La mayoría de los que escribimos lo hacemos por una mezcla de vanidad y narcicismo y debemos asumir que buscamos simpatía y admiración. García Márquez decía que "escribo para que me quieran más", y Eliseo Alberto "Lichi" aseguraba que "escribo para los amigos, que son mi familia ampliada". Eso es lo normal.
Pero hay casos que parece escriben para que los odien. Esas personas quizá confiesan así una impotencia: "Si no me quieren, que me odien y mejor aún, que me teman". Esta es la posición de un neurótico enfermizo, de un masoquista olímpico, de un sádico de campeonato.
Algunos de esos "odiadores" profesionales escriben con corrección y suelen decir verdades molestas, lo cual no es negativo ni criticable. Pero se les percibe, se les transparenta, se les adivina una actitud que no pretenden siquiera disimular, de hacerlo con el placer por la herida, el deleite en escarbar la llaga, una satisfacción suprema por molestar, hurgar hasta el hueso. "Si hoy no jodo a alguien no duermo tranquilo", parecen decir.
Y eso lo ejecutan partiendo de una supuesta superioridad moral e intelectual que los hace difícilmente sufribles. En este mundo contradictorio y sorprendente, lo menos que podemos esperar de uno mismo y de los demás es cierto tipo de congruencia: no es admisible ni esperable que un Rockefeller viva y actúe como un proletario con sólidas convicciones marxistas-leninistas. Y tampoco, en contrapartida, que un obrero manual pretenda asumirse mentalmente como un potentado de Wall Street. Aunque "hay de todo en la viña del Señor", en estos tiempos, más que al Génesis de la Biblia, entes así nos recuerdan a Steinbeck y Las viñas de la ira.
Son estos tiempos de odios profusos y omnipresentes, que llegan desde las letras de las canciones, los comerciales y las redes sociales, que hacen honor a su nombre, pues son mallas para atrapar lo mismo sardinas que tiburones, disfrutando el dudoso privilegio del anonimato cobarde, y la carencia —todavía— de una legislación que precise y castigue los excesos de eso que mal llamamos hoy "lo políticamente incorrecto", identificando su actuar con "la libertad de expresión" (que debería traducirse como "la libertad de difamación"). "Esto es lo que trajo el barco", como dice una clásica, pero el problema es que ese navío debe ser post-Panamá porque resulta enorme.
Esos "odiadores profesionales" viven una existencia mezquina, aunque no lo perciban y se asuman a ellos mismos como "normales": imagino que gastan su pobre existir en andar pescando por aquí y por allá algún leve desliz, un gazapo nimio, una ligera mácula, para magnificarlo y exhibirlo —exhibiéndose ellos mismos de paso— careciendo de algo que no aparece en ningún código penal ni constitución del mundo, y que debería ser virtud capital de cualquier ciudadano y especialmente de un gobernante: compasión, caridad y piedad.
Y no hablo de la "caridad cristiana": la caridad puede ser brahmánica, budista, confucianista, musulmana, agnóstica o incluso atea. Es una cualidad moral en potencia universal. Es ayudar al caído y, si entablamos una disputa, se trata no de golpearlo en tierra, sino respetarlo y ayudarlo a levantarse. Es la nobleza, virtud cada día más rara en este mundo. Es precisamente La grandeza: la grandesse, como dicen los franceses, que sí supieron algo de esto, pero hace ya muchos años.
En este mundo donde estamos hace milenios, no se busca competir sino ganar, no intercambiar opiniones sino prevalecer, no persuadir sino destruir, no solo apabullar, sino callar a gritos al contrario, descalificarlo con golpes bajos que si bien se miran descalifican más al que los dice que a quien se le dedican.
Más allá de todas las ideologías ya superadas, persiste como un legado antiguo algo que es muy superior a las teorías más sofisticadas: la ética. Ese sentido de lo bueno, lo útil y lo bello que distingue al ser humano de los otros animales y lo sitúa como un bruto superior. En estos tiempos cuando todas las ideologías han demostrado hasta la saciedad su ineficacia, regresamos al origen y asumimos que después de la dilatada fila de filósofos que en el mundo han sido, vuelve a resurgir juvenilmente ese viejo contemporáneo de todos que es el buen Aristóteles.