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Sociedad

Los miserables

Las estadísticas oficiales se jactan de un paraíso para la longevidad, pero las calles se llenan cada vez más de ancianos desamparados.

La Habana

El doctor Eugenio Selman-Housein tiene una frase para cebar su orgullo. "Cuba tiene más centenarios que Japón".

A poco más de cien metros del Hotel Nacional, donde el exmédico de cabecera de Fidel Castro certifica la estadística en el noveno Encuentro internacional de Longevidad Satisfactoria, un anciano sin piernas, recostado en la fachada del cine La Rampa, alza los brazos implorando una limosna. La mayoría ni depara en su gesto. Otros lo miran, pero siguen de largo. En media hora, sólo una señora ha colocado algún dinero en el regazo del lisiado. Está a punto de anochecer. ¿Cenará?

Según Selman-Housein, de 81 años, descendiente de emigrantes libaneses, la receta para llegar a la longevidad comienza por tener motivación, abdicar de una vida licenciosa —no fumar como prioridad— y "tener una alimentación sana, rica en frutas y vegetales", además de practicar ejercicios físicos y entregarse a la cultura.

Un país pobre y de viejos

Con una población de 11,2 millones de habitantes, en Cuba se contabilizan actualmente 1551 personas que rebasan la edad centenaria, lo que coloca al archipiélago por encima de otro, asiático, que es Japón.

Aunque ignorada por el libro Guinness de récords, Juana de la Candelaria Rodríguez, la Candulia para parientes y vecinos, sería la mujer más vieja del mundo. De acuerdo con su acta de nacimiento suma 126 años y vive en el poblado de Campechuela, a poco menos de 900 kilómetros al este de La Habana.

La esperanza de vida en Cuba es una de las más altas de la región. Se ubica en unos 78 años. En el caso de los hombres 76 y en las mujeres 80. La población cubana, que como tendencia remite en términos absolutos, ya acumula casi dos millones de personas con más de 65 años. En tan solo quince años, la ancianidad tocará los casi tres millones, lo que representaría más de un cuarto de la población. Un país de viejos se instala en el horizonte y los sistemas asistenciales no dan abasto. Esta es la paradoja. A la par que engordan las estadísticas de longevidad, otro tanto ocurre con los desamparados que la prensa oficial, en su gramática particular, llama deambulantes.

Suelen ser apestosos, enajenados, pícaros, solemnes, taimados, honestos y persistentes en una ciudad donde extender la mano en busca de una moneda ya no es más un acto conmovedor, sino una pose que para muchos no pasa de la colección de estampas cotidianas.

¿Estadísticas? DIARIO DE CUBA indagó en algunas instituciones. Nadie responde. "Llame otro día", dicen. Si se pregunta por las biografías de estos seres, apenas sabrán responder sobre sus destinos. Balbucean, desvarían, cuentan vidas que distan de ser las suyas. En su mayoría, sobreviven sin amparo familiar, algunos se han fugado de centros asistenciales, otros, con magros recursos financieros, consiguen el milagro de despertar al día siguiente en un portal cualquiera.

Alcohólicos y dementes, sobrios y racionales, todos son trapecistas en la delgada línea entre la vida y la muerte. "¿Cuando fue la última vez que visitó a un médico?" "Quien se acuerda. A mí me cura el sol", responde uno de ellos.

Reajuste de estrategias

Ya no revenden cigarrillos, ni sobres de café, ni tubos de pasta dentífrica. Tales artículos, presuntamente subsidiados, el gobierno los ha sustraído de la cartilla de racionamiento, colocándolos en el mercado liberado. Como pueden, estos desamparados se adaptan a los nuevos tiempos y cambian las tácticas. Se mueven dentro del mapa del dinero, no de la piedad. Las iglesias son cosa del pasado. Las tiendas en dividas son ahora el escenario más prometedor. También los restoranes y las cafeterías.

La señora E. sólo solicita comprar diez centavos convertibles. Es respetuosa y viste como una anciana atendida. En su mano derecha empuña dos pesos de papel y reclama a los clientes de la tienda en divisas de edificio Focsa un cambio caritativo. Tiene éxito. En esta mañana soleada de verano, alguien le ha entregado los diez centavos, pero no ha aceptado el cambio. "Gracias, que Dios le de salud", agradece. Da unos pasos. Acomoda su esqueleto. Se parapeta en una de las puertas del mercado y limpia sus antiguos lentes de miope con la punta de la saya. Espera por otro candidato. Sus tenis de lona, alguna vez negros y ahora rotos en la punta —bautizados como chupameao porque se rajan por la suela— ofrecen un código de pobreza que contrasta con su gentil petitorio.

"El Moro", por su parte, no ha tenido igual fortuna. Apostado en una esquina de los almacenes de Carlos III, nadie le hace caso. Mastica aire. Su cara es tan grasienta como su saco de color churre. En el turbión del público que entra y sale, es posible confundirlo con esas estatuas humanas, limosneros postmodernos, que pueden verse en la franja colonial de La Habana atrapando la piadosa curiosidad de los turistas.

La pestilencia del "Moro" lo expulsa de tal imaginario. No extiende la mano, ni maraquea una latica en su regazo. Es difícil saber su condición de mendicante. Alguien lo tomaría por alcohólico. Una cauta dignidad lo mantiene retenido en una zona de dudas. Nadie lo mira y él tampoco mira a nadie. Termina por marcharse del lugar. Pasos cortos. Volverá mañana.

"Por mi mano derecha, que está rota hace diez años", clama una anciana en una esquina de la avenida 23, muy cerca del mar. Por cinco pesos, echa las cartas. "Adivino lo que pasará a cada cual", profetiza. Una estampa de San Lázaro y un perro sin pedigrí la acompañan en sus andanzas. Viste de hombre y unas gafas oscuras impiden ver su mirada.

Muy cerca del campamento de esta anciana —un muro bajo la sombra de un balcón con macetas— el doctor Selman-Hosein afirma que "Cuba es el país ideal para vivir 120 años", porque "el cubano es el único gobierno que se preocupa en primera instancia por el pueblo". El auditorio lo aplaude.

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