He aquí una gran contradicción, al menos para mí. Factoría Habana abre sus puertas con una exposición colectiva —intersections—de los Capotes, Arrechea, Marco A. Castillo, Tonel, Garaicoa, Dagoberto Rodríguez, Fernando Rodríguez, Toirac, Rafael Villares y un grupo de artistas extranjeros que se concentra en la planta superior. Yo husmeo en toda la galería, pero me detengo un buen rato en el primer piso, donde se recoge la muestra de los artistas cubanos. Y me quedo con esa sensación que provocan los programas de humor con una crítica autorizada; el sinsabor del vapor de una válvula de escape. ¿Hasta qué punto existe la libertad de expresión en el arte cubano actual?
No en vano es vandalizado el arte político a secas. Dígase Tania Bruguera, Coco Fusco, Luis Manuel Otero Alcántara y otros. En el momento en el que el arte de estos pasa por un radar de peligrosidad, de voceo popular, arrabaleramente insidioso y factual; entonces llega la policía y manda a parar.
¿Acaso la exposición de Factoría dice algo diferente? ¿No se trata aquí de desmontar un discurso nacionalista moldeado y trastocado por los estigmas del poder, para el poder y con el poder?
Toda esta crítica fatua carece de una cosa, de impacto. Lo cerebral demora en ser devorado, el punto de vista puede ser infinito, el símbolo polisémico, el concepto conceptual, la poesía poética, acaso yo totalmente equivocada y contrariada. Todo eso es riqueza al fin, eso está muy bien, y que se autorice, mejor.
Pero el arte aplicado a la política, la política en general, con golpe efectista, provocador, entendible en una direccional ciudadana, fuera de las galerías, involucrando al espectador, generalmente incómodo y políticamente incorrecto; ese, es otro tipo de arte, de comunicación, de lenguaje, de transmisión, de belleza. Eso debería estar dentro de todo, y está dentro de todo, como un vecino ruidoso al que le llamas la atención a las cuatro de la madrugada.