"Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad", profesaba el ministro de propaganda nazi Joseph Goebbels. Una máxima que el régimen cubano ha aplicado al pie de la letra durante décadas.
Este procedimiento se revela funesto, porque a la postre destierra el pasado de la memoria colectiva. La continua falsificación de la historia nacional ha terminado no solo por privar a la población del conocimiento de su génesis, sino que parece haber formateado con éxito a la nueva camada de la dirigencia cubana.
Lo que antes, con la vieja guardia revolucionaria, rayaba con la manipulación pura y dura, es ahora un automatismo que se prestaría a las carcajadas, de no ser por la magnitud del desastre que se ha abatido sobre el país.
Así, en su presentación durante el Examen Periódico Universal (EPU) del Consejo de Derechos Humanos, el ministro cubano de Relaciones Exteriores, Bruno Rodríguez, se explayó en un discurso cuyo inicio, en apenas dos párrafos, lanzaba no pocas perlas.
Según el canciller, en la época de la República no había derechos para los obreros y el 45% de los niños no iba a la escuela.
Siempre resulta sorprendente, en los dignatarios cubanos, esa destreza para inventar cifras en el aire —¿45% de los niños no asistía a la escuela en un país donde el 78% de la población estaba alfabetizada?— o para negar —los derechos de los obreros— lo que la propia Constitución de 1940 acuñaba en un amplio acápite.
El cinismo le impide reparar a Rodríguez en la contradicción en que incurre. Si la Cuba de otrora era ese desierto de horror, ¿cómo explicar la cuantiosa inmigración de entonces —que el funcionario mencionó de paso para decir que era brutalmente explotada—?
La manipulación como estrategia
Estas incongruencias demuestran el limbo en que vive la clase dirigente cubana, acostumbrada al monólogo, sin cuestionamiento alguno.
Pero la prepotencia de Bruno Rodríguez es funcional. Es justamente el desconocimiento o la negación del pasado lo que le permite al régimen darle aires de proeza a un sistema que ha condenado a más del 15% de la ciudadanía al exilio y que contempla una de las poblaciones penitenciarias más alta del mundo.
La ecuación no es inocua. Una población empobrecida y sometida a la arbitrariedad y al hostigamiento continuo, solo puede tener horizonte en la fuga.
El Gobierno cubano puede darse con un canto en el pecho haciendo el cómputo de la gran cantidad de países en desarrollo que se mostraron benevolentes en sus recomendaciones. Pero ello dice poco de su equidad, más bien demuestra la habilidad de la diplomacia cubana, ya sea para explotar las tensiones que caracterizan el escenario internacional o bien para sacar provecho político de la trata de médicos con que ha lucrado en las últimas décadas.
Una ojeada a las intervenciones más fervientes en favor del régimen de la Isla bastaría para dar una idea de la categoría en la que clasifica: Turquía, Venezuela, China, Nicaragua, Corea del Norte, Rusia...
Unas recomendaciones incómodas
En realidad, los mandamases cubanos deberían interrogarse sobre las intervenciones de Costa Rica y Uruguay. Estos países son actualmente dirigidos por gobiernos poco sospechosos de "derechistas". Y, sin embargo, ambos no solo le recomendaron a La Habana la ratificación de los pactos internacionales de Derechos Civiles y Políticos, Económicos, Sociales y Culturales, que firmó en la ONU en 2008, sino que también creara una institución nacional de derechos humanos independiente, acorde con los principios de París.
No obstante, lo más probable es que, en la última sesión del EPU, el régimen se enroque y tache de "injerencistas" las recomendaciones de democratizar realmente sus instituciones y cesar el acoso a la prensa independiente y a los activistas de derechos humanos.
Y vuelva a enarbolar sus logros sociales (cada día más vaciados de sustancia) y esgrimir cifras inverificables que hacen de Cuba, en el papel, un sitio idílico. Con Goebbels siempre como mentor: "cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá".