El pasado 11 de octubre falleció en su hogar en Coconut Grove, Florida, el historiador de arte y profesor universitario Juan A. Martínez. Contaba con 69 años y llevaba casi una década padeciendo de una enfermedad muscular.
Nacido en Jaruco, Cuba, el 2 de septiembre de 1951, Juan partió al exilio siendo un adolescente con su familia por vía de España. Finalmente la familia se radicó en Miami, donde viviría el resto de su vida. Juan se doctoró en Historia de Arte en la Universidad del Estado de la Florida, donde su tesis fue transformada en su primer libro, el hoy clásico e indispensable Cuban Art and National Identity. The Vanguardia Painters, 1927-1950 (1994).
Ejerció la docencia primero en Miami Dade Community College, y en Florida International University, de donde se jubiló debido a las dificultades de su enfermedad. Tuvo dos hijos de su primer matrimonio (Natalia e Iván), y paso los últimos años de su vida con su segunda esposa, la maestra de arte y pintora Patricia Wiesen.
Estos son los hechos básicos que conformaron su vida, y que no nos dan una idea más allá de lo superficial. El hombre, el maestro y el intelectual que fue Juan Martínez van más allá de estos hechos materiales.
Un hombre sereno y alegre, Juan era como dice el poema de Antonio Machado, bueno "en el buen sentido de la palabra bueno". Sus alumnos y amigos lo llamábamos "profe" —sin duda un reflejo de su generosidad en compartir, enseñar, pero siempre con modestia.
Leí su importante primer libro con admiración en cuanto salió, y lo conocí en 1994, en la tercera reencarnación del Museo Cubano. Ambos, junto con Ricardo Viera, Lynette Bosch e Inverna Lockpez, habíamos sido invitados a formar parte de un comité de consejeros. Tristemente, nuestros "consejos" no tuvieron mucho impacto y el museo finalmente cerró. Juan, con la ayuda de Ramón Cernuda, salvó la modesta colección, la cual terminó en el Museo de la Universidad de Miami.
De ese encuentro inicial creció nuestra amistad, y la verdad que nos llevamos bien desde el primer instante. Compartíamos una pasión por el arte de Cuba y Latinoamérica, un sentido de humor irreverente, el compromiso con lo que Juan llamaba "una prosa franciscana y transparente" y, siendo productos del exilio cubano, un anticastrismo independiente y de izquierda.
Cualquier estudiante de Arte cubano que se acercaba a Juan, era recibido generosamente. Él daba consejos, presentaba coleccionistas y artistas, abría puertas y leía manuscritos. Fue un mentor generoso de eminentes curadores e historiadores de Arte como E. Carmen Ramos, Roció Aranda Alvarado y Abigail McEwen, y muchos más.
Ahí están sus libros y sus ensayos y las exposiciones que organizó: todas pioneras y esenciales en el arte de Cuba y del exilio.
Nos encontrábamos al menos una vez al año en la conferencia de historiadores de arte y artistas visuales (College Art Association) —en New York, Los Angeles, Chicago, Boston. Eran tres o cuatro días de intercambio intelectual, bromas, alegría y cervezas, visitas a los museos locales y quejas sobre el frío pues la conferencia siempre se daba en febrero.
En 1999, en Los Ángeles, Juan y yo presentamos el primer panel en College Art Association, exclusivamente dedicado al arte cubano. Recuerdo nuestras caminatas por el downtown, buscando un buen expreso, y visitando el recién abierto Getty Museum, donde quedamos deslumbrados por La entrada de Cristo en Bruselas, del belga James Ensor.
Juan me invitaba a participar en paneles en Miami, y así comencé a visitar la ciudad con frecuencia. Inevitablemente íbamos al Versailles a tomar café y comer pastelitos de guayaba o sopa de malanga. En un nivel profundo, a Juan le debo mi reencuentro y reconciliación con Miami y la aceptación de que es, para bien y para mal, la capital espiritual del exilio cubano. También le debo amigos esenciales como Arturo Rodríguez y Demi, y Ramón y Nercys Cernuda. Los verdaderos amigos siempre nos regalan sus buenos amigos y Juan hacía eso con frecuencia.
En 2002 ambos presentamos uno de los primeros paneles de arte latinoamericano en la conferencia anual de historiadores de arte del Reino Unido. Fue en la maravillosa Liverpool. Bebimos extraordinarias cervezas, comimos fish and chips, y nos empachamos visualmente con los cuadros de los prerrafaelitas y los "Glasgow Boys" en el Museo de Arte de la ciudad.
La última noche de la conferencia, después de la obligatoria y aburridísima cena oficial, salimos con un colega irlandés llamado McGuinness en busca de una taberna cuyo edificio había sido un banco Beaux Arts en el siglo XIX. El lugar tenía fama de tener la mejor cerveza oscura local, cosa que comprobamos generosamente hasta que cerró su puerta de madrugada. A esa hora ya no había autobuses y era muy difícil encontrar un taxi. Gracias al buen humor de un policía que nos encaminó con instrucciones hacia el dormitorio de estudiantes donde nos estábamos hospedando los conferencistas, salimos andando.
Creo que caminamos como una hora y media, atravesando partes de la ciudad de Liverpool. De pronto Juan se dio cuenta que estábamos frente al club donde los Beatles habían comenzado su carrera y en unos minutos cruzábamos Abbey Road.
Espontáneamente los tres nos pusimos a cantar la canción con entusiasmo, y la melodía cantada con acentos cubano e irlandés abrió un par de ventanas en el barrio y nos mandaron a callar. Minutos más tarde, ya sobrios y entrando en los dormitorios, Juan me dijo, "Alejo, la verdad que la calle no era nada del otro mundo, pero de nuevo el arte transformó lo ordinario en una melodía inolvidable".
En febrero de 2011 presentamos su monografía de María Brito —parte de la serie A Ver— en El Museo del Barrio de Nueva York. La presentación fue un éxito rotundo; se vendieron muchos libros y Juan estuvo brillante, chistoso y con su usual claridad. Prácticamente todas las figuras claves de la historia del arte latinoamericano y latino actual estaban presentes; desde Chon Noriega (editor de la serie A Ver) a Mari Carmen Ramírez, Robin A. Greeley y Andrea Giunta, Gustavo Buntix y Florencia Bazzano, Laura Malosetti y Rocío Aranda. Con su usual humor, Juan me comento: "Alejo, si alguien pone una bomba aquí, ¡el arte latinoamericano deja de existir!" Después del evento nos retiramos “los compinches” a celebrar en un restaurante mexicano en Spanish Harlem, donde bebimos bastante Negra Modelo y comimos mole.
Siempre recordare a Juan con una sonrisa —hasta en momentos de confrontaciones verbales en paneles, Juan se reía—. Me decía: "No te encabrones Alejo, no vale la pena. La vida es muy breve para encabronarse por cuestiones de arte". Tenía razón y la sigue teniendo.
Con los años siempre nos dábamos a leer mutuamente lo que escribíamos antes de publicar. Crítico y constructivo en sus comentarios, yo siempre aprendía de sus lecturas. Tuve el placer de leer en manuscrito su monografía sobre María Brito un par de veces, su magnífico libro sobre la vida y obra de Carlos Enríquez (su pintor cubano favorito), y en los últimos años su inédita monografía de Fidelio Ponce, al igual que prosas breves donde mezclaba la ficción con la creación de una obra de arte específica, fuera cuadros de Ponce o Enríquez o una foto cubana de Walker Evans.
Nuestros encuentros más inolvidables fueron los deliciosos almuerzos preparados por su mujer Patricia, con Arturo Rodríguez, Demi y María Brito, mi mujer y mi hija. Con afecto y humor, sentado a la cabeza de la mesa, Juan celebraba con nosotros el sacramento de la amistad.
Sobre las figuras claves de vanguardia cubana coincidíamos. Ambos éramos devotos de "los tres grandes": Peláez, Enríquez y Ponce, debido a sus visiones originales del mundo y su único lenguaje plástico. Y también nos gustaban los artistas excéntricos y marginales como Arístides Fernández y Rafael Blanco. Sobre los artistas de nuestro exilio también coincidíamos: los de "peso completo" eran Rafael Soriano y Gay García, seguidos por Roberto Estopiñán y Agustín Fernández, y de los cubanoamericanos igual: los importantes eran Arturo Rodríguez y María Brito, Luis Cruz Azaceta y Demi, Mario Bencomo y Juana Valdés, y los difuntos Carlos Macia, Fernando Luis y Juan González.
En noviembre del 2016 Juan me honró visitando (ya en silla de ruedas) la exposición de Cruz Azaceta que organicé para el Museo Cubano en Coral Way, Miami. Lentamente repasamos la muestra, pieza por pieza, comentándolas y haciéndonos preguntas mutuas. Nunca olvidaré esa experiencia.
Los últimos dos años fueron duros para él. Su cuerpo se deterioraba rápidamente, mientras su mente mantenía una hermosa lucidez. Nunca se quejaba, siempre era positivo, hablaba de su nueva nieta con júbilo, de un libro que había leído o película que había visto recientemente.
La última vez que hablamos a finales de julio, me dijo que los días eran bastante difíciles, pero que todavía tenía momentos buenos, gracias a Patricia y a sus hijos. Me habló de un sueño en que él, Carlos Enríquez y yo estábamos en la taberna de Liverpool, y que el pintor formó una bronca pidiendo ron Matusalén, pues los taberneros no lo tenían. Nos reímos, me pidió excusas pues se sentía cansado y terminamos de hablar. Prometí volver a llamarlo. Intercambiamos textos durante sus últimos meses de vida, pero no volvimos a conversar. Seguiré conversando con sus libros.