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Opinión

Contra toda violencia

Dos activistas de Derechos Humanos, una cubana y uno mexicano, los peligros que corren y el Estado.

Ciudad de México

Me he quedado pensando en el debate sostenido con dos activistas de Derechos Humanos, la pasada semana. Uno, mexicano y proveniente de una zona con altísimos niveles de violencia, me contaba sobre los feminicidios y desapariciones que azotan su ciudad, incluidos los que se ceban en inocentes. La otra, cubana, narraba las amenazas y vejaciones a las que ha sido sometida junto a su familia por su activismo social prodemocrático.

En el primer caso, la muerte física de la persona es una constante; en el segundo la aniquilación cívica está cantada. En ambos casos, la ruta hacia los desenlaces se pavimenta en una cadena de presiones laborales, aislamiento comunitario, pisoteo a la ley y violencia física. En México, los responsables son criminales privados y servidores públicos coludidos por la impunidad y la corrupción. En Cuba, un Estado que controla coherentemente todas las instituciones, el territorio y la población. En la nación azteca, la violación a los Derechos Humanos es variable de leve a mortal en función del grupo social, el género, la agenda y el rincón de la lucha. En el país caribeño, la represión es constante y multidimensional, con muy escasos desenlaces fatales.

En México puedo organizar un grupo de víctimas, publicar una denuncia, interpelar a las autoridades... si asumo el costo de una muerte posible. En Cuba es muy difícil reunir los factores humanos, legales y tecnológicos que sostienen el activismo, aunque sé que mi vida no está fundamentalmente en juego. En México ello sucede bajo el manto de la "democracia"; en Cuba envuelto en el ropaje del "socialismo". En ambos casos es posible decir, de modo diferente, que fue el Estado. Porque si un Estado no es capaz de proteger o si algunos de sus representantes se alían con criminales es, desde la perspectiva de las víctimas, tan culpable como el Estado que directamente criminaliza, por razones políticas, a sus ciudadanos.

Podemos establecer distinciones analíticas ¿qué es posible hacer en cada contexto? pero es insostenible establecer sesgos éticos o partidarios ante las violaciones de los Derechos Humanos. Desde una perspectiva integral de Derechos Humanos, la víctima nos debe importar más allá de su tendencia ideológica, su credo religioso, su género y preferencia sexual, su raza y clase social. Nos importa porque es un ser vulnerado en su integridad y sus derechos; incluido los derechos a la vida y a la libertad. No hay sesgos posibles: no hay un victimómetro que clasifique víctimas priorizables ni criminales exculpables en función de nuestra cosmovisión, experiencia o ideología.

¿Qué nos hace humanos? ¿Existir como cualquier animal buscando alimento, abrigo y procreación? ¿O ser seres capaces de transformar nuestro entorno y decidir nuestras metas, valores y futuros? Queda claro que ambas cosas conviven en nosotros, a medio camino entre los instintos de la especie y la agencia humana. Y contra todo lo que atente contra eso, violentando personas y derechos, hay que alzar la voz. Aquí y allá, ahora y siempre.


Este artículo apareció originalmente en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor.

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