Patrick Harpur (Windsor, Inglaterra, 1950), aunque ya autor de tres novelas, ha tenido mayor resonancia en el ámbito hispánico como un ensayista que se sitúa en el borde de los grandes relatos filosóficos, religiosos, antropológicos y hasta científicos, a partir, primero, de Mercurius. El matrimonio del Cielo y de la Tierra (1990), una suerte de diario alquímico, entre didáctico y jovial, considerado por algunos como un libro de culto (pues Harpur es ese tipo de escritor que despierta o una irrefrenable pasión entre un público muy selecto o la indiferencia del gran público y hasta el rechazo), y, después, con El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación (2006), centro de una singularísima cosmovisión.
Su rápido éxito entre la crítica más exigente y su relativo éxito de público (ya tiene tres ediciones en español), permite a la editorial Atalanta publicar al año siguiente un libro anterior, Realidad daimónica, y, en 2013, La tradición oculta del alma, que profundiza en algunos contenidos de El fuego secreto… Actualmente escribe una especie de autobiografía ficcional de Kierkegaard e imparte un curso, junto a Jules Cashford, sobre la imaginación mítica y la filosofía neoplatónica.
Su escritura exhibe una claridad apolínea en su exposición junto a una vocación lunar o mercurial en sus contenidos. Es, pues, un escritor, a la vez, claro y difícil. Difícil, no de leer, pero sí de asumir su singularísima percepción de la realidad, o, sobre todo, de poder mirar desde ese punto tan ambivalente desde donde él despliega su peculiar (y para este lector, fascinante) visión, la cual supone un desaprendizaje y hasta una iniciación. Desaprendizaje de la predominante concepción materialista, racionalista, cientificista y literalista de la cultura occidental, que le permite mirar desde sus márgenes.
No es que Harpur niegue la razón, la ciencia, el mundo inmanente, sino que los asume desde una visión unitiva, cuestionadora de todo dualismo. Harpur rescata o preserva un saber olvidado o preterido, un saber de los orígenes, de nuestra propia cultura, y que, a pesar del rudo golpe que le ha asestado, sobre todo a partir del siglo XVII, la percepción poscartesiana prevaleciente, se ha mantenido de algún modo vivo. "Cadena áurea" le llama. Tradición entre alquímica y hermética, de fuentes presocráticas, gnósticas, neoplatónicas, renacentistas y románticas.
Al final —tal en El fuego secreto, por ejemplo—, Harpur nos entrega una aporía. Porque ¿cuál es ese fuego secreto? ¿Un viaje iniciático? ¿Un camino de conocimiento (interior y exterior)? ¿La adquisición (o rescate) de otra percepción —Lezama diría "de unos nuevos sentidos" poéticos—, desde donde —"el Hombre Verdadero" o el "Bienaventurado", diría también María Zambrano— poder mirar de una manera radicalmente diferente a la realidad?
Otra percepción o "doble visión", poética, metafórica, lo llama Harpur (y cita, entre otros, el deslumbrante ejemplo de William Blake). Así, adquirir el secreto o mirar desde él, supone más una desposesión que una posesión. Hay algo de regreso a las primordiales intuiciones infantiles (Lezama llamaba a preservar en el poeta la "riqueza infantil de creación"). En esa visión unitiva terminaría derrotado, aunque no excluido, "el imperialismo de la razón" (digo con frase de Zambrano), el totalitario Ego Heroico, porque serían las bodas entre el espíritu y el alma, entre Apolo y Hermes.
En suma, lo que nos ofrece Harpur es una relectura de toda nuestra percepción desde la potencia creadora de la imaginación. El resultado es una visión de una profundidad abisal, que se proyecta, a partir del alma individual, hasta el Alma del Mundo (Anima Mundi), y que —como el abismo de Nietzsche— desde allí nos mira. Una visión ambivalente, ambigua, paradójica, es decir (digámoslo ya sin ambagues), daimónica. Una visión mercurial, que privilegia un saber de los bordes, las encrucijadas, los crepúsculos, las albas. Un saber que parte de la promiscuidad de este mundo con el Otro Mundo.
De ahí que se requiera cierta iniciación daimónica, mediadora, es decir, chamánica; de un rescate de la visión primordial, sagrada, de las llamadas culturas tradicionales u originarias; de un rescate, a su vez, de una perspectiva mitopoética o imaginal… Y de ahí su afinidad con las aporías de la razón poética zambranista y el sistema poético del mundo lezamiano. No en balde en los tres es tan esencial la percepción órfica, presocrática (los antiguos magos sanadores y chamanes: Parménides, Empédocles, y Heráclito), gnóstica, neoplatónica… Los tres convocan un saber sumergido, un logos oscuro (al decir de Jesús Moreno Sanz), un fuego secreto, un camino de trasformación interior, o, como quería María Zambrano, "un saber sobre el alma".
No tengo que insistir en que dos fuentes decisivas de la visión de Harpur se encuentran en Carl Jung y en la llamada psicología arquetipal que desarrolla entonces su discípulo creador, James Hillman.
Solo quiero añadir, para acaso trasmitir una inquietud, que Lorenzo García Vega pasó los últimos meses de vida leyendo, según me confesó, como no leía desde su juventud, a Harpur. Y que, no por gusto, Lezama aisló un verso oído a un decimista popular cubano: "el alma se da en la sombra", y que en Dador nos regalara estos versos numinosos: "Luz en lo infuso, luz con el daimon, para descifrar la sangre y la noche de las empalizadas".
Leer a Harpur presupone una fe. Una fe que, como el alma, también se hace —en el camino (como sabía Antonio Machado). Entonces, acaso, el alma no esté perdida, o sí, pero a la manera de San Juan de la Cruz, "me hice perdidiza, y fui ganada".