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Crónicas: Madrid

Un cubano se pela en Malasaña

Hoy me peló Chung Lee. De los más de 200.000 chinos que viven en España sale el 54% de autónomos extranjeros afiliados a la Seguridad Social.

Madrid
Chung Lee pela al periodista Alfredo Herrera Sánchez.
Chung Lee pela al periodista Alfredo Herrera Sánchez.

Hoy me peló una china en Malasaña. "Por supuesto, ella lo atiende", fue la respuesta que obtuve del español que servía de recepcionista a dos asiáticas peluqueras. No tenía reserva y no sabía que los chinos también eran barberos aquí. Madrid es una ciudad en la que descubres cosas nuevas a diario.

El pelo de los españoles conquistadores fue uno de los elementos visuales que más alarmó a los nativos en Ámerica. Los indios tenían tal aversión por el vello de algunas zonas del cuerpo que solían arrancarlo en sus ratos libres.

La Revolución Francesa y la Industrial marcaron el nacimiento de los peluqueros profesionales. A lo largo del siglo XIX la estética dejó de ser un privilegio de los nobles y paulatinamente todas las clases accedieron a ella. Poco queda de aquellos salones solemnes donde solo los caballeros se engalanaban. Ahora cortarse el pelo es una experiencia dinámica en la que puedes tomar algo o ver una película.

Yo quería pelarme inmediatamente, solo eso. A pesar de que España es el país europeo con más peluquerías, con una por cada 900 habitantes, estuve un rato comunicándome con los salones más cercanos y ninguno tenía disponibilidad. Me ofrecían citas para la tarde o el día siguiente.

A veces paso hasta tres meses sin pelarme. No me preocupo mucho por mi aspecto y detesto hacer colas o sacar citas. Llegado el punto en que suelen confundirme con un león melenudo (como era el caso hoy), me arrastro irremediablemente a esos lugares donde uno entra de una manera y sale de otra.

Cuando era niño el estado aún monopolizaba el servicio de peluquería en Cuba y existían muy pocos barberos independientes. Como mi madre y yo esquivábamos traslados y colas, con frecuencia recurríamos al más cercano. Uno al que apodaban "el tusador" porque cuando no tenía clientes podaba la crin de los caballos. Recuerdo que agarraba la tijera de una manera única. Era como un veterinario curando a humanos. Jamás debí esperar para ser "tusado".

El cuarto pelado en los nueve meses que llevo en España había logrado pactarlo con un español por 12 euros, algo bastante lejos de los 22 que llegan a cobrar en algunos sitios del centro. Mientras caminaba por la Calle del Pez reparaba en los edificios del siglo XX y en los negocios que destacan por sus decorados. No buscaba ninguna barbería, don Google Maps había mostrado todas las que me circundaban y solo en la última había encontrado un hueco para mi cabeza.

Con decenas de establecimientos dedicados a tratar el pelo, el barrio de Malasaña cuenta con una variada oferta en este sector. Prácticamente es imposible innovar y solo productos colaterales son capaces de generar interés. Pero en un vidrio opaco había una hoja blanca con servicios y precios que atraparon mi atención. Me puse los espejuelos. La primera línea de aquella hoja decía: "cortes para hombre por ocho euros". Automáticamente olvidé la cita que creía haber encontrado a buen precio. Esta era la verdadera ganga.

Una mujer no dejaba de mover las tijeras mientras otra me señaló su sillón. Sostuvo mi nuca y colocó una toalla antes de preguntar:

—¿Cómo querer corte?

—Cortar adelante por la mitad —le respondí imitando accidentalmente su falta de conjugación.

—¿Degradado a los lados?

—Sí.

Siempre que uno encuentra precios bajos teme recibir un mal servicio, pero en este caso estaba tranquilo. Daba igual el resultado de mi tacañería. No quería imitar a Elvis, solo necesitaba parecer un poco más humano. Así que no me esforcé en explicarle ni exigirle demasiado.

Desde que llegué a Madrid conocí los comercios chinos. ¿Cómo no hacerlo? De los más de 200.000 nacidos en el gigante asiático que viven en España, sale el 54% de autónomos extranjeros afiliados a la Seguridad Social. Son, por mucho, los migrantes más emprendedores.

La masividad de esta comunidad en el comercio minorista ha provocado la creación de un estereotipo que la ubica en sectores como la alimentación o los bazares. Nada cercano a la estética.

Mientras ordenaba mis ideas, la china alistó su máquina y un peine. Se acercó y comenzó a rasurarme. Al cabo de 20 segundos dejé de mirar el libro que proyectaba mi teléfono. La camiseta con Micky Mouse que ella vestía se transformó en un kimono y la máquina en una katana japonesa. Empezó a desnudar mi cráneo con sutileza, elegantemente.

Apenas sentía la máquina sobre la piel, apenas tardó dos minutos en alistar mi perfil derecho, recibir mi ok y pasar al izquierdo. En cuanto a la parte de arriba, ni siquiera la humedeció. La recortó con tanta eficiencia que el pelo desaparecía entre sus dedos sin dejar rastro, como la espuma del mar sobre la arena.

En franco abuso de mi cosmovisión oriental, estimo que la mujer no llegaba a los 30 años. Su atuendo distaba del que usan las peluqueras y no había nada a su alrededor que delatara su destreza. Desde las paredes hasta el olor de aquel lugar proyectaban lo que eran: un sitio barato de y para migrantes. ¿Cómo podía recibir un buen servicio allí?

Ella no pestañeaba. Ni siquiera parecía respirar. Regulaba la máquina cada pocos segundos y la subordinaba a sus intereses. Miraba muy de cerca mi cabeza para verificar cada centímetro, para ser aún más china: sus ojos se rasgaban al punto de esconder las retinas.

En el mundo entero las comunidades chinas han triunfado. Desde Nueva York hasta Sidney tienen sus propios barrios y las metrópolis se engalanan de todo lo que culturalmente implican esos asentamientos. No puede desplegarse un empuje económico a escala global durante al menos el último siglo sin una adecuada cultura laboral. Los chinos trabajan para obtener resultados y ahí están. Ahí estarán.

Quedé cautivado ante la destreza y verifiqué la nacionalidad de quien me esculpía magistralmente el pelo.

—De China —reafirmó, con la parquedad propia de su cultura milenaria.

En ese momento habló algo con su compañera en mandarín y a través del espejo apenas pude verla mover los labios. Esa muchacha lo hacía todo rápido.

Cuando casi terminaba le pregunté como se pelaban los hombres en su país.

—Es lo mismo en todos lugares. Aprendí allá —contestó.

Me levanté, ella preguntó qué tal y mi boca abierta frente al espejo le respondió. Sonrió. Habían pasado menos de ocho minutos desde que me senté en el sillón. El recepcionista español casi tarda más en cobrar. Yo necesitaba ponerle nombre a mi asombro. Él me dijo que la muchacha se llamaba Chung Lee. Su sonrisa pícara delataba que yo no era el primer sorprendido. Ambos supimos que regresaría pronto. El valor de aquellas manos asiáticas bien lo merecía.

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