Desde el avión, es obvio que Alaska en un efecto de coagulación. Como en sus ríos congelados desde principios de otoño, el Boeing debe hallar un hueco derretido en el cielo por donde zambullirse en el aeropuerto de Fairbanks. De no aparecer, tendría que aterrizar sobre la nata sólida de nubes y permitir entonces que los pasajeros bajen por su cuenta, en un trineo de huskies o a puro ski.
Llegué a Alaska después de un día entero en el aire sobre los Estados Unidos y Canadá. Como las mulas de Miami a La Habana, llevaba puesto varios aislantes térmicos y encima varias mudas de ropa. También unas botazas neoyorquinas que causaron carcajadas, porque enseguida me congelaron el dedo pulgar. Y es que la ropa ártica se confecciona exclusivamente en el Ártico: en su mayoría por rusos que emigran repitiendo la ruta del hombre glacial. Así que terminé con unas bunny boots militares, que no son de conejo, sino sintéticas y con válvulas de aire incorporadas.
La Universidad de Fairbanks es plurinacional, como casi todo en este país, donde los lenguajes y las facciones de los cuatro puntos cardinales se mezclan así de fácil. Yo era un extraño más, agasajado como si aquellas aulas y sus transmisiones en vivo por internet hubieran sido siempre mi casa. Leí en español y en inglés, gracias a una invitación colectiva de varios departamentos y del alumnado. Todos parecían mucho más informados que yo, pero hablarles de Cuba a ras de la nieve por los ventanales y temperaturas de hasta -20ºC, era como introducirlos a la arqueología de otro planeta.
Por desgracia, Cuba quedaba demasiado cerquita de allí. De manera que, en el debate principal del Auditorio Schiable, tuve que responder las clásicas preguntas de izquierda y acaso alguna filtrada allí por la Seguridad del Estado: "¿Y a ti quién te paga?"
Como si cobrar por el trabajo propio fuera delito. Como si no fuera el gobierno cubano el que abolió la dignidad del dinero como mecanismo de represión, para ahora terminar de mafioso vandalizando a Venezuela y llorando miserias ante el embargo comercial de Washington DC. Como si mi palabra alguien en el mundo pudiera comprarla.
Estuve en una reunión con los Latinos Unidos del Norte, gente solidaria donde siempre aparece un cubano además de mí. Hablé en una decena de clases hasta perder la voz, no tanto por el frío como por la sequedad. Blogs y post-comunismo, mis dos únicos temas: la academia norteamericana no se merece más después de décadas de castrato catedrático.
O tal vez se me coaguló la garganta masticando helado. Me aseguraron que se consume muchísimo en Alaska, tal como en la Cuba tropical la comida se sirve hirviendo. El ser humano es así, insorteable.
En un momento dado, devine ventrílocuo de mí mismo. Y nada me hizo recuperar la voz, ni siquiera un baño sulfuroso en las aguas de Chena Hot Springs, donde además hay un museo de hielo precioso donde es posible casarse, pernoctar y, llegado el caso, dormir bajo las auroras polícromas, pues los turistas creen que eso es garantía de 100% fertilidad.
Nunca comí salmón, aunque pude haberlo hecho en Thanksgiving's Day. Manejé una moto-nieve y abracé a un perro, eso sí, afecto que necesitaba desde mi salida temporal de Cuba hace nueve meses. Como volver a nacer.
Hay algo de papiro sagrado en las extensiones blancas de Alaska, algo de Nacimiento a escala cósmica del Hijo helado de Dios, como un caleidoscopio seminal con abedules centenarios que son bonsáis, porque sus raíces no penetran en el permafrost y todo el tiempo se caen, siempre hacia las carreteritas por donde pastan los renos, arces, zorros, osos, linces, coyotes, lobos y quitanieves.
No hay homeless en toda Alaska, por supuesto. Los climas extremos tienen un comportamiento higiénicamente maltusiano. Puedes ser homeless por 15 minutos a lo sumo. Después hay que esperar a la primavera para identificar tu cadáver intacto. Ladrones de casa sí me advirtieron que son muy comunes, con la complicidad de los taxistas, para que no sintiera ninguna nostalgia de mi patria. Y también violadores, nuestro deporte nacional. Sospecho que no era Puerto Rico sino Alaska la otra ala del pájaro independentista cubano.
A las doce del día, el sol de noviembre está en su punto máximo en el casquete cósmico de Fairbanks: linterna lánguida que no se despega más de un par de centímetros sobre el horizonte. Por milagros de dispersión óptica, no vi sombras largas ni cortas en Alaska. Sospecho que hay que leer menos traducciones y vivir en directo más.
Como al final del film Memorias del Desarrollo (2010) de Miguel Coyula, me sentí tentado de borrar mis huellas y no darle más señales de vida al Estado cubano. Alaska como lo cálido de corazón, como lo oculto que reclamaba Epicuro. Mientras allá abajo aún nos queda el frío luctuoso de un castrismo cada vez más casaliano y decadentista. Debí aplicarme el "sé desaparecer" martiano, cuyas crónicas —o criónicas— no se atrevieron a llegar hasta aquí, pero preferí volver a los Estados Unidos para estar lo más cerca posible de la Isla cuando por fin se anuncie que se ha fosilizado Fidel.
Si los demócratas cubanos fueran más imaginativos, ya deberían haber considerado la compra o renta al gobierno norteamericano de una reserva virgen en Alaska. Cuba en Cuba ya será siempre irreconocible para los cubanos, en dictadura y en transición. Pero en Alaska la esperanza es todavía un espejismo boreal. Deberíamos acompañar a la estrella insolidaria de la bandera cubana con las de la Osa Mayor y la preciosa Polar.