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Libros

El tren lechero de la cultura cubana

La Asociación de Escritores de la UNEAC se entera ahora de la decadencia y desaparición de las bibliotecas públicas.

Miami

En el parque Manila, de El Cerro, en La Habana, existió durante decenios una biblioteca pública excepcional, entre otros motivos porque no era (ni es) común hallar instalaciones de este tipo en los barrios pobres habaneros. Parece que por ajustes a la regla, un día, hace años ya, la biblioteca amaneció cerrada. Luego empezó a deteriorarse, se fue cayendo en pedazos, hasta quedar borrada del mapa.

De cualquier modo, a los vecinos del lugar les resta por lo menos el consuelo de haberla tenido. Peor están los que nunca tuvieron una biblioteca pública a mano, es decir, la generalidad de quienes viven en las orillas de la capital. Eso por no hablar de pueblos adyacentes, y mucho menos de los del interior de la Isla.

Es una calamidad sobre la cual el periodismo independiente no se ha cansado de citar ejemplos y de airear denuncias a lo largo de muchos años, recibiendo, a cambio, la indiferencia, la condena y el mentís de las autoridades involucradas, como ha sido el caso concreto del director de la Biblioteca Nacional José Martí, máximo rector metodológico de estas instituciones en la Isla.

A ello habría que sumar el hecho de que en las pocas bibliotecas públicas que aún quedan en pie se aplican normas discriminatorias realmente feroces, en lo que concierne a títulos y autores que según entienden los comisarios del reino, no deben leer los ciudadanos corrientes. Son dictados inviolables, que empobrecen los estantes y marcan la política de préstamos, con limitaciones tan absurdas y demenciales que no poca gente en Cuba (quizá la mayoría) se hace vieja sin leer una sola letra de algunos de los mayores escritores cubanos contemporáneos y sin conocer siquiera por referencia a muchos de los grandes del mundo.

Al mismo tiempo que tal debacle ha tenido lugar impunemente, lo que sí hacen las autoridades del régimen es despilfarrar recursos y exhibir su ignominiosa fuerza bruta, asediando, persiguiendo, encarcelando a los organizadores de un modesto sistema independiente de bibliotecas públicas, organizadas por ciudadanos con sentido común que decidieron prestar sus propias casas para cubrir el hueco que el poder político creó y sustenta en el horizonte cultural de la gente y en su capacidad de elegir sin coyundas las lecturas que más le atraigan.

Si bochornoso y cavernícola resulta que desde la impunidad del poder se reprima y se encarcele a las personas por el simple "delito" de compartir sus libros con el vecino, con el conciudadano, no menos abochorna constatar que tales barbaridades no obedecen sino al miedo que experimenta ese poder ante la contingencia de perder una pizca de su control totalitarista sobre la ciudadanía.

Sin embargo, ocurre ahora que de pronto, hace solo unos días, la Asociación de Escritores de la UNEAC se ha caído de la mata al enterarse de que "algunas" bibliotecas públicas estatales "sobreviven al borde de la destrucción o ya no existen". De modo que ha lanzado su grito de alarma, abogando por la protección de tales sitios. Indudablemente, a esta institución, como al grueso de los escritores oficialistas que apiña, les sucede lo mismo que al llamado "tren lechero", famoso en Cuba por llegar siempre tarde, las pocas veces que llega.

De lo que al parecer no se han enterado aún en la UNEAC es que en este caso su tardío clamor no solo llega a destiempo, sino que representa el clásico tiro por la culata.

Pues el abandono oficial de más medio siglo ante las posibilidades de enriquecer y propagar el sistema de bibliotecas públicas, unido a la censura mediocre y embrutecedora que lo tipifica, allanó el camino para que los ciudadanos interesados en la lectura (que cada día son menos), buscaran por su cuenta las vías para satisfacer gustos y necesidades. Y hoy difícilmente estarían dispuestos a dejar las veredas de la modernidad por volver al caminito de la barbarie.

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