"Espero que esta fecha sea entendida por nuestra sociedad como un motivo para pasar página sobre los sucesos dramáticos que dividieron el país y el pueblo, y que sea un símbolo de superación de esta división, un símbolo de perdón mutuo".
Con estas palabras, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, inauguraba la semana pasada el "Muro del Dolor", un memorial dedicado a las víctimas de la represión política en la URSS, según reportó Pilar Bonet en el diario español El País.
Es un gesto que apela a la reconciliación del pueblo ruso. Este énfasis en la unidad nacional es coherente con el silencio oficial respecto al centenario de la Revolución de Octubre. Salvo la celebración de algunas exposiciones y conferencias, el Kremlin no tiene previsto ningún acto para conmemorar el acontecimiento.
Una decisión sorprendente, tomando en consideración que el mandatario ruso fue un agente de los Servicios de Inteligencia soviéticos (KGB). Y que no ha dudado en calificar la desaparición de la URSS como "la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX".
Entre dos aguas
Sin embargo, desde su llegada al poder Vladimir Putin ha intentado conciliar el pasado de la Rusia zarista con los grandes hitos de la Unión Soviética. Por una parte, ha hecho hincapié en la importancia de la tradición rusa, en particular de la religión ortodoxa, y, por otra, no ha dejado de remitirse a la victoria el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial.
En lugar de tomar posición entre dos regímenes antagonistas, el zarismo y el comunismo, la estrategia de Putin ha consistido más bien en procurar un consenso respecto a la grandeza de la historia rusa, exaltando ante todo el nacionalismo.
Pero semejante cautela se explica también por la naturaleza misma del poder que ha regido los destinos de Rusia en las dos últimas décadas. Como bien apunta The Economist, a imagen y semejanza de los zares Putin ha afianzado su poder mediante la represión de la oposición y la sociedad civil y el despliegue del poderío militar en el exterior.
Hasta el momento esta combinación le ha granjeado un respaldo considerable dentro de la población rusa, puesto que Putin es percibido como aquel que sacó al país del caos de los 90 y logró recuperar su lugar entre las grandes potencias.
Las sombras de la sucesión
Pero la deriva hacia la autocracia vuelve a plantear una disyuntiva recurrente en la historia rusa: ¿cuál es la vía más sostenible? ¿Modernizarse siguiendo el modelo occidental o bien aferrarse a una estabilidad política que garantice la unidad nacional?
Según el semanario británico, Putin ha zanjado salomónicamente, "confiándoles la economía a tecnócratas liberales y la política a antiguos oficiales del KGB". Sin embargo, este compromiso deja en suspenso el problema de una futura sucesión.
A diferencia de la dinastía zarista o del Partido Comunista, las elites rusas no poseen actualmente un mecanismo consensuado de transmisión de poder. Este se reduce a la figura tutelar de Putin.
Además, el hecho de que la economía rusa siga dependiendo en gran medida de sus recursos naturales la vuelve sumamente dependiente de los ciclos de las materias primas. Y esto bien pudiera ser una espada de Damocles.
La limitación de las libertades, consentida por buena parte de la sociedad rusa, reposa en cierta estabilidad (cuando no prosperidad) económica. Este equilibrio difícilmente sobreviviría a una profunda crisis.
Así, más allá de la reconciliación nacional auspiciada por el poder, el silencio oficial en relación con el centenario de la Revolución Bolchevique deja en evidencia la fragilidad de las elites rusas y del andamiaje institucional en que se sustentan.
La discreción del Kremlin, sugiere un minucioso reportaje de AFP, refleja ante todo su temor "de dar una imagen positiva" de lo que fue un cambio de régimen por la fuerza.