El canciller Bruno Rodríguez anuncia nuevas medidas migratorias que, dice, muestran que "Cuba abre mientras EEUU cierra". Suprime la prohibición a cubanos que salieron ilegalmente del país; cancela el impedimento a entrar por vía marítima; elimina los trámites de "habilitación" y "avecindamiento" para quienes, respectivamente, deseen visitar o nacionalizar a sus hijos nacidos fuera de la Isla. Eso sí: seguirá implementándose (arbitrariamente) el veto por razones políticas.
El pasaporte cubano sigue siendo de los más caros del mundo y hay que prorrogarlo (pagando) cada dos años; además de ser insustituible para entrar al país, al no reconocerse la doble ciudadanía de los emigrados. El vaso medio lleno o vacío, según lo vea cada quién.
Todo esto obedece a una coyuntura, un contexto y un futuro. La elite política cubana quiere exhibirse ante el mundo como la antítesis aperturista de un Trump agresivo; en medio de la crisis generada por los supuestos ataques acústicos a diplomáticos en la Isla. Pero, sobre todo, Raúl Castro y sus herederos necesitan aliados menores que sostengan el naciente capitalismo autoritario y compensen la crisis económica y demográfica nacional.
Como ha hecho con el capital extranjero —al que seduce con un proletariado mal pagado, instruido y dócil— la dictadura lanza un guiño a esos cubanos —mayormente blancos, de clase media y dotados de diversos capitales— que andan desperdigados por el mundo, como resultado de sus erráticas políticas. Quiere empresarios y consumidores que reconstruyan, con habitus globalizados, los circuitos metropolitanos de una Habana gentrificada y sus equivalentes en el resto de la Isla. Gente hábil, que le coja la vuelta al sistema, dispuesta a adaptarse a sus limitaciones y aprovechar sus oportunidades. Siempre al filo de la navaja, en ausencia de las garantías e instituciones de un Estado de derecho. Inmersos en la orfandad ciudadana.
Si alguien, que se ha insertado y crecido en una sociedad abierta y democrática, decide volver a aquel redil, es su soberana decisión. Así como hay quien vuelve al casino donde lo esquilmaron o a una relación abusiva y humillante —con la esperanza de que el bingo y el amor ahora sí le favorecerán— algunos irán con la esperanza de montar su negocito. Otros para exhibir, adolescentes, una imagen de éxito y consumo. Muchos para ver y ayudar al pariente que dejaron atrás. Y aquel Gobierno, ajeno a los escrúpulos y las presiones, aprovechará nuevamente nuestra nobleza y cálculos, nuestra ansia y dolor. Como siempre.
Ahora mucha gente obtendrá algo parecido a la felicidad; por ellos me alegro. Respirarán aliviados por la gracia que el hacendado —deseoso de plata y protagonismo— concede a sus cimarrones. Pero la llave del barracón —y el recuerdo y amenaza del látigo— permanecen en manos de los mismos viejos dueños. Dispuestos a cerrar y abrir, sin recato y a conveniencia. Saquen cuentas, quienes han disfrutado el valor y la dignidad de vivir bajo eso que llamamos —sin apreciarlo demasiado— libertad.
Este artículo apareció originalmente en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor.