Hace años, un chiste contaba que, llegada la democracia a Cuba, en la Plaza de la Revolución reunieron al pueblo. Desde la tribuna, el secretario del Partido Comunista invitó a un ejercicio de libre elección: los que quisieran el socialismo que se pusieran a la izquierda; quienes prefirieran el capitalismo, a la derecha.
Solo un individuo quedó en el medio de la plaza. El secretario comunista preguntó por qué, y el hombre dijo estar muy confundido. Hubiera querido irse al socialismo, porque tendría educación y salud gratuita, bajos alquileres y entrada casi regalada a actividades culturales y museos. Pero también le gustaba el capitalismo; allí tendría la libertad de tener un auto, viajar, comer y vestirse como quisiera. En fin, se sentía muy confundido. Entonces el compañero dijo que no, que él no tenía ninguna confusión: que subiera con ellos a la tribuna.
El proceso que ha sido llamado repatriación, mediante el cual quienes han emigrado pudieran regresar y dejan de ser "excubanos", pretende ser una especie de tribuna —no abierta— donde tendrían todas las lindezas de ambos sistemas políticos. El único problema es que se incluirían todas las fealdades del capitalismo y del socialismo, que también las hay. Las repatriaciones, a no dudarlo, son derechos humanos inalienables. Y necesarias: estimulan y engrandecen al país con la experiencia de diversas culturas; y como dijera Fernando Ortiz, son nuevas menestras que en el caso de la Isla añaden sabores al caldo llamado ajiaco, cocido al calor del trópico.
Las cifras de repatriados cubanos o en trámites son inexactas. Un cálculo aproximado desde EEUU los cifran en casi dos decenas de miles por año. La repatriación desde suelo estadounidense es muy singular, por historia y por idiosincrasia. Para un norteamericano irse de su casa al cumplir la mayoría de edad, y no regresar nunca más, es lo habitual. De ese modo sus padres, tras el llamado "nido vacío", deberán reinventarse e ir pensando en un home, o asilo. A esa dinámica social no escapan los latinos y sus hijos, estos últimos muy enredados en trabajar hasta en dos empleos para sufragar los muchos gastos de su propia prole.
En tales situaciones, es normal que los ancianos y quienes no lo son tanto, piensen en el regreso a su tierra, donde el estilo de vida es distinto, apacible, y los viejitos suelen expirar en la misma cama donde arrullaron a sus niños. Pero sucede, y no solo con los hispanos, que después de vivir tantos años fuera del país, los reintegrados no encuentran el "hueco" donde van; no encajan en ninguna parte. Una película argentina como Volver (David Lipszyc, 1982) es un ejemplo de cómo cambian las cosas, la gente y uno mismo.
El régimen cubano ha usado la zanahoria de la repatriación de forma tentadora, tenaz. Quienes lo hagan, tendrán los mismos derechos de cualquier compatriota fiel al Partido, la Revolución y el Socialismo: carné de identidad, libreta de abastecimiento, posibilidad de heredar, comprar casas y carros y hasta poner un negocio privado. Hasta aquí, quien no sea cubano, podría alegrarse de semejante magnanimidad.
Pero el caso que nos ocupa tiene sus particularidades. El nativo de la Isla no se repatriaría a un país en plena reconstrucción, en camino a un cambio radical con un abanico de oportunidades. La soledad del extranjero puede ocasionar desconcierto, pérdidas de enfoque, luz corta en carreteras grandes.
Salvo que se escape de la ley estadounidense por delitos que no prescriben, o se haya llegado a un grado de abandono familiar insostenible, volver a cosas de las cuales se escapó podría provocar en el repatriado una especie de shock patrialáctico: un segundo y definitivo exilio exprés antes de recibir, incluso, el carnet de identidad multiusos —cuchara para sorber helados, comer congrí, cortar pizzas; abridor de cerraduras en puertas y ventanas; secador de sangre, sudor y lágrimas, y otras tareas innombrables—.
¿Cómo luciría "empatarse" otra vez con el jarrito y el cubito de agua? ¿Cómo hacer la cola de la bodega rodeado de chismes y diretes, de una oreja parada, y un ojo que siempre te ve? ¿Cómo "meterle el diente" de nuevo al "picadillo de soya", al "perro sin tripa" llamado fricandel, al vaso de cerelac que como el bario, baja lento como en una radiografía de esófago, estómago y duodeno con contraste?
¿Cuál sería el entretenimiento si no se quiere ver la Mesa Redonda, el NTV, oír la radio machacona, leer los periódicos con noticias y comentarios clonados? ¿Dónde el cable furtivo? ¿A dónde fueron a parar los buenos peloteros, las divas cubanas, el parte meteorológico impreciso? ¿Quién se acercará en el apagón a decirnos con quien sí y con quién no debemos hablar en la cuadra? ¿Qué "cariño" tan tierno el día que la tía, el primo o el hermano nos acompañaran a la CADECA para cambiar los dólares por chavitos?
No debería haber confusión para quien se acostumbró a ser llamado Johnny, y en su tierra fue y será por siempre Juanito. No hay confusión posible cuando, lo sabemos bien, no hay "tribuna" pa' tanta gente.