Fue el año en que llegaron todos. Llegó Eduardo Manet de París y Ramón F. Suárez de Suecia. Llegaron Pablo Armando Fernández y Humberto Arenal y Amaro Gómez de Nueva York. Llegaron también Heberto Padilla y Edmundo Desnoes —y todos llegaban porque el Comandante ya había llegado antes. Ya saben, el que mandó a parar. Entonces no sabíamos hasta qué punto mandaría a parar.
Uno de ellos era alto y delgado y ya con entradas prominentes. Vestía uno de esos seersuckers clásicos de Brooks Brothers, con corbata de lana negra. Había leído alguna colaboración suya en la sección Cine de la revista Carteles y sabía que venía de Nueva York, invitado a trabajar en el recién creado Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, ICAIC, por su amigo Tomás Gutiérrez Alea.
Conocía también su nombre, Néstor Almendros, y que había traído con él su cámara, una Bolex de cuerda que el ICAIC se apresuró a alquilarle ante la carencia de equipos que teníamos. Lo que no sabía era que Néstor provocaría una conmoción en el cine cubano. De nuevo.
Ya antes lo habían acusado de agente de la CIA, a finales de los años 40, en la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo. Su padre, Herminio Almendros, alto funcionario del Ministerio de Educación de la República Española, llevaba varios años exilado en Cuba, y Néstor, con 18 años, llegaba de Barcelona, borracho con las teorías del director Sergei Eisenstein, pionero del cine soviético.
Armado con su cámara, Almendros se puso a sacar primeros planos de sus compañeros en la sociedad cultural, la cual acababa de pasar, subrepticiamente, al control del Partido Comunista (PSP). Algunos dirigentes de Nuestro Tiempo, estalinistas paranoicos, creyeron que Néstor les hacía retratos para la agencia estadounidense de inteligencia, cuando en realidad eran ingenuos y primeros amagos de cine. Y lo expulsaron.
Y esa fue su definición inicial: extranjero, y para colmo catalán, que parecía querer revolucionar a los nativos con sus exóticas ideas europeas. ¿Sería trotskista?
A principios de los años 50, la energía creativa de Néstor se hizo sentir en el cine experimental de la época, demostrándole a los cubanos que la única manera de hacer cine era haciéndolo: es decir, hacerse de una cámara, aprender a utilizarla —y filmar. Almendros fue promotor y fotógrafo de varias pequeñas películas de la época. Esa breve pero intensa efervescencia experimental tendría su final cuando algunos de sus protagonistas, entre ellos Néstor, se marcharon a Europa a estudiar cine a mediados de la década.
De Roma, donde hizo estudios en el Centro Sperimentale di Cinematografia, Néstor irá a Nueva York, esta vez a estudiar dirección de fotografía en el New York Community College —y llega a Manhattan justo en el momento en que los jóvenes cineastas newyorkinos descubren una aliada esencial en la Tri X, una película en blanco y negro ultrarrápida que la Kodak acababa de lanzar. Además, las cámaras se habían vuelto más pequeñas y se sofisticaban con lentes de sensibilidad superior.
Esa autonomía de los pesados equipos de iluminación permitía filmar con una considerable flexibilidad de movimiento y conseguir un espectro más amplio de expresión: libertad y ubicuidad desconocidas hasta entonces. La noche de fin de año de 1958, con su pequeña Bolex de cuerda, y utilizando solamente la luz natural de las tiendas y del alumbrado de Times Square, Néstor filmará 58-59, un poema a Nueva York y a la noche. Tres meses más tarde llegará a La Habana, invitado por Gutiérrez Alea.
Con 58-59 Néstor provocó una segunda conmoción entre los cineastas cubanos. A todos nos sorprendió la calidad del corto, la sensibilidad del autor; pero sobre todo la libertad con que el cineasta había contado, gracias a la película rápida.
Esa independencia fue precisamente lo que preocupó a la dirección del ICAIC, ya que detrás del andamiaje generador de una industria de cine en Cuba se escondía un objetivo mayor: la agitación y propaganda necesarias al régimen recién instituido. Que se desarrollase un cine alternativo y personal era lo que la dirección del organismo quería evitar a toda costa.
Pero todavía eran tiempos de inclusión —y el ICAIC cumplió con la invitación que a Néstor le había hecho Gutiérrez Alea. Como fotógrafo primero, y más tarde como fotógrafo/director, Almendros realizó documentales llamados didácticos, objetivo para nada alejado de las inquietudes pedagógicas heredadas de su padre.
De esa época es El tomate, un documental didáctico que hicimos juntos a finales de octubre de 1959 en una recién creada cooperativa agrícola de Camaguey. La filmación transcurría sin problemas hasta que un día, al llegar por la mañana a rodar, nos encontramos con la cooperativa totalmente desierta: todos se habían ido a "buscar a Camilo".
El comandante Camilo Cienfuegos, jefe del Ejército Revolucionario, había desaparecido en su avioneta —misteriosamente— después de arrestar a Hubert Matos en la capitanía de la provincia. Poco importaba que la avioneta hubiese desaparecido sobre el mar Caribe, al sur de la isla, según informaban las noticias en la radio, y que la cooperativa estuviese tierra adentro, más bien al norte. Nada de eso tenía la más mínima importancia: la consigna era "buscar a Camilo". Aquella semana el país entero se paralizó y los cubanos no hicimos más que "buscar a Camilo".
Durante aquel primer año de revolución, y a pesar de la frialdad y desconfianza de la dirección del Instituto del Cine para con 58-59, el corto —es decir, su método de realización— se convirtió en punto de referencia para muchos documentalistas del ICAIC. Así surgieron Carnaval Socialista, de Alberto Roldán, y Asamblea General, de Gutiérrez Alea, ambas fotografiados por Ramón F. Suárez.
Pero el ejemplo más notorio fue P.M., excelente cortometraje realizado por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante fuera del control del Instituto del Cine y con un punto de vista ajeno a la agit-prop. La negativa del ICAIC a permitir que el corto se exhibiese en los cines creó una enorme conmoción entre los intelectuales cubanos e hizo que Néstor dejase definitivamente el organismo para irse a trabajar como camarógrafo en un noticiero de televisión. Y por su cuenta, con los recortes de negativo que le sobraban de esos noticieros, realizó Gente en la playa, uno de los cortometrajes más libres y hermosos que jamás se hayan hecho en Cuba.
Eran tiempos definitivos. Almendros tomará partido a favor de los autores de P.M. en su columna de la revista Bohemia, de la cual era crítico de cine, y muy pronto se verá atacado por Verde Olivo, órgano oficial del Ejército Rebelde, tras lo cual lo expulsan de Bohemia.
Todo terminará en la Biblioteca Nacional con Fidel Castro zafándose su cinturón marcial para depositar la cartuchera de su pistola sobre la mesa presidencial de la reunión, antes de acercarse al micrófono a dictar, ya dictador, cátedra: Dentro de la Revolución "todo", contra la Revolución "nada". Pero, ¿quién va a decidir qué está "dentro" y qué no? Nadie lo preguntó. Todos miraban de reojo la pistola sobre la mesa.
Después del cierre del magazine literario Lunes de Revolución y del propio periódico Revolución, síntomas transparentes de lo que vendría después, Almendros escogió el exilio una vez más —lo cual no le fue fácil, pues su padre, a quien él respetaba, era ya el alto funcionario del Ministerio de Educación de Castro que concebía y organizaba las escuelas Camilo Cienfuegos en la Sierra Maestra.
En Barcelona, su ciudad natal, Almendros recuperó su pasaporte español y se hizo amigo de los jóvenes que conformaban la entonces llamada "escuela de cine de Barcelona". Estos le propusieron una película como fotógrafo, que Néstor aceptó, pero que tuvo que abandonar cuando la protagonista, la diva Sara Montiel, se negó a trabajar con un fotógrafo desconocido. Una vez más, Almendros hizo su maleta y se marchó.
A finales de diciembre de 1962, de regreso del Festival Internacional de Tours, pasé por París y conseguí localizar a Néstor. Tuvo la amabilidad de invitarme a cenar en un comedor universitario donde pagaba con cupones que adquiría más baratos por docena: única calidad de restaurante que se podía ofrecer con el poco dinero que ganaba dando clases particulares de español.
Cuando terminamos de comer, le dije: "¿Por qué no vamos a ver El proceso, de Orson Welles?"
"No puedo", me respondió. "Los cines de estreno son muy caros".
Como todavía me quedaban unos francos de las dietas que me habían dado para el festival, le invité. A tientas nos orientábamos en la oscuridad del cine cuando dimos con dos asientos libres —justo al lado de Oskar Werner, el actor alemán de Jules et Jim.
"Déjame sentarme a su lado", me rogó Néstor —de nuevo el cinéfilo fascinado por las "estrellas de cine".
Meses más tarde, ya en La Habana, me enteré que había enviado Gente en la playa al Festival de Estrasburgo, donde el corto fue visto y elogiado por Edgar Morin, director del Museo del Hombre. Morin lo presentó a Eric Rohmer y éste le ofreció la dirección de fotografía de su segmento en una película de varios cuentos, Paris vu par.
Néstor dejó de dar sus clases de español y se entregó por entero a la película —aunque sólo le habían dado un contrato por 48 horas, pues el productor Barbet Schroeder no había querido comprometerse con él sin ver primero las tomas reveladas.
Y el trabajo de Néstor gustó tanto que Barbet le llamó de nuevo para que hiciese la fotografía del próximo cuento, dirigido por Jean-Luc Godard. Néstor le dio las gracias por la oportunidad y le dijo que le entusiasmaba la idea de trabajar con Godard, pero que no podía abandonar de nuevo sus clases, de las cuales vivía —y aprovechó para decirle a Barbet que nunca le había pagado sus honorarios en aquel primer trabajo con Rohmer.
Abochornado, Barbet le pagó, tras lo cual Néstor hizo el Godard y más tarde Ma nuit chez Maude, su primer largometraje con Rohmer.
Fue en Maudeque Francois Truffaut descubrió la fotografía de Néstor —lúcida, translúcida sin luces— y consideró que era la ideal para L'enfant sauvage, que ya preparaba. Y las películas de Truffaut sí que se veían en Hollywood. El resto, como se dice, es historia.
Néstor Almendros trabajó durante años con los mejores directores franceses y estadounidenses. Ganó un César por El último metro, de Truffaut, y un Oscar con Days of Heaven, de Terrence Malick, además de otras nominaciones por las dos Academias, la estadounidense y la francesa. La crítica le consideró un director de fotografía excepcional: un fotógrafo que, además, sabía dirigir sus propios documentales.
Más allá de su talento, tres elementos ayudaron al éxito de Néstor Almendros: la sofisticación cultural que absorbió en su adolescencia en Barcelona; los estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana, que sorprenderán a los cineastas franceses acostumbrados a trabajar con fotógrafos que no eran más que técnicos; y la invención de la película Tri X, que le permitirá independizarse de los equipos pesados.
Pero el éxito no le hizo olvidar a sus amigos de Cuba. A menudo nos invitaba al rodaje de sus películas, a los estrenos de las mismas, y en una ocasión me pidió que viniésemos a su casa a ver por televisión una entrevista con Roberto Rossellini. El director italiano había ejercido una influencia esencial en la Nueva Ola francesa y la entrevista se exhibía esa noche.
En su apartamento de la rue Rousselet ya estaban Jacques Doniol-Valcroze y Jean Douchet, co-fundador el primero y ambos críticos de la revista Cahiers du Cinéma, y también Eric Rohmer, con quien Néstor acababa de terminar La rodilla de Clara.
Cuando llegó la hora, todos nos acomodamos frente al televisor —excepto Rohmer, que giró su asiento 180 grados y se sentó dándole la espalda a la pequeña pantalla.
Sorprendido,le pregunté a Néstor en voz muy baja: "¿Qué le pasa?"
Almendros dejó escapar una discreta risita irónica:"Es que no quiere que la televisión le dañe su sentido de la imagen".
Años más tarde, en 1977, justo el año de la muerte de Rossellini, Néstor trabajaría con el gran maestro italiano en Beaubourg, un documental sobre el Centro de Arte y Cultura Georges Pompidou.
Recuerdo la alegría en su voz cuando una mañana de 1989 me llamó desde el laboratorio De Luxe, dónde terminaba la corrección de luces del episodio de Martin Scorsese para New York Stories.
"Los recuperamos, Canel, los recuperamos", me decía lleno de entusiasmo desde la oficina del director del laboratorio.
Yo no entendía nada. "¿De qué hablas, qué recuperamos?"
"Los documentales… Ritmos de Cuba y Carnaval."
Néstor trabajaba esa mañana en el laboratorio cuando el director se le había acercado y le había dicho: "Almendros, ¿sabe usted que en las bóvedas tenemos dos cortos cubanos?".
"No", le respondió Néstor. "¿Cuáles?"
El hombre consultó sus apuntes: "Ritmos de Cuba es uno, y el otro Carnaval."
Era realmente increíble. Ritmos de Cuba lo había dirigido y fotografiado Néstor, en 1960, en Cuba, para el ICAIC. Y Carnaval lo había dirigido yo, con Joe Massot, ese mismo año. No sabíamos que los negativos todavía estuviesen allí.
"Sí", me contaría Néstor que le explicó el director. "Los revelamos y enviamos los rushes a La Habana y luego tiramos unas pocas copias… Pero el ICAIC nunca nos pagó y cuando se rompieron relaciones con la Isla y se instauró el embargo comercial, los negativos ya editados se quedaron en nuestras bóvedas… Desde entonces están ahí… Miré, como directores tienen derecho a una copia en vídeo para su uso personal, pero me tienen que firman un acuerdo por el cual se comprometen, so pena de procesamiento legal, a no comercializar los cortos… Esas películas son propiedad del ICAIC y a ese organismo se las devolveremos cuando nos hayan pagado lo que nos deben."
Al día siguiente vimos Ritmos de Cuba y Carnaval por primera vez desde su estreno en el cine La Rampa, en La Habana, en el verano de 1960. Veintinueve años más tarde.
Cuando Néstor sintió que ya tenía el nombre y el prestigio profesional necesario en París y en Hollywood, mundos todavía obnubilados por la propaganda castrista, produjo y dirigió (con Jiménez Leal) Conducta impropia, el más poderoso alegato jamás hecho en el cine contra el régimen de La Habana, y más tarde Nadie escuchaba (con Jorge Ulla), un efectivo documental de testimonios sobre los abusos de los derechos humanos en Cuba.
Un día de mediados de diciembre de 1990 sonó el teléfono en mi casa de California. Era Néstor, que me llamada desde el rodaje de Billy Bathgate en Nueva York, su nueva película con Robert Benton. No sabíamos, ni él ni yo, que sería, literalmente, su última película.
"¿Como estás?", me preguntó.
"Bien, ¿y tú?"
"Agotado",respondió. "Muy, pero muy cansado… Ya sabes cómo son los rodajes americanos… Te pagan de maravilla pero te sacan el jugo… Ahora vienen la Navidad y Año Nuevo y los productores prefieren pagar overtime a paralizar la filmación y luego tener que traer otra vez a todo el personal al lugar del rodaje… Lo cual significa que estamos rodando 14 o 16 horas diarias… No veo la hora en que termine y me vaya a descansar… Pero te llamo para que no dejes de ver Havana".
"¿La película de Pollack?"
"Sí, no dejes de verla… Quiere ser Casablanca y no lo es, pero es interesante… La reproducción de la época y todo… No te la pierdas."
A mí me extrañó que me llamase desde el otro lado del país, estando tan cansado, sólo para recomendarme una película. ¿No se estaría despidiendo?
Para mediados del nuevo año 1991 me informaron de Nueva York que Néstor había caído enfermo y que los médicos le habían diagnosticado el sida. A partir de ese momento me fue imposible localizarle, ya que se había refugiado en la casa de campo de un amigo en las afueras de la ciudad y de la cual nadie tenía el número de teléfono.
A principios de noviembre se estrenó Billy Bathgate, pero Néstor no acudió al estreno. Cinco meses más tarde, ya en 1992, sonó de nuevo mi teléfono. Era Jorge Ulla, dándome la noticia de que Néstor había muerto.
En la plenitud de su vida y de su fama y su carrera, Néstor Almendros murió en Nueva York el 4 de marzo de 1992, a la edad de 61 años.
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Una primera versión de este texto, bajo el título Néstor Almendros, el hombre y su cámara, fue publicado en Mariel, revista de literatura y arte, en la edición especial de aniversario. Miami, Florida, primavera de 2003.