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Sociedad

Ir de tiendas

Alamar: en este 'período especial' en que vivimos, cualquier lugar puede ser punto de partida para un extraño viaje.

La Habana

Estando en una tienda en pesos cubanos, en Alamar, entendí que cualquier lugar puede ser punto de partida para un extraño viaje.

Pretendía acceder al área de "ropa reciclada", demarcada por una soga extendida y atada a dos mostradores. Así que en cuanto la distraída dependienta, que conversaba con alguien (de espaldas al público) se enteró de mi presencia y me autorizó a pasar, tuve que inclinarme humilde e incómodamente bajo la soga para acceder a donde estaban las perchas.

Me maravilló la mala presencia de la mercancía: pulóveres desteñidos, algunos manchados o con algún descosido. Las perchas ladeadas, la ropa manoseada y reubicada de mala gana, supongo que por clientes anteriores. Todo viejo, pasado de moda, con olor a abandono. 

Mi mente enlazó la sensación que me oprimía con un recuerdo inesperado: un libro que leí por los 90, Poesía ignorada y olvidada, un ensayo que recoge lo que sobrevivió de la tradición oral de culturas barridas por la civilización, en todo el mundo.

No recuerdo el autor de la compilación, solo un poema que ha permanecido en mi memoria más con el sentido que con las palabras textuales.

Los versos hablan con la voz de una mujer envejecida, que en una región remota, enfrentando una helada cuyo soplo se filtra por los resquicios de su cabaña —el abrigo insuficiente, el hambre royéndola—, piensa en el hijo que nunca llegó a formarse en su vientre, ya estéril, y se alegra en silencio de que no esté ahí, pegado a su seno, su carne tierna expuesta al sufrimiento.

Yo, a veinte años de haber leído el poema, a siglos de que fuese creado, frente a esas perchas, pensé en mi madre, fallecida hace tres meses. En cómo siendo aún joven le gustaba ir "de tiendas", y en esa alegre peregrinación, más que a elegir, se dedicaba a soñar con lo que compraría cuando "se pudiera".

Echando un vistazo a mi alrededor comprobé la ausencia de un probador y hasta de ese trozo de espejo que en tiendas parecidas alguna dependienta ofrece, solo para tener una idea de cómo nos queda la prenda elegida, que en este caso hay que probarse a la vista de todos, encima de la ropa puesta.

Miré el resto de los productos: herramientas, detergente líquido aguado (no importa si viene sellado), jabones sin estuche, toda una parafernalia sin calidad ni estética. Nada que se compre por la tentación del gusto, sino por estricta necesidad.

La tienda misma tenía una puerta clausurada, rejas de pura cabilla, sin adornos, alguna que otra tabla reemplazando un cristal roto, completando el efecto de aplastante decadencia.

Y por cada detalle de estropicio o de mal gusto, por cada segundo de desatención, me reconfortaba pensar que mi madre no me acompañaba en mi sensación, que ella no será más testigo obligado del desplome (en cámara lenta) que nos ha tocado experimentar a los cubanos. Hijos de la ignorancia y el olvido, del "período especial" sin fecha de caducidad.

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