Lo consiguió. Messi había hecho otra de sus maravillas: recibió el pase que le envió desde la lejanía Benegas, la bajó con el muslo izquierdo, la recogió con el empeine como si ese empeine fuese una bandeja de plata, se inclinó hacia el lado derecho y la clavó a media altura hacia el lado izquierdo, y todo eso a plena carrera, perseguido por dos nigerianos corriendo como locos detrás de él.
Entonces, el niño maleducado y consentido que vive dentro de ese gorila tatuado y gordo en que se ha convertido Maradona, no lo pudo soportar más. Tuvo lugar así la conflagración clásica de esa dualidad que caracteriza a todo conflicto psicótico: amor y odio sin posibilidad de separación. Amor paternal a Messi, su hijo futbolístico, y odio a ese hijo que hoy aparece ocupando "el lugar del padre" (Lacan), relación edípica invertida —la que merecería ser estudiada con más atención por la ciencia psicoanalítica— ligeramente esbozada por Freud en su Tótem y tabú.
Maradona lo consiguió. Hoy, un día después del partido en el que a Sampaoli y a su tropa se les iba la vida (la futbolística, por supuesto) las fotos de todos los periódicos del mundo aparecieron centradas en las aberraciones de Maradona y no en la genialidad de Messi. En sus ofensivos dedos, en sus manos levantadas hacia el cielo, en su repentina siesta, en sus brutales insultos a los dignos jugadores de Nigeria ("putos", les gritaba) y en su caída final, camino a la clínica. En todo eso Maradona consiguió —una vez más— situarse en el centro de la simbología publicitaria.
Tranquilo: nadie va a realizar aquí un psicoanálisis maradoniano. El psicoanálisis es una relación entre dos sujetos que hablan y no la disección de un objeto público, como es, o ha llegado a ser Maradona. Valgan estas líneas solo como un intento para fijar algunas certezas evidenciadas por Maradona en su lamentable espectáculo medial. Ese que fue la cristalización de la que ha sido su vida, desde que llegó al mundo, a la Villa Fiorito, uno de los sitios más pobres del antiguo Buenos Aires.
Su relación íntima con la pelota de trapo, después de cuero, su llegada a Argentinos Juniors, el apelativo de "Pibe de Oro" con que la prensa argentina lo bautizó el día de su debut, y desde ahí una carrera de triunfos y goles imposibles de resumir en un itinerario que pasa por Boca, sigue por el Barça, y culmina trágicamente en Nápoles, donde se convertiría en el icono de una rebelión popular en formato futbolístico en contra del norte italiano, pero también en víctima de los tentáculos de los capos de la Camorra, quienes le envenenaron el cuerpo y el alma a punta de cocaína.
Situado entre el mundo de lo simbólico y de lo real-imaginario, Maradona, como sucede con muchos artistas de cine, cantantes, y por cierto futbolistas (pienso en el gran Garrincha, entre otros) no logró separar al mito en que lo convirtieron, del hombre real que nunca llegó a ser. Nadie le enseñó que si bien todo mito es simbólico, no todo símbolo es un mito y que entre el mito y el símbolo reside "un ser humano, demasiado humano" (Nietzsche) El niño porteño terminó así convertido en un hombre alucinado. Alucinado por su propio mito y por la utilización del mito llevada a cabo por los inescrupulosos dueños del poder, sobre todo del poder de los poderes: el poder político. En fin: un síndrome no solo psicológico sino, además, político y cultural.
Fidel Castro, a quien jamás interesó el fútbol, lo lleva a los hospitales "milagrosos" de La Habana, de donde salió más enfermo que antes. Menem, tan inescrupuloso como el sátrapa cubano, lo convierte en el objeto político de su predilección. Chávez, otro alucinado, intentó transformarlo en el Che Guevara del fútbol mundial, el futbolista de todos los pobres del mundo. Los Kirchner, oportunistas como siempre, inventaron el "maradonismo" como ideología política. Evo Morales lo presentó como un Inca del fútbol. El dictadorzuelo Maduro lo hizo bailar reguetón, como si fuera un mono, hasta llegar a Rusia, invitado por el "padre de todas las dictaduras del mundo": Vladimir Putin.
Allí, en San Petersburgo, mirando hacia el cielo, desde su tribuna de pachá, justo cuando todos los hinchas de su país coreaban el nombre de Messi, no pudo aguantar más y explotó. La noche la pasó Maradona en una clínica. Como siempre, después lo desmintió. Pero ya era evidente. Maradona es ya un muerto en vida. Un hombre enfermo: sin remedio, sin reconciliación y —para el fariseísmo del moralismo mundial— sin perdón.
Maradona es definitivamente un síndrome que trasciende a Maradona. Ayer lo pude comprobar leyendo la cadena de insultos e invectivas que le propinaba el moralismo universal a través de las redes sociales. Frente a Maradona y sus excesos, algunos comenzaron a sentirse santos, puros y castos.
No pocos tuiteros llevaron su agresión mucho más allá de la violencia verbal ejercida por el exfutbolista. A su modo, y en sentido negativo, al convertirlo en objeto de sus agresiones, optaron por ser más maradonistas que Maradona. Incluso, quien escribe estas letras, quien motivado por cierta compasión y respeto a la dignidad humana —que hasta un Maradona merece— y advertirles que estaban opinando sobre un hombre visiblemente enfermo, le cayó un ejército de moralistas tuiteros encima, insultando sin compasión. Algunos de ellos estaban motivados por razones ideológicas —en Venezuela por ejemplo los antichavistas lo odian en la misma proporción a la que en Argentina los peronistas lo aman— y otros por supuestas razones morales. Lo que no es una contradicción. Todas las ideologías son moralistas y, por eso mismo, todas son crueles.
Escribí: "Maradona está enfermo". Pero la suya no es una gripe ni una infección. La suya es una enfermedad consustancial a la condición humana. "Animal enfermo", enunció Freud siguiendo a Schopenhauer. Enfermo como consecuencia de un clivaje: el que separa a la naturaleza de nuestra condición cultural, el que nos hace vivir permanentemente en "el malestar en la cultura".
Hay por cierto, algunos más enfermos que otros. Pero todos, sin excepción, llevamos a nuestro maradonita escondido dentro del alma. En algunos —es el caso de Maradona— asoma con fuerza hacia el exterior. En otros, parece dormir, hasta que despierta siniestramente en nuestros sueños y pesadillas, o en reacciones repentinas que nunca creímos poseer. Otros lo subliman en los desvaríos del arte y de la poesía, en la severidad religiosa, en la aparente bondad, y casi siempre, en la prédica moral inquisitoria, como es el caso de los tuiteros a los que ya hice mención, tanto o más enfermos que el propio Maradona.
He estado mirando lentamente el video que nos muestra a Maradona haciendo gestos obscenos y pantominas místicas. Se trata evidentemente de simples actos exhibicionistas. Con ello quería decir: miren, mírenme. Yo existo. Yo soy yo. Yo soy el que era y fui y quiero seguir siendo. A su modo, y en un estilo pueril, Maradona actuaba en defensa propia frente a su propia culpa. Esa que el gran Santos Discépolo definió mejor aún que Freud: "la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser".
¿Quién al fin y al cabo quiere dejar de ser? Ese niño, "el pelusa" a quien todos admiraban cuando desde muy chiquito hacía lo que quería con la pelota de trapo en sus pies, ese futbolista precoz llamado el "Pibe de Oro", esos cientos de goles con o sin la mano de Dios, ese mediocampista fiero que se metía en el área chica a pura gambeta entre un bosque de piernas, ese era Maradona. Y Maradona quiere ser Maradona, y como nunca volverá a ser Maradona, intenta al menos ser un anti-Maradona. O dicho de otro modo: si ya no es amado, al menos quiere ser odiado.
Lo consiguió. Maradona lo consiguió: no nos dejó indiferentes.
Este artículo apareció en el blog Polis. Se reproduce con autorización del autor.