La amante de Wittgenstein (Destino, Barcelona, 1995), una celebrada novela dentro de la llamada "ficción experimental" made in USA, era hasta hace poco el único título traducido al español del exBeat Generation David Markson (1927-2010). Con la publicación el año pasado de La soledad del lector (1996), por parte de la editorial argentina La Bestia Equilátera, el público hispanoamericano puede seguir acercándose a la obra de quien parece ser uno de los escritores más secretos, más interesantes y menos exportables de la literatura estadounidense de las últimas décadas.
Entre un libro y otro hay como un resecamiento en la escritura. En La amante de Wittgenstein teníamos un personaje —una mujer nómada que está literalmente sola en el mundo, última habitante de ciudades deshabitadas— cuyos movimientos permitían articular un relato. La soledad del lector ya ni siquiera puede llamarse novela. La idea es más apocalíptica: apenas una acumulación de imágenes fijas, un cementerio, las dunas de una playa o un desierto, una casucha de madera y la desenfocada figura autobiográfica de un Protagonista/Lector.
Lo demás, en palabras del narrador, son "restos flotantes" y "cositas sueltas", la total intemperie que el título original en inglés —Reader’s Block— captaba mucho mejor: recuerdos, apuntes, citas, alusiones, anécdotas, listas disímiles; un collage de fragmentos de "críptica sintaxis interconectiva", una "semificción seminoficcional" hecha con múltiples circuitos de referencias cruzadas.
Uno de estos circuitos tiene que ver con el béisbol. Markson coloca una pelota de béisbol en la repisa de la ventana del Lector, junto a una banderita de los Estados Unidos y una calavera. Aquí la pelota participa de cierta condición fantasmal, la misma que impregna todas las páginas del libro.
(De hecho, el béisbol como algo fantasmagórico es perceptible en la propia traducción. En la página 79 leemos: "Con la pelota de béisbol que está en la repisa de la ventana del Lector cometió una falta Ted Williams en el Yankee Stadium". Cometer una falta: a la traductora argentina no le queda más remedio que convertir en futbolista al jardinero de los Medias Rojas. No importa que la oración siguiente diga que la pelota rebotó en las gradas. ¿Qué cosa es eso de batear un foul?)
(Ahora recuerdo lo que dijo el exfutbolista argentino Santiago Solari en su blog de El País sobre las divisiones internas del Real Madrid: algo como que si las cosas seguían de esa manera, era preferible convertir el Bernabéu en un estadio de béisbol, "y que matemos el tiempo mascando chicle". Jugar pelota, mascar sin sentido, masticar el sinsentido: el gran aburrimiento. Un poco como ese chicle difícilmente exportable es el material de Markson, que en lugar de digerir una forma convencional nos muestra una rumia antinarrativa. Salivaciones.)
Leemos en La soledad del lector: "Malcolm Melville había jugado en un equipo de béisbol de su barrio. Esto cuando el propio Melville ya estaba en los galpones de la aduana, y con prácticamente toda su ficción diez o quince años detrás de él. No surge la imagen del autor sombrío e ignorado parado junto al campo de juego".
Con lo cual, no hace falta decirlo, la imagen surge inmediatamente: Herman Melville como un fantasma opaco, que está pero a la vez no está ahí, junto al terreno donde juega su hijo.
Otra anécdota: Marilyn Monroe está en Tokio, de luna de miel tras su segundo matrimonio. Allí la va a ver un general y le pregunta si no querría, como gesto patriótico, visitar a las tropas estadounidenses que libran la guerra de Corea. Marilyn accede; realiza diez presentaciones ante cien mil soldados y al regreso le comenta a su esposo: "¡Fue tan maravilloso, Joe! Nunca escuchaste semejante ovación". Y él le dice: "Sí, sí la he escuchado".
Joe era Joe DiMaggio, por supuesto. En 1954. Extraigo esta escena marital del perfil que le dedicara el cronista Gay Talese al gran bateador, incluido en el volumen El silencio del héroe (Alfaguara, Madrid, 2013).
Tenemos entonces, por un lado, al escritor como un observador más que anónimo: una presencia invisible, que no llega a estar del todo en las gradas (está en otras partes). Y por otro lado, al pelotero superestrella y su curiosa deriva atleta-vedette-divo pop, el resorte de todas las miradas.
Pensando en eso, en el espacio entre ambos lugares, en la tensión que existe entre el centro del espectáculo y sus márgenes, esa zona fantasma que se extiende más allá del campo de juego y que lo sobrevuela como una nube negra cargada de interferencias, como una lluvia de estática televisiva, me acordé de dos buenos poemas de dos escritores cubanos contemporáneos.
El primero es de Carlos Esquivel. Se titula "Oda de invierno" y es el texto más largo de todos los incluidos en su poemario Matando a los pieles rojas (Unión, La Habana, 2008), cuyo hilo conductor es precisamente el béisbol. Habla de un pitcher nombrado "Ariel" a secas, pero las referencias dispersas (New York, Chicago... ¡una oda a Contreras!) permiten al lector movilizar un contexto.
Leemos:
cuarto inning, el Cleveland parece un espejo
de pústulas, sin out
pero con un sonido de noventa y ocho millas
con el viento contrario, y Ariel en los
árboles,
y Ariel en las ranas que cruzan los desfiladeros
y tugurios perdidos
y Ariel con el ángel de la isla
con la patria entera
como un recodo de muchachos que no son él
y van a las calles de aridez a morir sin poder morir
en el cuchillo de Cuba
Unos versos atrás Esquivel recordaba "esos martillos aislados del Latino/ mi patria como un vendedor de botellas vacías/ mi patria como cazuela de hervir". Pichear, como hace Ariel, "con la patria entera", es dibujar esta inevitable curva árida, lanzar desde los tugurios de la aridez cubana.
Hay una superposición: lo interesante no es que Ariel provenga de unas calles donde los muchachos mueren sin poder morir, sino que esas calles están ahí, atravesando el estadio, cercando un montículo de la gran carpa. Como también está ahí esa multitud zombi de muchachos pasados por el cuchillo de Cuba, degollados con cada lanzamiento. Podemos ver sus cuellos en el público.
El otro poema también es sobre un pitcher. (¿Cuántos poemas de pitcheo hay actualmente, o se necesitan, en la literatura cubana?) Hacia las páginas finales de Distintos modos de cavar un túnel (Unión, La Habana, 2003), del imprescindible Juan Carlos Flores, encontramos "El síndrome de Ibar":
Cheo Ibar, lanzador preciosista, quien ha sido el máximo ganador de juegos, en las ligas cubanas, durante dos temporadas seguidas, pierde los partidos más importantes, esos que tendría que ganar para que su team se corone, yo le digo a mi madre, mientras que con paciencia de sastre por el tosco utensilio preparo el aliño que se ha de comer, junto al flaco pescado y el poquito de arroz [...] Santa, cambia el dial del radio, y por tu amor no llores...
Allá, en el invierno de Ariel, cazuelas y botellas vacías; aquí, en un texto de barrio tal vez similar al terreno donde jugaba Melville hijo, el escritor yuxtapone al pitcher preciosista un tosco utensilio, un pescado flaco y un poquito de arroz. Cheo Ibar, también, como esa paciencia de sastre en lo inclemente y lo precario.
Si hay algo que está claro en el conjunto de síndromes que es la poesía del náufrago de Alamar, es que un síndrome es siempre colectivo. Lo opuesto a la ovación no es el silencio, la soledad del perdedor o del ídolo caído, la ovación que se extingue (en el DiMaggio envejecido que retrata Gay Talese, un DiMaggio que ya no puede sostener el bate, hay todavía una dimensión singular y heroica). Lo opuesto a la ovación es ese movimiento del dial de una radio doméstica.
Hacia el ruido. Hacia el chirrido entre dos frecuencias.