Hombres
"¡Ay!, me equivoqué de habitación", dice Blanquita mientras se lleva la mano a la boca y finge ser una mujer aunque todavía no se haya travestido.
La oficina funciona como camerino para todos. La estrechez del lugar no es importante cuando la gente quiere ser profesional. Aún no han llegado, pero allí se acomodan también los "dioses del Olimpo" que más tarde Raúl Lora, actor y cantante, anunciará junto a la exhortación de llevarse la mejor foto o el mejor video de la noche.
El proyecto Olimpo, bajo la dirección artística general de Carlos Rey, propone un show de transformistas, un sorteo, las acrobacias de una pareja circense y, para cerrar, hombres musculosos bailan mientras insinúan que se desvisten. El cabaret Las Vegas parece ser el lugar más animado.
La intimidad del camerino me hubiese brindado una perspectiva inédita del asunto; sin embargo, el productor artístico se disculpa con un "lo siento pero debes traer una autorización del Cenesex, ellos si quieren darte una entrevista en medio de la calle lo pueden hacer —se refiere a los artistas—, pero aquí no, porque comprometes el proyecto Olimpo".
De verdad parece apenado, pero también con miedo a las consecuencias de sus palabras. Para rematar, dice: "Nosotros nos debemos al Cenesex".
Gente con miedo a perder la tajada de aire que les permiten respirar. Gente que ha decidido apostar por una estética que roza lo cutre, lo grotesco y que por primera vez está teniendo un respiro en Cuba.
Pero qué hace una institución que pertenece al Ministerio de Salud Pública detrás de una propuesta de cabaret. ¿Qué gana el Cenesex? ¿Qué controla? ¿El dinero? ¿Los cuerpos? ¿La prostitución?
"¿Hay prostitución en esto?", le pregunto a uno de los clientes, tras ser expulsada del camerino.
"Claro", responde. "La clave está en entrar con la gente apropiada, en saber la contraseña, y por más de 50 [CUC] te vas con el que quieras. Ese chino —señala a uno de los bailarines— debe estar por lo menos en 70."
Las Vegas le imprime una sordidez exquisita al espectáculo. Detrás de mí, una mulata que en otro contexto hubiese sido hermosa, con un moño postizo y unos tirantes de ajustadores empercudidos, es manoseada por un turista mejicano que, mientras la besa, le hace señas a un muchacho. Entre las mesas de hierro y plástico —parecidas a las de un comedor obrero— se mueven travestis con vestidos a punta de nalga; parejas heterosexuales que son las primeras en ponerle el dinero en la huevera del calzoncillo a los "dioses del olimpo"; un público fundamentalmente masculino que guiña ojos a diestra y siniestra y al que parece no importarle el ambiente mayoritariamente gay.
No fui al Cenesex a buscar la autorización, pero seguí el consejo del productor artístico. Le pedí, en medio de la calle, una entrevista a uno de los muchachos. Nos sentamos en un bar, me cuenta de su vida, de su trabajo, pero después vuelve y me localiza, horrorizado. "No, no te autorizo a que publiques mi entrevista. Si se enteran pierdo el trabajo", dice.
Y no es el baile solamente lo que puede perder, sino el vínculo que mantiene con el Estado durante el día. De todas formas no había ningún drama que contar. Su sueño siempre había sido bailar y que le pagaran por eso, dedicar más de una hora a los ejercicios y vigilar su dieta. Ahora, además, no está solo. Tiene una compañía privada de baile. Ofrecen el espectáculo en fiestas y el pago fluctúa según las exigencias de los clientes, pero nunca es menos de 60 cuc.
La apuesta entre los que recién se enteraban de que espacios así estaban abriéndose en La Habana era que pronto cerrarían. La realidad ha sido otra. Cada día son más. Entre otros, Humbolt 52, que se había quedado rezagado, ya abrió un lunes del agua, y allí los bailarines no solo bailan, también se les puede mojar; Le Chansonier, un restaurant gourmet en julio y agosto pasados, desde sus balconcillos interiores mostraba chicos musculosos: este año ya anuncia su programación; el proyecto "El Divino" sube a su escenario a hombres y mujeres, y se presenta lo mismo en el café Cantante del Teatro Nacional que en el Pico Blanco del Saint John's.
Mujeres
Un hombre alto de guayabera azul se pasea entre las mesas. Saluda a algunos clientes que parecen habituales. Arregla un taburete. Recoge algún cabo suelto. Controla que todo esté bien. "Es el dueño", me dice un muchacho de la seguridad del lugar que, sin saber quién soy, me hace casi una visita guiada por el espectáculo, a punto de comenzar.
En la antigua Artística Gallega hay varios espacios. Restaurantes, una sala de billar y discoteca.
Escaleras al Cielo, como se llama la discoteca, empezó siendo un espacio de música retro, setentera. Luego, con la agrupación Aceitunas sin Huesos, se hizo un lugar para que las mujeres que gustaban de otras mujeres se reunieran, bailaran y ligaran. De tan famosa, comenzó una tercera etapa en la que junto al público lésbico llegaban muchos hombres para proponer sexo por dinero, y aunque no siempre lo conseguían, "dejó de ser lo mismo", dice una clienta. "Era vivir el mismo acoso que una sufre en la calle cuando intuyen que la muchacha que está a tu lado puede ser tu novia."
Ahora, es el único espacio que ha instalado tubos a ambos costados del escenario y, además del show que brinda Aceituna sin Huesos —interpretando algunas canciones de moda—, se vende una rifa y cuatro chicas sexys hacen piruetas a cierta altura del piso. Algunas noches, también bailan hombres.
Hay dos momentos y cuatro mujeres. Dos de ellas más aclamadas, más pagadas. "No sé bien, creo que ganan 325 pesos en moneda nacional. Pero lo que hagan en la noche es de ellas", me aclara el muchacho de la seguridad, para que no crea que las bailarinas son víctimas de alguien. Y es que es mucho dinero el que sus admiradores, con la esperanza de recibir un favor a cambio, les ponen en las tangas o en las ligas de los ajustadores.
El comentario del muchacho de seguridad también suena a culpa, suena a "aquí no se hace nada ilegal", "aquí nadie se prostituye ni hay proxenetismo". Se trata de una culpa que nos han enseñado a llevar con todo lo que suene a sexualidad. Un moralismo revolucionario que, renegando de las religiosidades, ha dictado sus propias regulaciones con respecto al cuerpo.
"Es una zona oscura que le hacía falta a la Habana", me comenta un hombre que parece asiduo. "Hasta cuándo vamos a estar fingiendo que este tipo de cosas no existen. Es mejor empezarlo a disfrutar y ya."
Este es un rincón que se le ha escapado a la Federación de Mujeres Cubanas y su mojigatería. "La rubia —que no tiene nombre ni le hace falta— empezó tímida, desaliñada. Y ahora mírala. Se ve poderosa", dice el de seguridad, que la conoce desde el principio.
Eso, traducido a otro lenguaje, se llama empoderamiento. Y aunque Escaleras al Cielo se siente más construido, menos auténtico que Las Vegas, es otro de los lugares que necesitaba La Habana nocturna. La ideología no tiene que comulgar con la sexualidad, como pretende Mariela Castro.
Rozar la marginalidad, creerse que no se es parte de ella y serlo, ir al límite de las convenciones sociales, realizarse desde el vouyerismo, la pornografía o la masturbación, son otras maneras de aligerar la violencia que generan las represiones.
Al final no pasa nada. Para seducir en público también hace falta cierta noción dramatúrgica. Y estas bailarinas lo dan todo desde el primer movimiento. Terminan con la misma cantidad de tela con la que empezaron, pero responden al capricho de unos cuantos hombres y mujeres sin mucha imaginación.