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Sociedad

Porno, por... ¡no!

'Cuba, ¿antipornográfica? La pornografía horroriza a las leyes, mientras el consumo aumenta en los mismos grupos que preocupan a los países desarrollados: niños y adolescentes.'

Santa Clara

En Cuba el porno espanta con el mismo pavor que las drogas y las armas de fuego. La Aduana lo advierte con un pudor ejemplar: la cocaína, el revólver y el sexo graficado en cualquier soporte —papel, foto, video, pared— estremecen la catedral, ponen en crisis el orden, nos desarman la idea de moralidad. No pueden introducirse en el país. Solo hay una incongruencia: los elementos proscritos no resultan equivalentes. Usemos el argumento convencional: las drogas matan; las armas matan; el porno, ¿divierte? Los perros aduaneros pueden oler la marihuana y la pólvora; el porno demanda un olfato distinto, una comprensión más sutil.

Las representaciones eróticas tienen una historia respetable en los muros de Pompeya, en las cerámicas peruanas y en los grabados japoneses. El asco por el cuerpo, el gesto que disimula la existencia rotunda del cuerpo, parece patrimonio de épocas críticas donde el Poder afinó sus herramientas de control. Las posibilidades del cuerpo, su capacidad para el placer, resultaron grietas en el gran plan de dominación ideológica en Occidente. Y no nos zafamos de la herencia, acaso porque sirve de algo todavía. La Aduana aún podría confiscar una vasija mochica que muestra una felación ejemplar, sin pensar en tráfico de antigüedades, porque la felación, si está esculpida, es fea y peligrosa.

Como en cualquier asunto de implicaciones culturales, las opiniones en torno al porno están enfrentadas. Existe un término, antipornografía, que expresa la posición de quienes suponen efectos infortunados por causa de la producción y el consumo de estos audiovisuales.

A veces se truecan causas y efectos, como cuando se asocia la industria porno con la trata de personas, la pedofilia e incluso la morbilidad sexual. Nociones defendidas por los antipornógrafos, como "deshumanización" de las relaciones sexuales, remiten al cosmos de las grandes religiones monoteístas. Da igual si se pronuncia el catolicismo o el islam. Todos coinciden: la sexualidad está al borde del desorden.

Unas pocas pautas hacen admisible el sexo: la heterosexualidad, la reproducción, el aburrimiento, la discreción. Pero a estas alturas, la pornografía ya tiene defensores que la creen una forma artística. Y lo que suena más rotundo: algunos intelectuales creen que la disposición de una sociedad ante el porno suele revelar su madurez, los alcances de su concepto de libertad.

No hay azares en la geopolítica del porno: el mundo musulmán, la misma franja que aún da muerte a los homosexuales, ilegaliza la pornografía; toda América admite el audiovisual pornográfico, excepto Cuba y algún país heredero de la más conservadora legislación británica.   

En los años 60, cuando la industria internacional gozaba de la edad de oro del porno, La Habana vestía su moralina. Hace pocos años, incluso, trascendía a la prensa nacional la expulsión de un informático que había copiado la famosa Guía sexual del siglo XXI, en todo caso medio de enseñanza, manual de salud, porno didáctico.

Cuba, ¿antipornográfica? La pornografía horroriza a las leyes, vade retro, mientras el consumo aumenta incluso en los mismos grupos que preocupan a los países desarrollados: niños y adolescentes. El consumo de un producto que se disfruta con sabor de transgresión se permite a los varones de cualquier edad en numerosos hogares de la Isla, acaso porque los adultos se sienten niños casquivanos. Que no lo sepa el abuelo legislador. Las apariencias se mantienen, pero se tolera la consecuencia más polémica.

Usamos eufemismos para aludir al porno: "pellejo" es burdo y a menudo exacto; también "muñequitos", como calificamos desde siempre a los de Warner Brothers y Looney Tunes. Cuba no sabe que existe el postporno, que hay porno subversivo, antihegemónico, feminista y enemigo de la heteronormatividad. No sabe que el porno puede ser, cuando no violenta a nadie en su proceso de realización, mero producto cultural, una película cualquiera, un cuento que no habla casi nunca de sexo real. Es sexo representado, imaginado, a veces buena ficción. Y de todos modos, como algunas películas, tampoco es para niños.

Pero oigan cómo burlé la ley. Estaba en Suiza, hacía frío, empezaba el invierno. Del lago Lemán subía una niebla gélida hasta el hotel, y por eso se me ocurrió encender la calefacción. Era novato con aquello. Empecé a hurgar, alcé una suerte de protector, y me topé con unos papeles. Escondidos allí, nunca sabré por qué, evadidos de la moza de limpieza, estaban dos revistas porno, desbordadas de cuerpos y promociones de juguetes sexuales. También había un video. Un tesoro de pornografía europea, francófona, blancuzca. Y no la dejé. Pensé en Alejandro, un amigo que me pide un souvenir porno cada vez que viajo, un amigo que nunca complazco. Esta vez el azar quiso obsequiarlo con el rostro lúbrico del Primer Mundo. A Alejandro, que estaría agradecido y lujurioso como excelente gordo. Tan lujurioso como yo, flaco. Y me la llevé. Los perros no la olieron, pasó. Alejandro enganchó el televisor esa noche, y al día siguiente me dijo: "Fue una buena historia".    

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