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Política

Rusia, el precio del orden

Sin heredero en el horizonte, la sucesión de Putin amenaza con desembocar en una lucha feroz.

Madrid

El domingo pasado el opositor ruso Alexéi Navalni, líder del movimiento Fondo de Lucha contra la Corrupción (FLC), fue detenido en Moscú por la Policía cuando se dirigía a una manifestación por el boicot a las elecciones que tendrán lugar el próximo mes de marzo y que, a todas luces, consagrarán la permanencia de Vladimir Putin en la Presidencia de Rusia seis años más.

Ese mismo día, so pretexto de una alerta de bomba, las fuerzas del orden allanaron la sede del FLC con el objetivo de cortar el canal de YouTube Navalni Live, que retrasmitía imágenes de las protestas en todo el país.

Horas después, sin embargo, el líder opositor fue liberado sin cargos. Las autoridades habían cumplido su propósito: poner fuera de circulación al promotor de las manifestaciones mientras estas ocurrían en varias ciudades.

Apenas dos semanas atrás The Moscow Times informaba que Levada Center, uno de los institutos de encuestas más importantes del país, no publicaría sondeos de cara a las próximas elecciones para evitar posibles represalias, como multas o sencillamente su cierre, puesto que la organización había sido calificada por el Ministerio de Justicia de "agente extranjero".

Estos casos caracterizan cómo el presidente ruso ha ido anulando a la oposición desde su llegada al poder a principios de siglo: en lugar de una represión ciega y brutal, ataques precisos y dosificados —el propio Navalni, por ejemplo, ha sido inhabilitado para ejercer cargos electos tras una dudosa condena por malversación—.

Una judicialización de la política que ha conseguido desarticular a los sucesivos movimientos opositores sin que la indignación por el recorte de las libertades cívicas se extienda al conjunto de la sociedad.

Aunque también contribuyan a ello los misteriosos asesinatos de personalidades incómodas como el opositor Boris Nemtsov o la periodista Ana Politkóvskaya. En ambos casos hubo condenas de los ejecutores de los crímenes, pero sin que se supiera quiénes los habían encargado.

La estabilidad ante todo

Mantener a raya todo tipo de agitación social y/o política ha constituido uno de los ejes del reinado de Putin. Y es que el mandatario percibe la contestación como sinónimo de la vorágine que sobrevino al desmoronamiento de la Unión Soviética. Algo que para Rusia significó una década de anomía social y de declive en el escenario internacional.

En ese sentido, toda la estrategia de Putin está diseñada para conjurar el caos. Así, ha centrado sus acciones en el restablecimiento de la fuerza del Leviatán, mediante el desarrollo de un capitalismo de Estado y la recuperación del monopolio de la violencia legal (reforzando el Ejército, los Servicios de Inteligencia y las fuerzas del orden).

Con el mismo impulso se deshizo del capitalismo mafioso de los oligarcas, liquidó el secesionismo en el Cáucaso, sacó a flote la economía y volvió a sentar a Rusia a la mesa de las grandes potencias.

Todo esto impregnado de un abigarrado discurso en el que confluyen el nacionalismo, la religión ortodoxa y la nostalgia de la época soviética. Y cuyo primer objetivo es suscitar el consenso más amplio en el seno de la sociedad.

Está obsesión por la estabilidad y el poderío encuentra profundos ecos en un país históricamente obsesionado, debido a su inmensidad, por la amenaza de la desintegración ya sea producto de desórdenes internos o de la intervención extranjera.

No es de sorprender que el actual mandatario, pese a su larga estadía en el poder, goce aún de una altísima popularidad.

Y luego ¿qué?

Ahora bien, la política del orden a todo precio presenta sus limitaciones. Si bien los cimientos del Estado ruso ostentan una solidez impensable hace poco más de dos décadas, no menos cierto es que Vladimir Putin ha sustituido el entramado de los oligarcas por una pirámide clientelar que responde a sus designios.

Una configuración que se traduce en fricciones entre los intereses del Estado y las veleidades autocráticas del presidente. En el plano económico, por ejemplo, el país necesita reformas de calado para diversificar el tejido productivo y así atenuar la dependencia de los hidrocarburos.

Esto, sin embargo, supondría una mayor autonomía de la economía y, por lo tanto, una merma de la omnipotencia del Kremlin a la hora de regular el juego económico en beneficio de sus allegados.

Por otra parte, en la esfera política, el reforzamiento del Estado se ha hecho en detrimento del engranaje democrático: la separación de poderes es letra muerta; la oposición, asediada y con acceso limitado a los grandes medios, se halla desprovista de anclaje popular, y la balbuciente sociedad civil sufre igual encorsetamiento.

Pero, sin un andamiaje democrático sólido, el traspaso de poder se vuelve un rompecabezas para las élites rusas y amenaza con desembocar en una lucha feroz. Según lo estipulado constitucionalmente, este año se inicia el último mandato de Putin y no hay sucesor en el horizonte de este sistema presidencial con visos plenipotenciarios.

Por lo demostrado hasta ahora, Putin, que en 2024 tendrá 71 años, podría intentar perpetuarse en el poder. Aquí habría varias alternativas. La primera sería modificar la Constitución para postularse nuevamente a la Presidencia. Otra consistiría en renovar el enroque efectuado entre 2008-2012 con su primer ministro, Dmitri Medvedev. O bien crear a su medida una especie de "Consejo Superior de la Nación" y así seguir dirigiendo el país entre bambalinas.

Cualquiera de estas opciones no haría sino aplazar el espinoso problema de la sucesión. Como apunta el semanario británico The Economist, "seguirá creciendo el temor de que, al igual que otros gobernantes rusos, el zar Vladimir deje turbulencias y revueltas tras su paso".

Y Rusia siga atenazada en el interminable vaivén entre caos y despotismo.

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