La libertad sexual podría tenerse como el más natural de los derechos, el de la intimidad. Pocos quehaceres humanos son tan íntimos como el acto sexual (si descontamos, desde luego, las orgías, que siempre he creído pertenecen más al ámbito del teatro), ya que usualmente conlleva la desnudez y una reducción a la inocencia, a una animalidad primordial que antecede a la cultura y, si queremos ponerlo en términos teológicos, al pecado.
Sin embargo, desde la Antigüedad — particularmente en el mundo judeocristiano sobre cuyos valores éticos se asienta la civilización occidental — el grupo organizado, la sociedad, a través de sus portavoces tradicionales, el Estado y la Religión, ha tratado de regular la libertad sexual y de coactar o proscribir las expresiones de ésta que no se avengan con la norma, como es el caso de la homosexualidad. La razón esencial u ontológica de esta intervención del grupo en la intimidad sexual obedece a la más obvia consecuencia social de la sexualidad: la procreación. La existencia de la prole como resultado de las relaciones sexuales afecta directamente la vida del grupo, del mismo modo que las actividades sexuales que excluyen la procreación también la afectan, aunque de la manera opuesta.
La Biblia —no importa todas las exégesis conciliadoras que arguyan ciertos catamitas cristianos— es el texto sagrado de una cultura profundamente homófoba, por ser expresión de una sociedad tribal precariamente asentada en un oasis estratégico y, en consecuencia, codiciado por muchos: el llamado puente palestinense, cuya posesión requería ser defendida por guerreros. La supervivencia exigía el crecimiento poblacional, sobre todo de varones para la empresa bélica. De ahí que cualquier conducta sexual que excluyera la procreación —homosexualidad, onanismo (entendido como eyaculación fuera del vaso natural) e incluso la esterilidad de las mujeres, fuese tenida como abominación o maldición. El miedo a perecer de este grupo de pastores semitas fabricó los tabúes religiosos que tan nefastos habrían de ser a lo largo de los siglos.
El otro pilar de la homofobia, que ha sido objeto ya por mucho tiempo de los estudios feministas, es la relación de poder entre los sexos, y el acto sexual mismo visto como un ejercicio en que uno de los individuos penetra y humilla al otro. La palabra "poseer", tan al uso en algunas lenguas occidentales para referirse al coito, delata esta connotación. Esto parece, además, seguir un dictamen natural por la mayor corpulencia y estructura osteomuscular de los machos en las especies superiores del reino animal en que la cópula puede verse también como un acto de sometimiento.
Tienen razón las feministas que han señalado que la denigración de que han sido objetos los homosexuales varones durante siglos en la sociedad occidental es en última instancia una agresión a la mujer (entre cubanos hay que destacar la labor pionera de Ileana Fuentes que, con su acostumbrada elocuencia, se ha hecho eco en algunos de sus ensayos de esta opinión). En nuestra lengua, por ejemplo, el denuesto más común contra un homosexual es el de llamarlo "marica" o "maricón". ¿Y qué cosa es "marica" si no un diminutivo de María, el nombre de mujer más popular en nuestra cultura? Marica es otra manera de llamar a un hombre "mujercita", que es sinónimo de cobarde, de inepto para la tarea heroica.
Conforme a esta lógica, un "marica" merece ser despreciado porque teniendo los atributos naturales de la casta superior opta por el papel subordinado de la hembra, receptora pasiva en el acto sexual y relegada a tareas subalternas en la sociedad patriarcal. El varón homosexual es, por tanto, un traidor, un renegado que rehúsa el papel superior que es su destino natural. Se trata, desde luego, de un estereotipo con todas sus debilidades, que no tiene en cuenta los múltiples ejemplos que lo desmienten, sobre todo en la antigüedad, siendo acaso el más famoso el del Sagrado Batallón de Tebas, legendario por su valor en el campo de batalla y compuesto enteramente de parejas homosexuales.
La homofobia hacia la mujer homosexual se comporta muchas veces de otra manera pues las relaciones lésbicas siempre han tenido un lugar en el imaginario erótico del machismo heterosexual.
En Cuba heredamos los prejuicios homófobos del mundo hispánico que, a su vez, han sido por muchos siglos connaturales a Occidente. Ha sido usual en nuestro país, por ejemplo, llamar a un varón homosexual "pájaro", "pato", "ganso", etc. Toda esta nomenclatura asociada con las aves de corral se deriva de "gallina", un animal que, a diferencia de su pareja, el gallo, no se enfrenta con sus enemigos, sigo que responde con un medroso cacareo. El término tiene abolengo; por ejemplo, en la batalla naval de las Gravelinas, el 2 de agosto de 1588, en que los ingleses se enfrentaron con bastante éxito a la Armada Invencible, cuéntase que, al ser conminados a la rendición los marinos de un barco español a punto de naufragar, éstos respondieron: "Nunca, gallinas protestantes". Es de suponer que este insulto que asociaba la cobardía con las gallinas tenía larga data entre españoles ya en el siglo XVI.
Libertad sexual vs. regulación social
La libertad sexual, derecho natural de los individuos, se ve constreñida desde el principio por el surgimiento de la sociedad que pretende regularla para beneficio colectivo. Y ello presenta una contradicción fundamental que da lugar a legítimos interrogantes: ¿Puede pertenecer la sexualidad, con su consecuencia más natural, la prole, enteramente al ámbito de la vida privada, al ejercicio inalienable de la individualidad, sin que el grupo, la sociedad, ejerza un arbitraje o una participación reguladora? Creo que, a menos que seamos anarquistas furibundos, no podríamos contestar afirmativamente a esta pregunta. ¿Qué limita entonces mi libertad sexual o dónde puede intervenir la sociedad organizada, el Estado, como un elemento regulador?
Siempre he creído que la sexualidad, como expresión del carácter más íntimo de los individuos, debe ejercerse con la mayor libertad posible. Si vale la anécdota, me acuerdo que siendo un adolescente de 13 ó 14 años, sentado a la mesa que presidía mi abuela en un hogar severamente protestante, alguien insinuó, para escándalo general, que una señora de cierto relieve social en nuestro pueblo se ayuntaba con un gigantesco pastor alemán que tenía de mascota. El escándalo subió a más cuando, con entera convicción, yo dije: "¿cuál es el problema?: su cuerpo es de ella y el perro también". Mi abuela estuvo a un paso de la apoplejía.
Ese principio estaría dispuesto a defenderlo hoy como entonces, pese a que nunca he practicado el bestialismo y semejante posibilidad me causa una profunda repugnancia; pero reconozco que los seres humanos son dueños de una sexualidad innovadora que puede incluir estas prácticas que ya enriquecieron la mitología griega y a las que los dioses eran muy dados en sus múltiples metamorfosis.
¿Debe haber límites para la libertad sexual? En mi opinión, solo aquellos que sirvan para proteger la libertad de otros individuos. El papel del Estado en este aspecto debería reducirse al de una suerte de guardavías, impidiendo y castigando los delitos sexuales más obvios, como la violación, el tráfico de personas y el abuso infantil por ser claramente lesivos a los derechos de otros individuos. Lo que sí me parece inadmisible es que la conducta sexual se vea regulada —y mucho menos definida— en base a los presupuesto de una ideología —religiosa o política— que aspire a la regimentación social y a la creación de un orden uniforme, en el cual el individuo será necesariamente víctima de la opresión.
En Cuba, a la homofobia heredada —que se conciliaba bastante con la tolerancia que es intrínseca a una sociedad liberal como la que antecedió al castrismo— viene a sumarse, al triunfo de la revolución, el ideal redentorista de un colectivismo que niega, por definición, las libertades individuales, incluida la libertad sexual. Cuando a mediado de los años sesenta la revolución castrista se propone la creación de su "hombre nuevo", un sujeto obediente, viril y dispuesto a dar su vida por aquel proyecto delirante, los homosexuales representan un incordio. Los prejuicios a que nos referimos antes les atribuyen una falta natural de vocación heroica, y su propia cosmovisión (siempre a contracorriente, siempre particular) los hace naturalmente indóciles para la vasta empresa de la construcción del socialismo. Las UMAP tuvieron por objeto, ingenua y malvadamente a un tiempo, la reforma o, al menos, la sujeción de aquellos que, por su propia conducta, constituían un mentís a la uniformidad que se les imponía a los cubanos. Sabemos que el resultado neto fue un fracaso, no por ello menos criminal.
Aunque las UMAP se cerraran , la discriminación a los homosexuales se mantuvo en Cuba durante décadas mientras el proyecto castrista tenía, o pretendía tener, alguna pujanza. En 1968, el año de la llamada "ofensiva revolucionaria", donde se expropian todos los pequeños negocios que habían sobrevivido a las masivas confiscaciones de principios de la década, es también el momento en que el régimen emprende nuevas persecuciones y redadas contra todos los elementos que califica de extravagantes, o diversionistas. Es la época en que aparecen los tribunales populares y algunas curiosas figuras delictivas como el "delito contra la conciencia socialista del pueblo" que tratan de salvaguardar la imagen icónica del revolucionario, sobre todo del “joven revolucionario”, frente a los modelos de la "contracultura" que llegan del norte y de casi todas partes.
La juventud cubana quiere sumarse a los movimientos de inconformidad que en ese momento agitan al mundo, pero el régimen castrista, empieza a hablar de una "fabulosa" zafra azucarera de 10 millones de toneladas y radicaliza su sovietismo al respaldar públicamente la invasión de Checoslovaquia. Eso sucede en agosto. Y en octubre hay una recogida masiva de elementos "antisociales" (prostitutas, homosexuales, hippies, jóvenes que quieren vivir en su época y no responden a la imagen afeitada y rapada del realismo socialista que pretende imponérseles). Aunque ya no hay focos de alzados en armas ni ocurren sabotajes de la misma manera que en los primeros años de la revolución en el poder, el nivel de represión es intenso.
El 10 de noviembre de ese año, cuando yo ingreso en prisión, luego de andar diez días náufrago en alta mar, en Cuba hay alrededor de cien mil presos políticos repartidos en un centenar de cárceles y campos de concentración (más que la totalidad de los presos políticos del resto de los países del continente en ese momento). A esto hay que agregar las miles de personas que han solicitado salir del país —en la segunda gran oleada migratoria que comenzó por el puerto de Camarioca en 1965— y que ahora tienen que servir en la producción agrícola hasta que les llegue el momento de la salida. En ese año 68, la depuración de profesionales y empleados relacionados con la docencia es general. La mayoría de los mejores maestros y profesores de que podía hasta entonces presumir el sistema escolar cubano (en todos los niveles, desde la escuela primaria hasta la Universidad), son despedidos o jubilados forzosamente. Para entonces ninguna persona homosexual ni de convicciones religiosas podrá estar al frente de un aula. La tiranía cree que el paraíso que se propone construir, digno de cualquier legendaria utopía, está al alcance de su mano.
Después del fracaso de la Zafra de los 10 millones, en el año 1971, la política cultural se hace aún más rabiosamente ortodoxa con la llamada "parametrización" que se impone ese año a partir del Congreso de Educación y Cultura y que, si bien los encargados de aplicarla desde la Dirección Nacional de Cultura y del Instituto Cubano de Radio y Televisión son unos mequetrefes llamados Luis Pavón y Jorge Serguera, su verdadero inspirador y autor es Fidel Castro, quien define las pautas a seguir en la clausura de ese congreso. Acaba de tener lugar el "caso Padilla" y el régimen reacciona a las críticas que le llegan del exterior con la típica soberbia de las tiranías. Se reafirma la censura, se le exige a los intelectuales —como diez años antes y más— la incondicionalidad absoluta y se emprende una gigantesca purga que afectará sobre todo a los homosexuales que son masivamente expulsados del mundo cultural: en el cine, la radio la televisión, el teatro etc. se aplica la parametrización a los antisociales. Casi al mismo tiempo entra en vigor la "ley contra la vagancia" que fuerza a muchos de estos egresados del mundo cultural a optar por los trabajos más rudos y miserables.
A mediados de la década, cuando el régimen finalmente se "institucionaliza" mediante una constitución espuria que es un calco de la Soviética y las estructuras de poder omnímodas se sienten dueñas de la situación, a pesar de la parálisis económica, las pautas de discriminación contra los elementos desafectos —o que, como los homosexuales, no encajan en el canon que acaba de consagrarse— no cambian ni se modifican para bien, si no que se perpetúan. A esto se suma un profundo sentimiento de frustración pública que culminará con el asalto a la embajada del Perú en abril de 1980 y el pogromo que el régimen aprovecha para hacer de los elementos a los que tilda de "escoria" (homosexuales, vagos, delincuentes comunes, locos) que hacina, en los barcos particulares contratados por personas del exilio para rescatar a sus familiares, despojados de todos sus bienes y luego de haber padecido, muchos de ellos, el monstruoso escarnio de los actos de repudio: linchamiento verbal y a veces físico de los que, a pesar del precio oprobioso que se ven forzados a pagar, han optado por la oportunidad de escapar, de rehacer sus vidas, de reconstituirse como personas fuera de Cuba.
Así estrena el castrismo la década del ochenta. El régimen lleva más de 20 años de poder absoluto y, aunque se han ensayado diversas tácticas represivas, la estrategia de la represión siguen siendo la misma. En ese contexto, el homosexual es un paria, un elemento antisocial per se a quien, si bien no se le condena al exterminio—conforme a los métodos del nazismo o del maoísmo— está destinado a convertirse en no persona, en un sujeto invisible en el proceso que todavía en esa fecha —no obstante los innumerables fiascos, y la destrucción física del país y el envilecimiento de la ciudadanía que ya van siendo visibles— aspira a la utopía marxista.
En la década del 80 —pese a que algunos recuerdan una relativa mejoría en el abastecimiento de ciertos rubros— la coacción de las libertades, la discriminación, las purgas en escuelas y centros laborales para individuos percibidos como desafectos o antisociales, los homosexuales entre los primeros, siguen estando a la orden del día. Y esa situación se mantiene casi intacta hasta la década siguiente cuando el súbito colapso del mundo comunista y la desaparición de la Unión Soviética tienen una devastadora repercusión ideológica en Cuba que obligan al remiendo de una estructura carcomida.
Me he permitido este recuento para responder a los que dicen que la persecución, discriminación y marginación de los homosexuales en Cuba fueron errores transitorios, actos fallidos de funcionarios ineptos o malvados o fruto de la inexperiencia de un proceso político profundamente humano, liberador y noble; cuando, por el contrario, fue el resultado de una deliberada política de Estado, dictada e impuesta desde las más altas instancias del poder durante más de 30 años y que, si algo ha cambiado —como algo ha cambiado respecto a las manifestaciones de la fe religiosa— no se debe a bondad alguna, ni a ningún sincero deseo de reforma o de "rectificación de errores", sino al hecho simple de que el ideal del "hombre nuevo" se hizo trizas para dejar tan solo el feo rostro de una tiranía decrépita que quiere abrigarse con los andrajos de un trasnochado nacionalismo.
En la medida en que el castrismo se ha ido desvencijando, religiosos, homosexuales y cuentapropistas han ido adquiriendo ciertos espacios de libertad que más que muestras de auténticas reformas son concesiones "menores" y muchas veces caricaturescas de un régimen que no tiene salida y que se siente obligado a apelar a la alianza con sus antiguas víctimas. El caso más emblemático y patético es el del cardenal Jaime Ortega, que siendo seminarista fue internado en uno de los campos de las UMAP y que ha terminado por ser uno de los más obsecuentes interlocutores de Raúl Castro.
Entre los cubanos del exilio muchos han celebrado esta "despenalización" de la homosexualidad, y el que los homosexuales puedan agruparse y definirse como tales sin temor a la represión estatal y bajo ese palio que ha tendido la hija del tirano en funciones y que desde el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX), se ha expresado abiertamente en contra de la homofobia.
Que la homofobia se denuncie y la libertad sexual se proclame parecerían, a primera vista, acciones inobjetables. Sin embargo, el que esto ocurra en un país donde la mayoría de las libertades fundamentales son desconocidas o se ejercen en un nivel de subsistencia, hace desconfiar de esta apertura que más bien podría interpretarse como un acto de travestismo (nunca mejor dicho), de manipulación y de farsa. Nadie puede ser libre de expresar plenamente su sexualidad, si antes no es libre como individuo, que es su condición humana básica. No es concebible que pueda haber una auténtica libertad sexual en un país donde no existe una prensa independiente, donde sus ciudadanos no pueden entrar y salir sin restricciones, donde no se puede organizar un partido político para postular candidatos y concurrir a elecciones, donde la educación está librada a los fueros del Estado, donde los que disienten son acosados por turbas que el gobierno organiza y protege o son arrestados y encarcelados por expresar sus opiniones. En este clima de tiranía, que no da señales de corrección, el que se critique la homofobia o se permita que los homosexuales desfilen por la vía pública —en tanto hostigan a las Damas de Blanco— constituye una burla grotesca.
Me parece a mí que incluso en las democracias occidentales, donde los homosexuales ganaron su derecho a ser aceptados como resultado de un proceso orgánico en el seno de sociedades que ya garantizaban todos los derechos básicos, la homofobia resultará verdaderamente superada y la libertad sexual será plenamente ejercida, cuando organizaciones como la que convoca este foro no tengan razón de existir, porque nadie tendrá la necesidad de afirmar sus preferencias en materia de sexualidad, ya que todas las tendencias sexuales serán vistas y tratadas por la sociedad con el mismo respeto, la misma igualdad y la misma naturalidad.
La libertad sexual y específicamente la libertad de los homosexuales de expresarse sin restricciones ha de verse más bien, por su especificidad, como un corolario, como una libertad que viene a sumarse, como un logro más, al conjunto de las libertades fundamentales, y no como una excepción en medio de una sociedad represiva; pues este supuesto logro particular, generado como una gracia por un poder omnímodo y, al mismo tiempo, fracasado, no puede interpretarse más que como una acción innoble y fraudulenta destinada a engañar, a maquillar la imagen de un sistema decrépito.
Este foro haría muy bien en enviarle a la opinión pública española e internacional, así como a los cubanos dentro y fuera de Cuba, un mensaje inequívoco de que esta reciente libertad de los homosexuales que se proclama oficialmente en Cuba, así como la actual denuncia que allí se hace contra la homofobia, no pueden aceptarse como legítimas en el contexto de una de las más antiguas tiranías de la tierra, sino que las miramos con penosa reserva y nos inclinamos a rechazarlas por creer que constituyen una burda manipulación, una más, de una de las minorías más humilladas y vejadas en la historia de esa gestión totalitaria que ya pasa del medio siglo.
La Libertad, la auténtica LIBERTAD, con mayúsculas, no puede confundirse con las migajas que caen de la mesa del despotismo. Solo en el contexto de ese clima de libertad para todos los miembros de una sociedad, puede concebirse y prosperar la libertad que procura la expresión de la sexualidad en todas sus manifestaciones y avenidas y, como una más, esa particular sexualidad que no busca la diferencia ni tiene por finalidad la perpetuación de la especie, sino que se consuma en una apasionada semejanza.
Texto leído en la clausura de las II Jornadas sobre Derechos Humanos, Sociedad Civil y Homosexualidad en Cuba. Casa de América, Madrid, 24 de febrero de 2012