Han pasado treinta años casi (y llegarán más "tas", si es que lo permiten quienes debieran). O los hará, para ser exactos, en este junio del 2014 —nunca mejor dicho—contra viento y marea. Sin embargo, se aprovechan estos días de finales de enero en que transcurre el Festival de Teatro de Pequeño Formato para celebrar tal aniversario redondo en familia, como se supone ocurre en períodos de sumas carestías.
Parece que fue ayer cuando se inauguró lo que sería un nimio divertimento sin consecuencias desde el patio del Teatro Guiñol en Santa Clara, en el centro exacto de la Cuba profunda. Ramón Silverio, su promotor, junto a Margarita Casallas —lamentablemente finada directora—, despuntaban como organizadores innatos de las escasas disyuntivas al hastío generacional de entonces. Quizá por ser él actor y escritor de obras divertidas para subir a las tablas, y ella dispuesta siempre al cumbancheo y a la gozadera criolla. Los perfiles ocupacionales de ambos tendían a la inclusión de las artes y de la bohemia en la vida espiritual del pueblo, como antídoto feliz a la grisura impuesta por el Gobierno.
Los secundaban en este empeño —tan mal visto por la oficialidad, a consecuencia del vínculo con la sala infantil— cuanto alcohólico cantante, actor desocupado o escritor trasnochado quiso unírseles. Todos acometieron el novedoso proyecto, que en sus inicios tuvo a veces tan solo dos espectadores visibles —el resto, muerto de miedo por lo irreverente, apenas asomaba nariz—, pero esa poquedad no amilanó jamás a sus gestores, al punto de considerarlo un público extraordinario y respetabilísimo. Luego la vida les dio la razón, una vez transcurrida la prueba de fuego, cuando sus conciudadanos comenzaron a salir de refugios y cavernas para mirar con curiosidad la posibilidad redentora a sus desdichas personales.
No obstante el apoyo público, tuvieron que salir corriendo de aquel espacio y buscarse sitios abiertos que acogieran a la desbandada festejosa, cuando los criticones y chivatones premiados hicieron crisis de histeria comunista e incompatibilidad socialista con el nuevo hombre viejo que, en la ciudad guevariana perfecta, pretendían fundir en moldes eslavos.
La Dirección de Cultura no sabía cómo manejar a aquel engendro descentrador. Oscilaron entonces entre el patio de la Biblioteca Provincial José Martí (sitio horrible, rígido, encartonado para menesteres informales y descargas a deshoras), el patio en derrumbe de una cerrada casa de ciudad, la Escuela Elemental de Pintura —también destartalada—, y decididamente la propia vivienda de Ramón Silverio, la cual también les quedó chiquita y prácticamente arrasada por la turba imparable, tan pronto como se hubo asentado en ella.
Trasladados años más tarde los nuevos y viejos adeptos mejunjeros a su actual recinto en la calle Martha Abreu, tuvieron que pasar las mil y muchas noches villaclareñas para que los fluctuantes jefes de gobierno y partido local les asignaran los dineros necesarios con que remendar allí las huellas de posguerra. Hubo que reconstruirlo todo en los vestigios de un hotel que fuera basurero improvisado, y se autorizó a Ramón edificar el imaginario soñado.
Sin techo, sin asientos formales, sin pintura en sus paredes, el nuevo local presumía de amigable perpetuidad en un entorno nacional de ruinas permanentes. Para un aniversario posterior —primer cuarto de siglo, quizá— fueron otorgados fondos con la condición de crecerlo y mejorarlo ostensiblemente, gracias a la intervención del entonces ministro de cultura, Abel Prieto, quien, en algunos discursos entusiastas y/o disuasores, propuso crear la cadena de establecimientos "McMejunje" por todo el país.
También pasó por allí la comitiva del CENESEX en su cruzada equidistanciadora y desmemoriada, con los andróginos maquillados al servicio de la nueva libertad sexual, y solo esa.
La Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), en cambio, no permitió que sus asociados fueran "mejunjeros". Nunca se acercó al proyecto, y sus dirigentes consideraron maldito el sitio, en peligro de diversionismo ideológico e ideoestético. Lo cual no restó que hicieran por la izquierda la competencia a través de la Asociación Hermanos Saíz (AHS). Más tarde, sus dirigentes demostraron saber de "flexibilidades".
Un desafío suicida
El nombre del lugar, nombre de un brebaje asociador, se lo asignó un tal "Pibles", seudónimo del humorista y diseñador gráfico Pablo Garí, quien se entusiasmó tan pronto como se metió de lleno en el hervido. Visitante asiduo en los comienzos y hoy actor televisivo en Miami, Pibles fue colaborador con sus grafitis y carteles periódicos, los que con brava inteligencia despuntaban convertirse en signo identitario del futuro establecimiento y marcaron su karma.
Cada palabra dicha, cada texto cantado, cada declamación hecha allí, rezumaban subversión ante los sacros predeterminios enfadados, e incorrectos para con la muy correcta burocracia cubana.
Visitaron, colaboraron, apoyaron —y se hicieron socios fervorosos— personajes diversos. Fueron tantos, que solo mencionaré a algunos de los artistas mejor conocidos del país. Estuvieron para quedarse Leoncio Yanez (primer defensor en el periódico Vanguardia ante la embestida censuradora del PCC); el jazzista Jesús "Pucho" López, las cantantes Elena Burke y Alina Sánchez; el declamador Luis Carbonell; los dramaturgos Abelardo Estorino y Alberto Pedro; los directores teatrales Carlos Díaz y Pedro Vera; los músicos Los Fakires, Cascarita, Bringues y Compay Segundo; los actores Gretel Trujillo, Verónica Lynn, Sergio Corrieri y Osvaldo Doimeadiós…
También estuvieron en El Mejunje grupos musicales como Aceituna sin Hueso, con sus estrenos; el dúo de Gema Corredera y Pável Urquiza; Vicente Feliú y otros muchos trovadores que nacieron prácticamente allí: Julio Fowler, Amaury Gutiérrez, Lázaro Horta, Carlos Trova; y los omniscientes poetas del Club del Poste: Alexis Castañeda, Frank Abel Dopico, Jorge Luis Mederos "Veleta"–, Ricardo Riverón, Yamil Díaz Gómez…
Luego constituyeron La Trovuntivitis nuevos talentos del rasgueo: Raúl Marchena, Roly Berrío, Leonardo García, Diego Gutiérrez, Migue de la Rosa, Michel Portela y Alain Garrido. Y estuvieron también artistas plásticos como Pável Lomichar, Roberto Dávalos y Susana Trueba.
Travestis memorables y animadores singulares crecidos en los noventa, como Samantha Wilson Fox o Roxana Rojo, se apropiaron de los versos antológicos que marcaron el despunte homoescritural de Norge Espinosa con su Vestido de novia.
Con los años, sus detractores se acostumbraron —no hubo otro remedio— a "tolerar" la existencia de El Mejunje. Y, en una larga carrera llena de obstáculos y zancadillas, fracasaron queriendo extirparlo. Luego descubrieron la vertiente populista, como en todo, y el tino de no usar la guillotina. Ante el empuje arrollador de tanta popularidad y el fracaso de las políticas culturales unívocas para desacreditar lo que no les iba, decidieron incorporarlo supinamente como "logro revolucionario" y se lo anexaron a su propia agenda. Fue una jugada estupenda, propia de reinventados frustrados.
Hoy El Mejunje es lo que es por su perseverancia. Como dice englobadoramente su director: "Somos, lo que hay". Bajo la sombra del meridiano framboyán del patio se realizan individualmente todos. Los pro y los contras. Los incondicionales y los conversos. Con o sin rivalidades lógicas: los desviados y los rectos. En un gran potaje. Hoy, otra generación de "desafectos" gloriosos y desideologizados universitarios lo colman en mayoría, para bien y para mal. Junto a marginales de larga estirpe y mejor cara, con la que capean los temporales en los que antaño necesitaban portar careta. Y esta es otra singular satisfacción, la de haber creado el nido diferente, lo distinto con el desarropamiento libertario del ego, donde cualquier improvisación que se apartara del rígido guión que distribuyeron nos parecía entonces —y en verdad lo era— un desafío suicida.