Camagüey ha celebrado el 120 aniversario del natalicio del pintor vanguardista Fidelio Ponce de León (Camagüey, 1895-La Habana, 1949) en su XXIX Salón de Artes Visuales, durante este mes de septiembre, con muestras del quehacer plástico de los artistas locales, invitados y los reconocidos de la provincia, nacional e internacionalmente.
Se ha celebrado la consabida entrega de premios, tanto de la puja del Salón, como los de consolación y de méritos acumulados por antigüedad en el ejercicio de la profesión, más que por la calidad sobresaliente e indiscutible de la obra en cuestión: tradición de diplomas y féferes de la cultura socialista, que significa un invaluable estímulo para los creadores, sí señor.
Así, excusa y fundamento del XXIX Salón, Fidelio Ponce, bohemio, alcohólico y tuberculoso maldito regresó a sus lares como un fantasma irredento para confirmar la sentencia de Nietzsche: "Tenemos el arte para que la verdad no acabe por aniquilarnos".
Aunque inicia estudios en San Alejandro (1915), Ponce puede considerarse un autodidacta porque nunca llegó a terminarlos. Para sostenerse económicamente en un panorama de miseria general —primeros años de la República—, se dedicaba a dar clases de pintura a los niños pobres de barrios y pueblos cercanos a La Habana. Asimismo, delineaba anuncios para películas y cigarros, entre otros muchos y diversos oficios desempeñados para no morir de hambre.
Marginal, sobreviviente, el artista logra organizar su primera exposición personal —óleos y dibujos— en el Lyceum de La Habana, en 1930, a los 35 años de edad, causando muy buen impresión.
En 1934 participa en el XVII Salón de Bellas Artes con su pintura Paisaje y lleva a la Exposición Nacional de Pintura y Escultura, realizada en 1935, Tuberculosis y Beatas, ganadora esta última de uno de los premios de la exposición.
A pesar del reconocimiento y prestigio obtenidos en su carrera, ello no le da de comer: era frecuente visita a la hora del almuerzo o la cena en casa del pintor y diseñador Carlos Fernández, donde le recuerdan tanto por su miserable facha de pantalones raídos como por su amor por la gata de la casa.
En 1944 una de sus pinturas, San Ignacio de Loyola, se exhibe en la exposición Pintores Modernos Cubanos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (Moma). En 1946 participa en otra exposición el Palacio de Bellas Artes de México y ese mismo año en la Segunda Exposición de Pintores Cubanos, en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. En 1947 son vistas algunas de sus obras en Washington, en la muestra Cuban Modern Paintings in Washington Collections.
A su muerte, el Lyceum de La Habana organizaría una exposición conmemorativa (1949), que se repetiría, en 1995, con motivo de su centenario, en el Museo Nacional, Palacio de Bellas Artes.
Son temas de la pintura de Fidelio Ponce la religión, la enfermedad y la muerte. Sus óleos de figuras alargadas como ángeles del Greco, son retratos dolorosos, sombríos, expresivos, de personajes hambreados, verosímiles en su zarabanda de miseria infinita, esqueletos alucinantes pintados en tintes monocromáticos, tonos planos. Obra inquietante, en fantástica manifestación de anunciaciones, enigmática, evocadora de la sordidez y el abandono.
Su arte nos conduce a un mundo aparte, de fantasmas, de atmósferas enrarecidas, cuya concisión y sentido arquitectónico del espacio es de un descarnado expresionismo. Expresionismo llevado no pocas veces a un estado de exasperación lírica.
Fecundo, aún en su anarquía, Ponce desarrolla su obra bajo el signo de una sensibilidad muy personal, muy sufrida, sin folclorismos ni nacionalismos. Replegado, ajeno a las influencias exteriores de los grupos, la Academia, los que han ido y regresado de París, al margen de manifiestos y controversias, ya estéticas o ideológicas, alcanza el deslizamiento de la realidad, decir sin decir, presencia-ausencia. El tiempo no cuenta en sus cuadros, donde verdad y tragedia dan fe de documentalista opuesto a la interpretación. Su estilo es, a la vez, muy antiguo y muy moderno.
Sin dinero para comprar los materiales necesarios —lienzos, óleos—, Ponce crea sobre lo que tiene a mano: papel, cartón. La pasta dentífrica le proporciona el color blanco deseado que ha dado no pocos dolores de cabeza a los restauradores del Museo Nacional de Bellas Artes.
Bohemio entre bohemios, desinteresado, naúfrago en el mar de la indiferencia social y cultural de sus contemporáneos, el pintor ha llamado la atención de escritores y cineastas: Jorge Luis Sánchez le ha dedicado el más experimental y bello de sus documentales Las sombras corrosivas de Fidelio Ponce… aún.