"Antes de que tuviéramos los nuevos sistemas de armamento, nadie nos escuchaba. ¡Escúchennos ahora! ", exultaba en marzo el presidente ruso Vladimir Putin al presentar un grupo de armas, que calificó de "invencibles", en su mensaje anual ante las dos Cámaras de la Asamblea Federal de Rusia.
El arsenal incluye desde misiles intercontinentales hasta cohetes hipersónicos y armas con rayos láser y constituye la respuesta rusa a la carrera armamentística desatada desde que Estados Unidos abandonara en 2002, después de 30 años de vigencia, el Tratado de Misiles Antibalísticos (AMB) para avanzar sin trabas en el desarrollo de escudos antimisiles.
Por ahora, Washington reconoce su incapacidad de defenderse de esta nueva generación de armas en la que destaca el Avangard, un misil hipersónico probado por primera vez con éxito a fines de diciembre pasado.
A diferencia de los misiles intercontinentales clásicos, que poseen una trayectoria previsible y calculable, los hipersónicos varían su recorrido continuamente y se desplazan a una velocidad entre cinco y 20 veces superior a la del sonido.
Ciertamente, la salida unilateral del tratado de defensa antimisiles por parte EEUU ha sido una de las causas de la creación de un armamento digno de la ciencia ficción.
Pero también incide la obsesión de Vladimir Putin desde que asumiera por primera vez la presidencia del país hace ya 20 años: volver a sentar a Rusia a la mesa de las grandes potencias.
Cerrojo político y estabilidad económica
Para ello el presidente ruso ha diseñado una política basada en dos ejes: orden en el territorio nacional y recuperación de las zonas de influencia soviéticas en el escenario internacional.
Así, mantener a raya todo tipo de agitación social y/o política ha constituido una de las constantes del reinado de Putin. Y es que el inquilino del Kremlin percibe la contestación como sinónimo de la vorágine que sobrevino al desmoronamiento de la Unión Soviética. Algo que significó para Rusia una década de anomía social y de declive en la política global.
En ese sentido, toda la política interior de Putin ha sido diseñada para conjurar el caos. Durante estas dos décadas en el poder ha centrado sus acciones en el restablecimiento de la fuerza del Leviatán, mediante el desarrollo de un capitalismo de Estado y la recuperación del monopolio de la violencia legal (reforzando el Ejército, los Servicios de Inteligencia y las fuerzas del orden).
Con un impulso avasallador se deshizo del capitalismo mafioso de los oligarcas y liquidó el secesionismo en el Cáucaso.
También ha ido anulando a la oposición y encorsetando a la sociedad civil, mediante misteriosos asesinatos de personalidades incómodas como, por ejemplo, el opositor Boris Nemtsov y la periodista Ana Politkóvskaya —en ambos casos hubo condenas de los ejecutores de los crímenes, pero sin que se supiera quiénes los habían encargado—.
Sin embargo, el Kremlin ha acudido sobre todo a ataques precisos y dosificados, a la judicialización de la política y a una legislación cada vez más restrictiva.
No haber incurrido en una represión ciega y brutal le ha permitido a Putin desarticular a sus detractores sin que la indignación por el recorte de las libertades cívicas se extienda al conjunto de la sociedad.
Un proceso de concentración del poder que ha sido acompañado por un discurso en el que confluyen el nacionalismo, la religión ortodoxa y la nostalgia de la época soviética. Y cuyo primer objetivo es suscitar el consenso más amplio en el seno de la sociedad.
Todo lo anterior se habría visto seriamente hipotecado sin un respaldo económico consistente. Y en este plano la gestión de Putin también ha sido, pese a sus altibajos, relativamente exitosa, instaurando cierta estabilidad en la economía del país eurasiático.
A principios de siglo la economía rusa no contaba entre las 20 más grandes del mundo, hoy es la oncena con un PIB que ronda los 1.600 billones de dólares. Se estima que en 1999 el porcentaje de la población rusa situado por debajo del umbral de pobreza era de un 40%, actualmente es de 13,5%.
Una progresión sustentada básicamente en las ingentes reservas de hidrocarburos de las que dispone el país.
De nuevo entre las grandes potencias
En el plano exterior, la Rusia de Putin ha buscado recuperar el protagonismo con que contara la Unión Soviética.
Para ello ha trabajado en atenuar el poderío de EEUU y de sus aliados europeos, promoviendo plataformas regionales y multilaterales como el BRICS —un grupo de cinco potencias emergentes: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica—, la Organización de Cooperación de Shanghái y la Unión Euroasiática.
También ha estrechado lazos con China en la colaboración militar y en los intercambios económicos. El año pasado ambos países llevaron a cabo maniobras militares conjuntas y, desde que en 2014 Vladimir Putin y Xi Jinping firmaron un acuerdo bilateral de suministro de gas, las empresas chinas han invertido más de 40.000 millones de dólares en el sector energético en Rusia.
Por otra parte, Putin ha actualizado los vínculos con antiguos miembros del campo socialista, como Cuba o, más recientemente, la Hungría de Viktor Orbán, quien está enfrentado a Bruselas por las derivas autoritarias de su gobierno.
De modo más agresivo, Rusia anexó Crimea en marzo de 2014 y desde entonces apoya a los separatistas rusos en Ucrania, dejando claro que no dejará subsistir en sus fronteras un Estado que pueda ingresar en la OTAN.
En más de una ocasión, EEUU y países de la UE, como España, Reino Unido y Holanda, han acusado a Rusia de organizar ciberataques destinados a desestabilizar las democracias occidentales.
Además, el reciente anuncio de la retirada de las tropas estadounidenses de Siria dejaría a Rusia, que sostiene militarmente al régimen de Bachar el Asad, con mucha mayor influencia en la región.
El Índice Elcano de Presencia Global (IEPG), que mide la capacidad de un Estado de proyectarse fuera de sus fronteras según distintas variables (militar, económica, cultural), sitúa a Rusia en el séptimo lugar a nivel mundial.
La obcecación por la estabilidad y el poderío, que ha caracterizado la gestión de Putin, encuentra profundos ecos en un país históricamente obsesionado, debido a su inmensidad territorial y gran diversidad cultural, por la amenaza de desintegración ya sea producto de desórdenes internos o de la intervención extranjera.
No es de sorprender que el actual mandatario, pese a su larga estadía en el poder, goce aún de altas cuotas de popularidad.
Sin sucesión a la vista
Ahora bien, esta estrategia presenta sus limitaciones. Si bien los cimientos del Estado ruso ostentan una solidez impensable hace poco más de dos décadas, no menos cierto es que Vladimir Putin ha sustituido el entramado de los oligarcas por una pirámide clientelar que responde a sus designios.
Una configuración que se traduce entre los intereses del Estado y las veleidades autocráticas del presidente. En el plano económico, por ejemplo, el país necesita reformas de calado para diversificar el tejido productivo y atenuar la dependencia de los hidrocarburos.
Esto, sin embargo, supondría una mayor autonomía de la economía y, por lo tanto, una merma de la omnipotencia del Kremlin a la hora de regular el juego económico en beneficio de sus allegados.
Semejante rigidez, junto con las sanciones económicas occidentales de los últimos años ya sea por la anexión de Crimea o el envenenamiento en marzo pasado en Reino Unido del exespía Sergei Skripal, hacen que el crecimiento de la economía rusa oscile alrededor de un modesto 1,8% y que las inversiones extranjeras sean relativamente bajas.
Además, las oscilaciones en el precio del petróleo y los riesgos de otra crisis financiera mundial han impulsado al Gobierno ruso a una serie de medidas destinadas a amortiguar una posible merma en los ingresos por las exportaciones, pero que recaen en la población: aumento del impuesto al consumo, peajes adicionales o aumento de la edad de la jubilación.
Esta última reforma, en particular, ha suscitado fuertes protestas ciudadanas y ha repercutido en la caída que registra el respaldo a Putin en las últimas encuestas.
También es fuente de descontento el alto grado de corrupción que afecta a la administración pública. Según la ONG Trasparencia Internacional, Rusia ocupa el puesto de 135, de un total de 180 países, respecto a la integridad de sus instituciones.
Otro problema espinoso es la funcionalidad de los distintos Servicios de Inteligencia. Un estudio publicado en 2016 por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores reveló que los servicios rusos están fuertemente divididos.
Tanto el Servicio de Inteligencia Exterior (SVR), como la Inteligencia Militar (GRU) y el Sistema de Seguridad Federal (FSB) tienen cada uno su propia agenda y están enfrentados por obtener influencia política.
Algo que suele traducirse en la duplicación de informes y la negativa en compartir datos, y que lastra no pocas veces la toma de decisiones en las altas esferas.
Esto último es un presagio de lo que pueden convertirse los círculos de poder de no resolverse adecuadamente el enigma pendiente de la política rusa: la sucesión de Putin.
A falta de un andamiaje democrático sólido, el traspaso de poder se ha convertido en un rompecabezas para las elites rusas y amenaza con desembocar en una lucha feroz. Según lo estipulado constitucionalmente, este es el último mandato de Putin y no hay sucesor en el horizonte de un presidente con visos plenipotenciarios.
Por lo demostrado hasta ahora, Putin, que en 2024 tendrá 71 años, podría perpetuarse en el poder. Aquí habría varias alternativas. La primera sería modificar la Constitución para postularse nuevamente a la Presidencia. Otra consistiría en renovar el enroque efectuado entre 2008 y 2012 con su primer ministro, Dmitri Medvedev. O bien crear a su medida una especie de "Consejo Superior de la Nación" y así seguir dirigiendo el país entre bambalinas.
Cualquiera de estas opciones no haría sino aplazar el problema de la sucesión. De la respuesta que se le dé depende en buena medida la estabilidad del país y que su voz siga siendo escuchada en el escenario internacional.