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Entrevista

El fraile y la pintura

El fraile franciscano Miguel A. Loredo fue pintor, poeta y uno de los plantados del presidio político cubano. En esta conversación habla de su pintura y las de otros artistas que conoció.

Nueva Jersey

Conocí al fraile franciscano Miguel A. Loredo (1938-2011) en el verano de 2004. El director de las galerías de Lehigh University, Ricardo Viera, y el documentalista y mecenas Jorge Moya organizaron una comida en la casa de Ricardo y su mujer, la pianista Marta Marchena, en Allentown (Pennsylvania), y nos invitaron a mi mujer y a mí, con la expresa intención de conocer al fraile.

Presentes en esa cena bien cubana preparada por Ricardo estaban también Lucía, la mujer de Moya, y el fotógrafo Luis Mallo y su mujer española. Fue una tarde y noche muy agradable y el cura y yo pudimos intercambiar opiniones y conversar poco. Quedamos en que lo visitaría en St. Francis, en Manhattan, para ver su obra y conversar.

Entre 2004 y 2009 visité a Loredo casi siempre cada dos meses y establecimos una rutina. Él me mostraba sus pinturas y yo se las criticaba, yo le mostraba mis poemas y él me los criticaba, comíamos con los otros frailes, seguíamos conversando, y después yo tomaba el tren o el autobús de las 10:30 pm de vuelta a Nueva Jersey.

Pronto él visitó mi casa en Nueva Jersey y se hizo amigo de mi mujer, hijos y hasta del perro. Varias veces lo visité con mi hija y una vez con mi mujer, hijos y una amiga. En cuanto el Museo de Arte Moderno comenzó a estar abierto al público los viernes por la noche, nosotros lo incorporamos a nuestra rutina.

Yo había oído hablar de Loredo desde que era un niño. Mi madre y sus hermanos habían recibido los sacramentos en la iglesia San Francisco de Asís, de La Habana Vieja; había una conexión directa con la Iglesia, así que a finales de los 60 todavía se hablaba en mi casa del "caso Betancourt y el padre Loredo". (En 1966 Loredo fue acusado de esconder armas y dar albergue en la iglesia San Francisco de Asís al autor de un intento de secuestro de un avión de Cubana. En prisión fue uno de los plantados y sufrió por ello golpizas salvajes. Salió de prisión en 1976, gracias a gestiones del Vaticano.)

Recuerdo que Carlos Franqui, que conocía mi catolicismo, me habló de Loredo en un par de ocasiones a principio de los 90. Esta entrevista consiste de fragmentos de preguntas y sus respuestas durante la primavera de 2008, antes que se mudara para St. Petersburg (Florida) en 2009. Aunque hablábamos con frecuencia por teléfono desde entonces, no nos vimos más. La última vez que hablé con él fueron varias semanas antes de que entrara en la gravedad que terminó con su muerte el 10 de septiembre de 2011.

Fraile, háblame de tu interés por la pintura.

Mi interés por la poesía y la pintura siempre han estado unidos desde mi juventud, mi adolescencia. Mi madre era muy amiga de la madre del escultor Rolando López Dirube, ella le mencionó a la madre de Rolando mi interés y él me invito a su taller. Entablamos una amistad que duró hasta su muerte. Él fue mi primer maestro; mucho me enseñó y hasta me permitió ayudarlo en su taller. Salíamos a caminar y yo lo escuchaba hablar, parábamos en un cafetín, tomábamos café y seguíamos caminando y él hablando de arte.

¿Qué aprendiste de él?

Cuestiones de oficio, de tratar de decir mucho con pocos elementos visuales. Creo que sus esculturas en madera y sus grabados en madera a colores son muy buenos.

¿Qué pensaba él sobre el arte cubano?

Dirube hablaba más del arte universal que del arte cubano. El único artista cubano que le interesaba y que él veía como rival era René Portocarrero, esto es desde finales de los 50 hasta que Dirube se fue de Cuba.

Hace poco me mencionaste una cosa que te dijo Dirube sobre San Francisco de Asís...

Me dijo una vez que él podía dibujar, esculpir, pintar cualquier cosa, excepto a San Francisco. Que la luz, la energía, el movimiento espiritual que era San Francisco eran imposibles de captar visualmente. Que todas las imágenes de San Francisco son estáticas, que no captan la dinámica, el movimiento de su ser.

Cuéntame algo más sobre Dirube...

Yo parto de Cuba para Aránzazu, en el País Vasco, para hacer mi noviciado en 1959. Volví cinco años más tarde. Dirube salió de Cuba en 1960. Nos volvimos a encontrar en Puerto Rico, después de mi exilio. Salí de Cuba a Roma, finalicé mi licenciatura en Teología en 1987 allí. Después me enviaron a Puerto Rico. Dirube era un hombre que tenía una autentica preocupación espiritual y esto se ve en obras hechas con madera y soga como las que ilustran mi poemario De la necesidad y del amor.

Háblame de Aránzazu.

El convento es un santuario a la Virgen Patrona de Guipúzcoa, está situado cerca de San Sebastián. Cuando estuve allí había casi 200 frailes. Era un convento claramente antifranquista, recuerda que esta fue la Iglesia vasca que apoyó la República. Mi celda era pequeña, no tenía calefacción. Tenía una palangana para lavarme, la cual se congelaba con el frío. La cama era de lona y rellena con hierba. La vista de mi celda era hermosa, estaba frente a un barranco de unos 900 metros, abajo cruzaba un arroyo y había mucha niebla.

¿Escribías y pintabas?

Los poemas que escribía los quemaba como una forma de zafarme de lo material, los ofrecía a Dios. Pintaba piedras. Las tomaba del barranco y las pintaba al óleo. Eran como pisapapeles. En la pared, encima de mi cama tenía un cuadro hecho por mí de San Martín de la Ascensión, un mártir franciscano del Japón. Pensaba que iba a ir al Japón a ejercer mi sacerdocio.

Una iglesia nueva estaba siendo construida en Aránzazu. Unos murales abstractos de Lucio Muñoz la decoraron y también una escultura de Chillida. Tuve la oportunidad de asistir a Muñoz y su pintura abstracta me impactó fuertemente. Su preferencia por colores sobrios, casi monocromáticos, sus texturas casi escultóricas y una austeridad visual que evocaba lo espiritual: todo esto me influyó.

Cuándo caíste preso en Cuba, ¿podías pintar?

No, pero dibujar sí, usando té o café aguado como tinta.

¿Cuánto tiempo estuviste preso?

Diez años. Fueron diez años de vitalidad espiritual y solidaridad con mis hermanos presos.

Háblame de tu amistad con René Portocarrero.

Tengo dos etapas de esta amistad. Primero cuando volví a Cuba a ejercer mi sacerdocio. Portocarrero había oído hablar de mí como poeta y, por vía de monseñor Ángel Gaztelu, me invitó a conocerlo.

Portocarrero tenía un gran interés por la poesía y la mística. La primera vez que lo visité su compañero, Raúl Milián, no salió del dormitorio. Portocarrero me dijo en voz baja que Milián me estaba espiando y escuchando a ver si yo era auténtico, si yo le caía bien.

En mi segunda visita Milián salió y nos pusimos a conversar de filosofía, que él conocía con profundidad.

La segunda etapa fue cuando salí de la cárcel; entonces Portocarrero me mandó a buscar. Quería que yo volviera a visitarlos. Ese gesto de su parte implicaba valor, pues yo era persona non grata y él era uno de los pintores favoritos del régimen. Fue en esta época cuando mi amistad con ellos dos se profundizó.

Portocarrero bebía demasiado y se enfermaba con las crudas que cogía. Milián se encabronaba con él por esto, y después cogía unas fuertes depresiones. Debo añadirte que Cintio VitierFina García Marruz también me mandaron a buscar después que salí de la cárcel. Ambos admiraban mi poesía. Todavía en esa época no apoyaban completamente al régimen castrista.

¿Cómo ves la obra de ambos?

Creo que Portocarrero tiene grandes momentos como pintor. Pienso en los interiores del Cerro, su pintura religiosa, sean cuadros de ángeles y de la Virgen o su serie de catedrales. Lo que sucede es que se repite mucho, como casi todos los pintores cubanos de esa generación. Cae en una decoración excesiva. Creo que Milián es un pintor más profundo, con un tono trágico, existencial.

¿De qué hablaban cuando los visitabas?

De pintura y de poesía, de mística y de la vida en Cuba. Milián le echaba en cara a Portocarrero que colaboraba con el Gobierno, y él se sentía como asqueado, arrepentido a veces, pero seguía. Eran un viejo matrimonio, que se atormentaban mutuamente. Cuando los fui a ver para despedirme, recibieron mi noticia con tristeza. Milián hasta me dijo que ojalá y ellos se pudieran ir conmigo.

Portocarrero no era un místico, pero sí un visionario, un hombre que tenía su intuición sobre su pintura, que sabía que había algo más allá del mundo de la materia. Su mejor pintura presenta esto, una especie de alegría de estar vivo que es espiritual. Milián es otra cosa, más oscura. No olvides que su tormento lo llevó al suicidio.

¿Cuándo es que tomas tu pintura de forma más deliberada y consistentemente?

Vuelvo a la pintura durante mi exilio en Puerto Rico. Pero debo decirte que lo que de verdad me impactó a tomar mi pintura con seriedad fue mi encuentro con Gina Pellón en París. Le tengo mucho aprecio y la admiro mucho. Le mostré mis trabajos y ella me dijo que tenía que dedicarme con intensidad a mi pintura, que era buena pero que yo tenía el deber de desarrollarla. Y eso he tratado de hacer.

¿Cuáles son tus influencias pictóricas, los artistas que estudias?

Fra Angélico, que lo tiene todo, forma y contenido. La elegancia de Botticelli. Los dibujos de Leonardo. La composición de Brueghel. Los españoles del Siglo de Oro, sobre todo Velázquez y Zurbarán. Turner. Gauguin, cuyo colorido y sensualidad es una manera de ser espiritual, aunque era un tipo narcisista e irresponsable. Matisse y Mondrian —tú y yo hemos pasado horas estudiando sus telas en el MoMA—. Rothko, la primera obra de Rauschenberg, y un pintor al que visito y me aconseja: Joseph Marioni.

¿Y de la plástica cubana?

Hay telas de Fidelio Ponce, de Carlos Enríquez y de Amelia Peláez que son muy buenas. Wifredo Lam —otro pintor detestable como persona— pero con una dinámica y poética única. Gran grabador también. Dirube, que fue mi maestro. Portocarrero y Milián. La pintura de Guido Llinás y Consuegra hasta principio de los 60. Gina Pellón. Hay mucho que aprender, mucho que mirar y dar gracias.

¿Cómo definirías lo que quieres lograr en tu pintura?

Que el papel o el lienzo reciban el viaje de la luz desde el amanecer hasta el atardecer. En estos cambios de luz trato de producir formas que transmitan el sentido interior y exterior del mundo, con los cuales el mundo del espectador pueda conectarse. Las formas se disuelven, la luz se vuelve línea, la luz vuela.

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