"Esto comenzó con los camioneros, pero ha tocado a millones". La frase, de un manifestante, puede resumir lo que ha venido ocurriendo últimamente en Brasil, que ha visto sucederse en apenas diez días las huelgas de dos gremios de peso: los transportistas y los petroleros.
Todo debutó con el paro indefinido convocado a principios de la semana pasada por la Asociación Brasileña de Camioneros (ABCAM) y la Confederación Nacional de los Transportistas Autónomos (CNTA), que reclamaban una bajada de los precios de los combustibles.
En un país que depende casi exclusivamente de las carreteras para el tráfico de mercancías y suministros, la paralización del transporte y los cortes de ruta provocaron en pocos días colas interminables en las gasolineras, cancelaciones de vuelos en los aeropuertos y que en los supermercados los estantes de alimentos frescos quedaran prácticamente vacíos.
Además, las exportaciones de azúcar y la producción de automóviles cayeron a mínimos, en muchas áreas la recogida de la basura y los servicios de transporte público se redujeron drásticamente, en los hospitales empezaron a faltar medicamentos, y muchas universidades y escuelas suspendieron sus clases.
El detonante de las protestas de los camioneros fue la última subida del precio del combustible, cuya tarifa se ha duplicado en los dos últimos años. Esto se debe a que, desde 2016, la petrolera estatal Petrobras ha mantenido una política de precios en concordancia con los mercados internacionales.
Una gestión en contraste con la congelación de las tarifas, exigida por el Gobierno de Dilma Rousseff, que, si bien mantenía la estabilidad del coste del combustible, elevaba la deuda de la petrolera y privaba de fondos sustanciales las arcas públicas.
Resistencia a las reformas
Con la llegada al poder de Michel Temer, la prioridad del Ejecutivo pasó a ser el saneamiento de las finanzas públicas. De ahí la urgencia de aplicar una política de precios que hiciese reflotar las cuentas de la compañía petrolera y, en cierta medida, las del Estado.
Pero este objetivo se ha topado con una fuerte resistencia en ciertos sectores de la sociedad brasileña. Así, en febrero de este año, Temer se vio obligado a suspender la reforma del sistema de pensiones, que preveía subir la edad de jubilación y ajustar las retribuciones, una de las medidas clave de su programa de Gobierno.
La extensión de la huelga de los camioneros empujó al mandatario a ordenar al Ejército que despejara las carreteras. Pero la decisión no surtió el efecto esperado y, el domingo pasado, Temer anunció toda una serie de concesiones para poner fin al paro: el Gobierno subsidiará el costo de la gasolina para bajar el precio de venta al público en un 12%, los camioneros pagarán menos en los peajes y obtendrán más contratos con el Estado.
Esto ha significado otro revés para un Gobierno cuyo objetivo es la reducción del gasto público.
Pese a ello, el lunes los bloqueos seguían en buena parte del país. Ya que, desobedeciendo a la jerarquía sindical, aparecían nuevas demandas entre los camioneros –mejoras de las carreteras, de los sistemas de educación y salud o de la seguridad– secundadas por otros grupos sociales –desempleados, funcionarios de los transportes públicos–.
Y es que la huelga de los camioneros, pese a los estragos ocasionados en el día a día, ha contado con un respaldo de una franja no desdeñable de la ciudadanía en la que cunde el descontento social. No por gusto, la alocución en la que Temer cedió a los reclamos de los huelguistas fue seguida de bocinazos y cacerolazos en varias ciudades del país.
Descontento general
Dos factores, por lo menos, inciden en este estado de insatisfacción colectiva. Por un lado, pese al fin de la durísima recesión que afectó al país durante 2015 y 2016, la recuperación económica es aún demasiado débil (rondando el 1%) como para incidir en el cotidiano de las clases medias y populares castigadas por la crisis.
Por otra parte, dicho descontento se agudiza con los desvaríos de una clase política (en su conjunto) al parecer más preocupada por los intereses propios que por el estado de la nación. Los dos años de Temer en el poder son sintomáticos de ello. Puesto que en buena medida ha dedicado su gestión gubernamental a recabar apoyos para no ser destituido, a causa de las repetidas acusaciones de corrupción en su contra.
Prueba de la desafección hacia la clase política es el cada vez más frecuente reclamo, en las marchas, de una intervención del Ejército que ponga orden en los asuntos del país, como ha sucedido en estos días con algunos grupos de camioneros.
La volatilidad social es tal que, apenas empezaba a refluir la huelga de los camioneros, la Federación Única de Petroleros de Brasil (FUP) inició un paro de 72 horas el miércoles.
Por suerte, para el Ejecutivo, este jueves los sindicatos decidieron acatar finalmente el fallo preventivo, dictado a inicios de la semana por el Tribunal Superior del Trabajo, que declaraba la huelga "abusiva" y amenazaba a los sindicatos con abultadas multas.
Queda por ver si, tras las huelgas, la relativa calma se mantendrá hasta las elecciones generales de octubre o, entretanto, habrá más movilizaciones.
Sea como sea, estas dos semanas de turbulencias se han cobrado una víctima de peso: Pedro Parente, el presidente de Petrobras. Nombrado en junio de 2016 a la cabeza de la compañía, por mediación de Michel Temer, Parente ha renunciado este viernes, acosado por las críticas.
Probablemente, a Temer el fin de mandato le esté pareciendo interminable. Agónico sin duda es.