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Artes plásticas

Pintando un Museo del Sacrificio

En Morón, Raúl Remigio Hernández Recio convierte en un museo su casa en ruinas.

Ciego de Ávila

Fue en un kiosko abandonado que su madre lo trajo al mundo y desde entonces ha sido un espíritu muy atento a la trama de los elementos naturales y al drama de los objetos vivos, aquellos que conservan huella humana. Habita su imaginario particular, un espacio íntimo pero interminable, cromáticamente saturado, con que intenta cubrir la capa real de miseria y escaseces. Todos, en el callejón de Morón donde reside, conocen por su segundo nombre a Raúl Remigio Hernández Recio (Morón, 1952).

Su hogar actual pudo ser solo una ruina donde agonizara alguien aplastado bajo una extrema pobreza material, pero él no lo quiso así, y ha convertido cada tabla, cada piedra mal pegada, cada pedacito de zinc o cartón, en obra pictórica, arreglándoselas para resistir como la última especie viva en su propio mundo, en una suerte de galería primitiva, residual y en crecimiento permanente hacia adentro. Aquí se entrecruzan pinturas, esculturas, instalaciones, símbolos y frases.

Su casa, a la que él identifica con el sugerente nombre de Museo del Sacrificio, no parece preparada para soportar el embate de la más discreta tormenta. Pudiera ser catalogada, por transeúntes despistados, como la madriguera de un loco que sobrevive entre objetos en desuso y signos pictóricos incoherentes. Pero las apariencias engañan, y esta vez se trata de un artista verdadero.

Verdadero, porque la vida quizás le ha dado la espalda a Remigio muchas veces, y el éxito y el dinero le han sido esquivos, pero sobre todo es él quien ha tenido suficiente vergüenza, calidad espiritual, voluntad creativa y fantasía para rechazar oscuras fuerzas negadoras. En primer lugar, rechazó el pesimismo, y vive disparado como una flecha para descubrir entre sus manos las formas y texturas maravillosas de la naturaleza.

En segundo lugar, le ha devuelto el desdén a quienes administran arbitrariamente poder y éxito. Su existencia no conoce esas migajas con que se rodean los oportunistas. Salta a la cara el hecho de que, donde está, en la ciudad de Morón —cerca de los cayos de Jardines del Rey, con su red de hoteles—, economía, arte y artistas medran mayoritariamente en el negocio de prestarle servicio barato a turistas que andan en busca de souvenirs. Pero Remigio no se presta a ello.

No tiene trabajo, ni cobra pensión. Ya apenas recuerda aquella época en que era obrero de la Empresa Provincial de Medios de Propaganda hasta que quedó excedente. Cocina con leña. Duerme en un catre destartalado, apenas tiene con qué cubrirse del frío y algún par de zapatos donde meter sus pies para salir a la calle todos los días a ganarse la vida. Hace letreros, rótulos, y lo que le pida la gente, como sacar un retrato a una quinceañera o pintar un paisaje bucólico.

No gana mucho, por supuesto, y a veces se conforma con comida, o si le permiten tomar las sobras de los materiales utilizados, un poquito de óleo o unos pinceles, solo para volver a su casa y, una vez allí, poder pintar lo que prefijan sus complejas asociaciones de emoción e imaginación.

En su Museo del Sacrificio destaca la iconografía representativa de la religiosidad popular, entre elementos alusivos a la historia de Cuba, pero además los rostros de su altar personal: la madre a la que cuidó hasta el último momento, una hija de la que no ha vuelto a saber desde que emigró a Estados Unidos, su esposa recientemente fallecida...

Un documental sobre su trabajo

Remigio, claro, no pertenece a la UNEAC. Sin embargo, los propios miembros de esta organización, y quienes la dirigen en la Ciudad del Gallo, son los primeros que reconocen sus valores.

"Es tan espontáneo que no es capaz de organizar un currículo para lograr ser miembro de la UNEAC. De nosotros depende ayudarlo", ha afirmado Alfredo Abreu, presidente de la institución a nivel municipal.

Que Remigio constituye un "hecho artístico" de los más interesantes, asegura Noel Buchillón, y que teme no se preserve su Museo del Sacrificio como la joya auténtica de la cultura popular que es.

Mientras, Remigio, con una expresión en el rostro que parece provenir siempre de un poco más allá de la realidad, se considera a sí mismo un "artista primitivo" y confiesa: "Me siento como un indio que pintaba en las cuevas".

Estas declaraciones aparecen en el documental Remigio, el Van Gogh de Morón y el Museo del Sacrificio (2013), de Fernando Sánchez, sin duda el mayor reconocimiento recibido por el singular artista.

"Parece que Diosito miró hacia abajo y se acordó de mí", dice en alusión al resultado visual logrado por el documentalista después que llegara sorpresivamente a su vivienda.

El cortometraje de Sánchez hace posible que muchos a partir de ahora, incluso quienes creían conocerlo, lo descubran. Ilumina recovecos donde Remigio sobrevive, entresacando peculiares obras que parecen sumidas en la sombra o el humo.

Pero lo más interesante quizás es oír a Remigio, mirando a la cámara, no con poses de probables pretensiones, sino con satisfacción y plenitud natural.

"Yo me quedo, en la pintura, con ese servicio que tengo —dice, mientras apunta hacia un excusado de tablas al fondo del patio— y el platanal a la orilla, que no con uno de la shopping. Más claroscuros tiene este que aquel, porque tú sabes que aquel son paredes planas y no tiene claroscuros".

Termina por resultar emocionante el "personaje" de este relato fílmico, en la medida que convence a partir de su inocencia, pero también su sabiduría: sin duda sabe lo que hace, quién es, qué quiere. Al verlo, es inevitable leerlo como una metáfora. Puede ser una metáfora del alma ideal del artista en tiempos hostiles, condenada a concomitar con la basura, la locura y la marginalidad. Metáfora de los "pobres de la tierra", con los que Martí llamaba a echar la suerte y Cristo a entrar al cielo.

En uno de los momentos más sutiles del documental, dice Remigio: "A mí la muerte no me convence". Se omite entonces un dato: la llegada de los Testigos de Jehová a su vida, devenidos últimamente en su única compañía segura, pero que junto con el consuelo y la fe también le han traído, lógicamente, nuevas dudas y angustias, empezando por la necesidad de encontrarle lugar a imágenes como las de la Virgen de la Caridad del Cobre, de las que siempre se ha rodeado y que, como se sabe, no agradan a los Testigos.

Sobre esas angustias, se crece el alma pura con la idea de vivir, pero también incluso morir, no del arte, sino para el arte. "Yo he hecho esta pregunta —le cuenta a la cámara, obviamente aludiendo a un diálogo con algún evangelizador—: ¿en la nueva resurrección, ahí, yo podré seguir pintando, que yo vea los colores y vea el camino, vea la vereda y vea el trillo...? Y entonces me he sentido alegre, porque me han dicho que sí, que ahí voy a pintar incluso mejor de lo que pinto".

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