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ARTES PLÁSTICAS

Con 101 años, Carmen Herrera vive el auge de su carrera en Nueva York

El Film Forum de Manhattan estrena este mes un documental sobre la vida de la artista cubanoamericana.

Nueva York

Carmen Herrera nunca dejó de pintar, pero la fama para esta pionera artista abstracta cubanoamericana se demoró en llegar: vendió su primer cuadro a los 89 años y es hoy, a los 101, cuando cosecha laureles en Nueva York, donde vive desde hace más de siete décadas.

Con una gran exposición individual en el prestigioso Whitney Museum of American Art y un documental sobre su vida que se estrena este mes en un cine de Manhattan, Herrera no está en el auge de su vida, pero sí de su carrera.

"Ya era tiempo. ¡Ay por Dios! Esperaron demasiado", dice riendo la artista a la AFP en su apartamento y estudio de Union Square, donde ha vivido durante casi 50 años.

Y, antes de ofrecer un vaso de whisky escocés, observa que la fama "es algo agradable, pero nada del otro mundo".

Nació en Cuba en 1915, de padres periodistas, estudió pintura de niña, viajó a París a estudiar de jovencita y comenzó arquitectura en la Universidad de La Habana.

Muy joven se enamoró de un profesor de inglés neoyorquino que visitaba la Isla, Jesse Loewenthal, y se mudó con él a Manhattan, donde siguió estudiando arte.

Sus obras son austeras, de gran simpleza formal. A Herrera, de pocas palabras, no le gusta hablar de ellas y casi no da entrevistas.

"Mi pintura es mi pintura. No tiene sentimiento ninguno. ¡No sirve para nada!", dice riendo, rechazando explicaciones sobre eventuales significados.

Mujer, y encima latina

Su marido y gran amor, Jesse, con quien estuvo casada hasta su muerte a los 98 años, en el 2000 la alentó incansablemente a pintar cada día, pese a que nadie quería exponer las vibrantes obras de una mujer latina, que además no eran para nada "femeninas".

"Nadie me hacía caso. Nadie me conocía. Rose Fried, la dueña de una galería, me dijo una vez: 'Lo que tú pintas, me encanta, pero no te voy a dar una oportunidad porque eres mujer'", contó Herrera, aún con rabia.

Herrera no ha cambiado, pero sí el mundo a su alrededor, explica el artista puertorriqueño Tony Bechara, su vecino y gran amigo desde hace muchos años.

"De repente estaban listos para recibirla. Sus primeros coleccionistas tenían una cosa en común: eran todas mujeres. Hace 20, 30, 40 años, eso no existía como fenómeno social. No habían mujeres coleccionistas; las mujeres no estaban en posiciones de poder para ayudar a otras mujeres", dice Bechara.

La elegante artista de corte melena blanco nieve está hoy en silla de ruedas, tiene artritis, está un poco sorda y casi no sale de casa, pero en septiembre asistió a la apertura de su exposición en el Whitney.

Pensaba que había olvidado sus viejos cuadros, pero cuando los vio, los recordó. "Nunca me olvidé de ellos. Es como un viejo amor", dijo riendo antes de entonar un viejo bolero en dueto con Bechara: "Ni se olvida ni se deja / Y nunca dice adiós / Un viejo amor"...

Orden en el caos

Fue cuando vivió con su marido en el París de la posguerra (1948-1953) cuando Herrera se asoció al grupo de artistas internacionales del Salon des Réalités Nouvelles, desarrolló su pasión por la línea recta y empezó a purificar figuras y paleta, evitando incluso redondeces y quedándose con un máximo de tres y luego dos colores en cada obra.

"En este caos que vivimos, me gusta poner orden", dice Herrera, que no tuvo hijos, en el documental The 100 years show, dirigido por Alison Klayman, que se estrena por primera vez en salas el 11 de enero, en el Film Forum de Manhattan.

Pero sus grandes pinturas y esculturas abstractas, que prefiguran el desarrollo del minimalismo por casi una década, no fueron bien acogidas a su regreso en 1954 a Nueva York, donde el mundo del arte era dominado por el expresionismo abstracto, y masculino.

La gran galería londinense Lisson, que posee una sucursal en Chelsea, comenzó a representarla hace una década.

Herrera vendió su primera obra en 2004. Desde entonces, sus pinturas ingresaron al Museo de Arte Moderno (MoMA), el Hirshhorn Museum, la Tate Modern o el Whitney.

Sus cuadros se venden hoy por cientos de miles de dólares, de todos modos un valor muy inferior a Frank Stella, Ellsworth Kelly o su amigo Barnett Newman, que ganaron un gran reconocimiento en los años 50 y 60.

Finalmente puede pagar a un asistente que la ayuda en su trabajo, a alguien que limpia la casa, a un fisioterapeuta.

A los casi 100 años decidió hacerse vegetariana y cada mediodía se toma un whisky.

¿Cuál cree que es el secreto de su larga vida?: "Nada del otro mundo", responde. "Hacer lo que te gusta, y hacerlo diariamente. Es lo que me pasa a mí. Me levanto, desayuno inmediatamente y me pongo a trabajar".

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