Back to top
Crítica

Largas serpientes de páginas

El editor y ensayista Roberto Calasso responde en un libro qué debe ser un editor literario: 'un intelectual y un aventurero, un industrial y un déspota, un tahúr y un hombre invisible, un visionario y un racionalista, un artesano y un político'.

La Habana

Varias figuras de interés desfilan por las páginas de La marca del editor, volumen conformado por artículos, conferencias y algunos textos inéditos de Roberto Calasso (Florencia, 1941) dedicados, como indica el título que los ha reunido, al tema del profesional de la publicación de libros y lo que puede —lo que debe— significar la frase "sello editorial".

A una de esas figuras la trae Calasso del Renacimiento. Se trata de Aldo Manuzio, el impresor que en 1499, en Venecia, publica el enigmático Hypnerotomachia Poliphili (algo así como La batalla de amor dentro de un sueño de Polifilo): primera novela de un autor desconocido (sigue siendo desconocido hoy; se sospecha que fue un monje dominico) escrita por demás en un lenguaje imaginario, inventado. "Una especie de Finnegans Wake" —describe Calasso el incunable— "compuesto de mezcolanzas e hibridaciones de palabras italianas, latinas y griegas (mientras el hebreo y el árabe se comparaban en las xilografías). Una operación más bien arriesgada, se diría".

Apenas tres años después, en 1502, Aldo Manuzio firma una operación bien distinta, pero en cierto modo complementaria: publica un volumen de Sófocles en tamaño pequeño, formato definido por él como parva forma, alumbrando de esta manera el primer paperback o libro de bolsillo de la historia. Si antes se la jugó con un debut anónimo e inexplicable, ahora cogía un clásico y transformaba los gestos asociados a su lectura.

Este Manuzio viene siendo el santo patrono de la idea de edición —la marca— reivindicada en La marca del editor. Porque para Roberto Calasso un buen editor ("aquel que publica aproximadamente una décima parte de los libros que querría y quizá debería publicar", define también) es aquel que trata de hacer lo que ya hacía el humanista veneciano 500 años atrás. Hay ahí una propuesta de estirpe, ilustrada a lo largo del libro con una constelación de nombres del siglo XX.

Alfred Vallette, por ejemplo, quien afirmaba no leer los libros que publicaba en los despachos del Mercure de France, porque lo suyo era sacar cuentas de cocina. "Pero su cocina", nos recuerda Calasso, "alojaba a Jarry y Léautaud, Schwob y Remy de Gourmont, Bloy y Valéry".

Giulio Einaudi, que tampoco era lo que se dice un lector, pero si algo sabía era "explotar una de las características particulares de esa singular elite en la que nació: reconocer a las personas 'de valor' (como se decía ingenuamente por entonces)". La editorial que Einaudi puso en marcha en Italia destacó con rapidez entre las otras: era, sencillamente, "como un animal provisto de una fisiología distinta".

Roger Straus, con quien bastaba pasar cinco minutos "para comprender que si la actividad del editor no es sacudida con frecuencia por una carcajada quiere decir que hay algo que no funciona". (Observación que también tiene su matiz de fisiología.) De Straus diría el gran Joseph Roth: "Cuando se encuentra ante un dilema elige siempre la solución más generosa".

Peter Suhrkamp, quien como Einaudi en Italia, unió su nombre a toda una época, modeló con su influencia la comprensión de toda una cultura: "para quien quiera un día acercarse a lo que ha sucedido en la cultura alemana, entre miserias y grandezas, en la segunda mitad del siglo XX, la mejor guía será el catálogo del sello editorial creado por Peter Suhrkamp".

Y antes de Suhrkamp, Kurt Wolff, creador de una colección de cuadernos negros de formato vertical llamada Der Jüngste Tag, El Día del Juicio ("título que hoy parece completamente apropiado para una colección de libros que llegaron a salir en Alemania durante los años de la Primera Guerra Mundial"). Wolff, que publicó a Werfel, a Walser, a Trakl, a Gottfried Benn, y que hoy es conocido principalmente por haber sido editor de Kafka cuando este era un joven desconocido. "Pero leyendo las cartas que Kurt Wolff le escribía se darán cuenta enseguida", observa Calasso, "que el editor simplemente sabía quién era su interlocutor".

La colección, el catálogo, el juicio propio, son aquí fundamentales. El editor puede ser muchas cosas al mismo tiempo ("un intelectual y un aventurero, un industrial y un déspota, un tahúr y un hombre invisible, un visionario y un racionalista, un artesano y un político"), pero si hay algo que debe tener es "la capacidad de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un único libro". Alguien que ensambla, engarza, eslabona; una suerte de compositor o artista del bricolaje, que ejecuta una obra a través de las obras de otros:

"¿Qué es una editorial sino una larga serpiente de páginas? Cada segmento de esa serpiente es un libro. ¿Y si consideráramos esa serie de segmentos un único libro? Un libro que comprende en sí múltiples géneros, estilos, épocas, pero en el que se avanza con naturalidad, esperando siempre un nuevo capítulo, que cada vez es de un autor distinto. Un libro perverso y polimorfo, en el que se aspira a la poikilía, a lo variopinto, sin rehuir los contrastes ni las contradicciones, pero donde hasta los escritores enemigos desarrollan una sutil complicidad, que acaso habían ignorado en vida."

Y claro, hablar de todo esto es hablar de la prestigiosa editorial con sede en Milán de la que Roberto Calasso es presidente y director literario. Porque La marca del editor también es un libro de memorias, una autobiografía escrita y pasada en limpio en torno a una conocida marca europea: Adelphi.

El escritor italiano es generoso compartiendo recuerdos y reflexiones sobre su trabajo. Desde los aspectos más técnicos, las tipografías, los textos de solapa y la búsqueda, particularmente interesante, de imágenes de cubierta —"había que identificar a ciertos pintores que, por razones no fácilmente descifrables, parecían haber sentido, cualquiera que fuera la época en que vivieron, una suerte de vocación de volverse portadas, cosa que acaso los hubiera contrariado (como es el caso de William Blake)"—, hasta el modo en que Adelphi entre 1970 y 1980 fue definiendo su vínculo característico —"nexo diamantino" es la expresión de Calasso— con la cultura centroeuropea, esa inagotable Mitteleuropa literaria cuyo centro estuvo en Viena.

La fortuna de la Biblioteca Adelphi, leemos, "comenzó a cristalizarse cuando cierto número de lectores descubrió, libro tras libro, que esa constelación se estaba dibujando, sin distinción de géneros, en el interior de una misma colección. […]  Hofmannsthal abrió el camino, seguido por Kraus, Loos, Horváth, Roth, Schnitzler, Canetti y Wittgenstein". También publicarían la autobiografía de Bernhard, de quien Calasso refiere un buen par de anécdotas de las ocasiones en que compartió con él. (En una de ellas hay historias de cementerios, pastillas contra el insomnio, fantasmas praguenses en la medianoche…)

Historias, fantasmas y remembranzas de una época que podría ser considerada como la edad de oro de la edición: el siglo XX, cuando esta idea del sello editorial como forma se vuelve dominante y expansiva, cuando una editorial puede llegar a redibujar un mapa con sus colores y convertirse en algo muy parecido a un imperio. El escritor italiano celebra los vastos dominios de Gallimard, que se extiende allí donde suena la lengua francesa; pero basta recordar, más de cerca, cómo los colores de Anagrama han forjado toda una sinestesia de la lectura en América Latina. En La marca del editor hay un tono de añoranza por estos buenos viejos tiempos, y una suerte de lamento por la crisis que significa el presente para el mundo de la edición, entre los imperativos de rápidas ganancias económicas y, sobre todo, la irrupción del libro digital.

"Parece cada día más evidente que, para la tecnología informática, el editor es un estorbo, un intermediario del que podría prescindirse sin pesar", leemos. Pero, ¿en realidad es tan evidente? ¿Y no es evidente que en ese lamento se esquivan otras discusiones, más provechosas, sobre la relación entre capital económico y capital literario? Este Calasso apocalíptico es lo más predecible y lo menos interesante del volumen. Aun así nos dispensa ironías subrayables; un par de ellas, por ejemplo, dentro de la siguiente diatriba:

"El mundo está viviendo una suerte de obsesión informática que ha alcanzado una fase de paroxismo. Su principal artículo de fe es la accesibilidad inmediata a todo. La tablet, o cualquier otro device (conviene mantener los términos ingleses porque solo en esta lengua los objetos en cuestión emanan su aura sagrada), deben garantizar que cualquier cosa esté al alcance de la mano (incluso literalmente, en cuanto puede convocarse con un simple touch). No solo eso: todo debe suceder dentro de un número mínimo de centímetros cuadrados. El device tiende, así, a convertirse en un cerebro-sombra, bidimensional y privado de la desagradable consistencia viscosa del cerebro humano."

En uno de esos devices fue que pude leer yo La marca del editor, un formato epub de libre descarga o pirateado, qué remedio. Y, tal vez porque sobrevivo fuera del imperio Anagrama, la única aura que para mí emanaba de la pantalla era el brillo emitido por un libro de Roberto Calasso. Una pantalla que posiblemente sea también el mejor lugar, si no el único, donde leer hoy en día el ilegible Hypnerotomachia Poliphili. Tenerlo al alcance de la mano, o algo parecido.


Roberto Calasso, La marca del editor (traducción de Edgardo Dobry, Anagrama, Barcelona, 2014).

Sin comentarios

Necesita crear una cuenta de usuario o iniciar sesión para comentar.