Hace bastante poco sostenía una de esas discusiones acaloradas y, valga decirlo, un tanto fuera de sitio, con un amigo que, igualmente, se dedica a sufrir la actual situación del deporte en Cuba. El asunto en cuestión era el boxeo, y ya sabemos cuánta tela hay para cortar ahí.
Con notable entusiasmo aquel se llenaba la boca de elogios a propósito de la forma en que "Los Domadores" arrasaron en los recientes Panamericanos, y yo, que en modo alguno puedo tragarme semejante inflación, ripostaba diciendo que cada uno de nuestros púgiles lo había tenido demasiado fácil y redondo en ese torneo, donde no se percibió, a mi juicio, calidad alguna en los rivales.
Para nadie es secreto que Cuba, en lo que respecta al boxeo —y antiguamente también en el béisbol—, asume los eventos del continente como irse de picnic; suerte de viaje donde se va a repartir porrazos, se adquieren un par de artículos domésticos y se luchan "puntos" para la asignación del auto. No obstante, si bien nuestro equipo es un referente dentro del boxeo amateur, puede suponerse una situación más reñida cuando se abren los márgenes geográficos.
Tal es el caso de este último Mundial de Boxeo en Ekaterimburgo, Rusia, que, en principio, desmiente entre nosotros lo ocurrido en el Panamericano, y en cambio deja ver que los "buenos" y "temerarios" boxeadores insulares no lo son tanto. Su saldo así lo demuestra: viajó una escuadra de ocho boxeadores de la cual desertó uno (José Ángel Larduet); de los siete restantes, solo cuatro pasaron a cuartos de final; de esos cuatro, solo tres llegaron a semifinal y, a fin de cuentas, apenas dos vieron de cerca el oro, para que tan solo uno (Andy Cruz) pudiera alcanzarlo. Es decir: solo un oro de siete posibles, para casi un 15%.
Luego, ¿cómo leer todo esto, más allá de la frialdad estadística?
La prensa oficial cubana ha esgrimido ya una típica justificación, aunque no ha faltado quien advierta, aisladamente, como quien se siente en el deber pero no con la potestad, la necesidad de repensar el modelo deportivo cubano. Sin embargo, los comentarios iniciales abrían la senda del reproche común: "los jueces no soportan el talento cubano, y por eso nos perjudican siempre que pueden". Tan predecible que al escuchar o leer esa clase de cosas ya ni reparo en ellas, como sí en todo lo que no se narra y cada persona que está frente al televisor es capaz de ver.
Seamos serios: las derrotas fueron derrotas, y no tiene sentido maquillarlas con razones de otra índole. Una pelea robada, como yo lo veo, es una pelea donde un boxeador es notablemente superior al otro y los jueces desconocen tal realidad en su veredicto. Donde hay paridad, y se pelea golpe a golpe, no hay robo. El mejor es quien mejor luzca, quien saque ventaja de los descuidos ajenos. Nuestros boxeadores, es sabido, no resisten la presión, no saben ya imponerse, no tienen la contundencia para mancillar al otro. Se ha pasado aquí de la brutalidad, tan necesaria en el boxeo, a un estéril tecnicismo. Y preguntémonos: ¿Hace cuánto no tenemos noticias de un nocaut? ¿Cuál fue el último combate donde un cubano salió dispuesto a acabar antes de lo previsto?
A Erislandy Savón lo vimos casi arrodillado, entrampado en las cuerdas, resistiendo como podía el manojo de golpes que mal tiraba su oponente. A La Cruz le notamos la misma simple vanidad de siempre: su falsa rapidez, su también falso entrar y salir, su insoportable ausencia de golpes, hasta que el kazajo lo adivinó un par de veces y le hizo escupir el protector. Entonces, mi punto es: ¿Dónde está el valor y el aura victoriosa de nuestros Domadores? ¿Dónde su notoria pegada?
Supongo que no se puede lucir bien todas las veces, pero incluso luciendo bien, estos Domadores no convencen a nadie, menos a los jueces de más nivel internacional. Si estos últimos son unos mentirosos, unos bellacos que se placen en tumbarnos medallas y jodernos la existencia, entonces hay que ir ahí a convencerlos con buen boxeo, y esto no es más que quebrar al contrario, llevarlo contra las cuerdas y vapulearlo.
Ya va siendo hora de decirle adiós a los movimientos en falso y las carreritas tontas por el cuadrilátero. Hay que emprenderla con el otro y hacerle pasar, cuando menos, un mal rato.