Podríamos estar en el salón de exhibiciones de la mueblería El Dorado, de la Calle Ocho, o en la gigantesca recámara de algún capo de Sinaloa. Tal vez en el estudio de la cadena Telemundo donde se grabó la telenovela Cañaveral de pasiones.
Hay algo mussolinesco, babilónico y tolteca en el gran salón del Palacio construido por Fulgencio Batista en vísperas del triunfo de la Revolución: Batista no llegó a inaugurarlo, y podría hablarse aquí de arquitectura de anticipación. El Palacio es el templo del sincretismo político.
La estética artesanal de mortero para machacar ajos presente en los podios, en los escudos cubanos tallados en jiquí, una madera extinta, sobretalada por tenientes coroneles que adoran los ambientes oficinescos empanelados. Con esto se pretende mantener viva la conexión histórica con el pasado taíno: José Cemí como decorador de interiores.
Porque el Palacio de la Revolución es la representación decorativa de la Cuba lezamiana, un bosque primordial y un Paradiso con arecas de vivero. Debían soltar tocororos y tomeguines entre los helechos, y convertirlo en un aviario.
El maderamen es asfixiante y antiestético, hunde en la oscuridad el modernismo batistiano. Onerosos paneles y divisiones de jiquí, biombos de quiebra hacha, despachos con celosías de majagua. Las butacas son de cedro patriótico, forradas con seda martiana, y el búcaro de girasoles, el modelo que la Casa Capó dejó en vidriera antes de partir al Exilio.
Estamos también dentro de una celda de interrogatorios. La luz fría hace las veces de reflector que da en la cara, aquí se viene a pedir indulgencia y hacer la confesión. El Palacio es un inmenso confesionario, una celda jesuita. Si se cerrara Guantánamo, los terroristas musulmanes deberían ser trasladados a esta mazmorra cruelmente iluminada.
La luz fría se refleja en los tenebrosos pisos de mármol y confunde los pasos. Estamos en el Salón de los Pasos Perdidos, de donde no hay escapatoria posible, ni hacia arriba ni hacia abajo. El interior del Palacio pretende producir náuseas. Un escalofrío baja por la nuca del visitante desprevenido. El salón parece estar hecho para que por él se pasee un solo Castro, y no para recibir comitivas. Es el Castillo Interior y el Castroleum.
La cuestión racial es inevitable cuando se trata de un gobierno de gallegos en pleno siglo XXI. Volvemos a encontrarla en la delegación de recibimiento, que encabezaba un negro anónimo, y otra vez en el regimiento de cadetes mulatos que recibió a Obama en el salón monumental. Cuando la ceremonia concluye y comienzan los apretones de mano, la jerarquía cubana está integrada casi exclusivamente por blancos españoles: los Castro Espín, los Malmierca Díaz, los Rodríguez Parrilla, los Vidal Ferreiro y los Machín Hoed de Beche. Los únicos negros auténticos vienen en la comisión norteamericana: Susan Rice, Michelle, Malia y Sasha Obama.
Raúl es el negociante gallego con modales de carretonero: es todavía el hijo de Ángel Castro, el gallego que saldaba las cuentas de la bodega del latifundio con un tiro en la nuca de los braceros haitianos. Los negros americanos son graduados de Princeton, Harvard y Occidental College.
Este artículo apareció en el blog NDDV. Se reproduce con autorización del autor.