigaciones de la medicina, entiendo que hay mucho de ambiente, mucho de ambiente y de reblandecimiento en ese problema. Pero todos son parientes: el lumpencito, el vago, el elvispresliano, el 'pitusa' (Risas). ¿Y qué opinan ustedes, compañeros y compañeras? ¿Qué opina nuestra juventud fuerte, entusiasta, enérgica, optimista, que lucha por un porvenir, dispuesta a trabajar por ese porvenir y a morir por ese porvenir? ¿Qué opina de todas esas lacras? (Exclamaciones.) Entonces, consideramos que nuestra agricultura necesita brazos… […]"

En 1965 se abrieron los campamentos militares para recluir homosexuales, religiosos, delincuentes potenciales y potenciales "contrarrevolucionarios". Aquellos que, frente al destino manifiesto de la patria, mantenían una "conducta impropia". Como se sabe, se crearon las llamadas UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción). Y esas siglas, aún hoy, continúan impresionando. Setenta años después del desafortunado Valeriano Weyler y la diabólica idea de la reconcentración, veinticinco después de los campos nazis de encierro para judíos y otras "lacras", volvían a abrirse en el mundo los campos de concentración. Que fueran de "escala menor", que no condujeran a las cámaras de gas, careció y carece de importancia para las víctimas. También se sabe que la muerte no es el único modo de morir.

Se dirá, con razón, que la homofobia no es asunto únicamente cubano. La intransigencia contra el "diferente", la homofobia en particular se halla en casi todas las historias posteriores al surgimiento de las religiones monoteístas. En Occidente, con especial virulencia, desde los siglos XI y XII, siglos de Cruzadas, en que se endureció de modo considerable la intransigencia en contra de cualquier minoría. En particular, el machista mundo hispano ha sido extraordinariamente minucioso en su escarnio contra el homosexual.

También se dirá que en Cuba ha habido siempre, al menos a la luz del día (de noche la mayoría de los gatos son pardos), una acendrada reacción contra el homosexual. Sí, por supuesto, existía homofobia en la Cuba anterior a 1959. Nadie podrá negarlo. Desde antes incluso del surgimiento de la nación, los homosexuales se vieron violentados a la máscara o al escarnio.

La palabra "pájaro" y un movimiento de manos imitando alas, servían (y seguramente sirven) de ofensa. Según el sabio Fernando Ortiz, la costumbre de llamar "pájaros" a los gays, venía del mundo negro, de cundango, que en mandinga quiere decir "pajarito". Igual que todos, los homosexuales cubanos sufrieron incontables humillaciones a lo largo del proceso en que la Isla se iba convirtiendo en país y nación.

En un libro positivista, de 1888, La prostitución en La Habana, su autor, Benjamín de Céspedes, describe: "Durante las noches de retreta circulan libremente confundidos con el público, llamando la atención, no de la policía, sino de los concurrentes indignados, las actitudes grotescamente afeminadas de estos tipos que van señalando cínicamente la posaderas erguidas, arqueados y ceñidos los talles, y que al andar con menudos pasos de arrastre, se balancean con contoneos de mujer coqueta. Llevan flequillos en la frente, carmín en el rostro y polvos de arroz en el semblante ignoble [sic] y fatigado de los más y agraciados de algunos".

No obstante, encuentro al menos tres razones para destacar el lado terrible de la homofobia en aquella Isla nuestra posterior a 1959. La primera, la poca variedad, o mejor dicho, el recrudecimiento del discurso homófobo. La segunda, que viniera implementada por un proceso autodenominado revolucionario, que se proponía, por tanto, subvertir las estructuras sociales, económicas, políticas, morales; entre otras cosas, sorprende ―y decepciona―, la moral, los prejuicios cristianos que pervivieron en revolucionarios que se confesaban ateos. Tercera razón —y tal vez la más brutal― el carácter institucional, estatal, la politización que asumió a partir de entonces la homofobia.

A partir de ese momento, el homosexual agregó, al estigma de ser un traidor a la naturaleza, el estigma más alarmante de ser un traidor a la patria. De ir contra la religión de Dios, a ir contra la religión de los padres de la nación. La sospecha política resaltando cualquier otra sospecha. La práctica "contranatural" implicando, por fatal silogismo, la práctica contra la patria. Las inclinaciones sexuales como síntoma de infamia patriótica. La felación como felonía.

Es bien diferente el homosexual que sufre la repulsa de quienes lo rodean, que conoce el "apresamiento" y la "desposesión", eso que Didier Eribon ha llamado "el poder de la injuria" (por dolorosa que esta sea), al gay injuriado por todo un aparato estatal y por tanto policial. El gay bajo la mirada aterradora del poder. El gay a quien la sociedad desprecia, tiene la opción de cerrar puertas y ventanas. ¿Qué opción queda, en cambio, al gay a quien desprecia todo un Estado?

(Como curiosidad, obsérvese que en el libro de 1888 se advierte, como de pasada y con cierta indignación: "llamando la atención, no de la policía, sino de los concurrentes indignados…". Lo que al parecer significaba que aquellos muchachos se paseaban por las retretas sin excesivos miedos policiales.)

La represión contra las minorías en la Cuba revolucionaria ha durado largo tiempo. En cualquier caso, el tiempo que es capaz de soportar una vida humana. Años en los que el escritor Reinaldo Arenas padeció prisión en el castillo de La Cabaña. Años en los que Virgilio Piñera y José Lezama Lima, dos de los más grandes escritores del siglo XX, desaparecieron de las imprentas, de los planes de estudios, de la vida social y fueron obligados a una vida de riguroso silencio. Como fantasmas. No por simple juego de la imaginación, Virgilio Piñera creó un verbo excelente y extraordinariamente cubano, "fantasmar" (volver fantasma), en su pieza Dos viejos pánicos.

Apartar, expulsar, separar, recluir, dividir, confinar, menospreciar, desacreditar, y, en última instancia, fantasmar: constantes sociales y políticas del aparato represivo revolucionario.

Sé de lo que hablo: en 1977 pasé cuatro noches en un calabozo por conversar con un amigo, pasadas las once de la noche, en la puerta de mi casa marianense, cercana a la que hasta entonces se conocía como Plaza Cívica de Marianao. Nos acusaron de "escándalo público". Antes de encerrarnos en un calabozo con alrededor de veinte personas más, el carcelero nos obligó a desnudarnos.

"Ahí van dos maricones", gritó a los otros detenidos.

Los dos maricones desnudos, no obstante, encontraron una extraña solidaridad: el enfrentamiento con la máquina represora pasa por encima de los prejuicios sociales. El juicio, en el que el fiscal del Tribunal Provincial de La Habana pedía un año de privación de libertad, se celebró tres angustiosos años después. Nunca se nos comunicó sentencia alguna. Como no volví a entrar en la cárcel, y han pasado treinta y cinco años, creo suponer que haya sido absuelto. Nunca, hasta hoy, me atreví a preguntar. Quizá por eso odio los teléfonos y los timbres de las puertas.

Como he dicho en otras ocasiones, esto que acabo de contar brevemente es lo menos doloroso que puede narrarse de aquellos años. Otros, indiscutiblemente, lo pasaron peor, mucho peor. Lo sé. Me limito a contar lo que viví de primera mano. En mi caso, fue solo una pequeña humillación. Una más en una larga serie de pequeñas y cotidianas humillaciones. Lo que me interesa destacar es que no siempre el mal, incluso en su monstruosa banalidad, adopta la forma del holocausto. Existe un imperceptible campo de concentración de la vida vulgar, una lentísima cámara de gas que apenas se distingue entre los cientos de problemas de cada día. El mal a veces se asoma de forma imperceptible y ordinaria, sin deux ex machina y sin música de Wagner.

Por ejemplo, todavía en los años ochenta, avanzados los noventa, quienes habían contraído el vih/sida se vieron forzados a permanecer en lo que se conoció como "sidatorios", en las afueras de las grandes ciudades. Algo semejante a los leprosorios de la Edad Media. Creo saber que por alguna piadosa disposición no se les colocaron campanillas al cuello.

Aún recuerdo la noticia del primer muerto por sida, en la primera plana del periódico Granma. Ignoro si en efecto era el primer muerto por sida, o el primero del que se daba noticia. En cualquier caso, había en la información algo destacado, algo que podría habría parecido insustancial y no lo era: el fallecido se desempeñaba como diseñador de algún grupo de teatro, hacía poco había estado de gira por Nueva York. "Diseñador", "grupo de teatro", "Nueva York". Indiscutiblemente, no había ingenuidad en la noticia. Las palabras escogidas apuntaban a una fundada suspicacia.

Para nuestra dicha o nuestra desgracia, el tiempo pasa. Y ahora mismo, ¿se diría que la situación del homosexual cubano ha mejorado con los años? Quizá. No tanto por un cambio de mentalidad, como por una estrategia, por la calculadora necesidad de adaptar los viejos esquemas a los nuevos tiempos. "Es preciso que todo cambie para que todo siga igual", como enseñó aquel personaje tan lúcido del príncipe de Lampedusa.

Por eso, hemos podido leer en La Jornada a un debilitado y envejecido Fidel Castro, desentendiéndose del asunto y pidiendo tímidas disculpas. No sabía lo que sucedía (como si eso fuera creíble), y pasemos página (como si eso fuera posible, sobre todo para aquellos a quienes se les fue la vida en aquellos años). Pero ¿habrá que admitir que en ese resquicio de cambio −para que nada cambie−, se alcanza el logro mínimo de que la vida sea un poco más llevadera?

Aun cuando se desconfíe y concluya, con razón, que institucionalizar la homosexualidad, pasarla por el filtro de una entidad oficial, es el mejor modo de fiscalizarla, de mantenerla bajo el control absoluto, supremo, férreo de un Estado que no cede ni un ápice de autoridad, cabe convenir que, desde un cierto punto de vista, la "tolerancia" del CENESEX es preferible a la "intolerancia" de la "conducta impropia" y de los campos de concentración.

Será, en cualquier caso, una más de nuestras pírricas victorias. Todo puede reducirse a la triste comparación con aquel sabio de Calderón que recogía las sobras del sabio que lo precedía. La resignación, la indolencia, esas posturas que tan bien hemos aprendido, sugieren que un gay cubano de hoy vive con menos agobio que un gay de los años sesenta y setenta. ¿Será esta una mirada que decide situarse en lo útil? ¿Será que la mansedumbre conduce al cinismo?

Como ha destacado Didier Eribon en su Reflexiones sobre la cuestión gay: "el mundo es 'insultante' porque está estructurado según jerarquías que llevan consigo la posibilidad de las injurias". De modo que esa "estructura" demanda un alerta constante, una permanente provocación. La denuncia y el empleo inflexible de la información que las nuevas tecnologías permiten.

Y, claro está, debemos tener siempre presentes las palabras de Hannah Arendt: "Mientras existan pueblos y clases difamados, se repetirán nuevamente en cada generación, con incomparable monotonía, las cualidades del paria y del advenedizo, tanto en la sociedad judía como en cualquier otra".

 

Barcelona, febrero de 2012.

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